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La Hospitalidad de los Hermanos de S. Juan de Dios hacia el año 2000 Documento del P. Pierluigi Marchesi Renovación, fuente de satisfacción 1. La primera reflexión nacía de la profunda necesidad de cambio interior, advertida por todos como urgente para mantener orientada proféticamente nuestra vida espiritual. En aquel documento estaba claramente expresada la finalidad de renovarse continuamente para no perder las conexiones con Dios, la Iglesia y San Juan de Dios. Nuestra renovación se convirtió así en algo tangible, fuente de auténtica satisfacción. 2. En el segundo, con la preciosa aportación del Consejo, he tratado de llamar la atención de toda la Orden y de los colaboradores laicos sobre el fin último de nuestra acción: la relación, humana y humanizante, con el enfermo; relación basada sobre la conciencia de que el testimonio de nuestro carisma no se realiza si se pierde de vista la figura central de nuestro hacer cotidiano, a saber, el necesitado, el hombre que sufre, el pobre: nuestro «ser» y«hacer» para él, nuestra relación personal además de profesional con él representan de hecho un factor terapéutico y al mismo tiempo un testimonio de amor misericordioso, una reedición viviente del amor de Cristo en nuestro tiempo y de su pasión por los más necesitados. 3. El presente documento, que se inspira en los fermentos que expresan las Provincias de la Orden, se coloca, pues, idealmente a mitad de camino entre los dos primeros, en cuanto trata de llenar el espacio existente entre nuestra dimensión interior de personas y de religiosos y la actitud de humanidad que el enfermo espera hoy de nosotros cada vez con mayor insistencia. Abrirnos a nuestro futuro no por miedo, sino por amor 4. Estas son páginas escritas mirando al 2000, con el sentido de futuro que debemos cultivar para ofrecer a los necesitados de hoy y de mañana la esencia de nuestro carisma específico: la Hospitalidad. Se trata, pues, de reforzar nuestra identidad de hombres, de religiosos, de agentes en el mundo de la salud, no sólo para mantener viva nuestra Institución, sino sobre todo para proyectarla hacia el futuro, para responder adecuadamente a las exigencias de la sociedad en que estamos y estaremos llamados a actuar, teniendo la mirada puesta en el bien supremo de la vida humana, a la cual cada vez se atiende menos según principios de respeto, de atención, deferencia y consuelo. Además, estas páginas contienen más de una provocación a fin de que, con el apoyo de

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La Hospitalidad de los Hermanos de S.

Juan de Dios hacia el año 2000

Documento del P. Pierluigi Marchesi Renovación, fuente de satisfacción

1. La primera reflexión nacía de la profunda necesidad de cambio interior, advertida

por todos como urgente para mantener orientada proféticamente nuestra vida espiritual.

En aquel documento estaba claramente expresada la finalidad de renovarse

continuamente para no perder las conexiones con Dios, la Iglesia y San Juan de Dios.

Nuestra renovación se convirtió así en algo tangible, fuente de auténtica satisfacción.

2. En el segundo, con la preciosa aportación del Consejo, he tratado de llamar la

atención de toda la Orden y de los colaboradores laicos sobre el fin último de nuestra

acción: la relación, humana y humanizante, con el enfermo; relación basada sobre la

conciencia de que el testimonio de nuestro carisma no se realiza si se pierde de vista la

figura central de nuestro hacer cotidiano, a saber, el necesitado, el hombre que sufre, el

pobre: nuestro «ser» y«hacer» para él, nuestra relación personal — además de

profesional — con él representan de hecho un factor terapéutico y al mismo tiempo un

testimonio de amor misericordioso, una reedición viviente del amor de Cristo en nuestro

tiempo y de su pasión por los más necesitados.

3. El presente documento, que se inspira en los fermentos que expresan las

Provincias de la Orden, se coloca, pues, idealmente a mitad de camino entre los dos

primeros, en cuanto trata de llenar el espacio existente entre nuestra dimensión interior

de personas y de religiosos y la actitud de humanidad que el enfermo espera hoy de

nosotros cada vez con mayor insistencia.

Abrirnos a nuestro futuro

no por miedo, sino por amor

4. Estas son páginas escritas mirando al 2000, con el sentido de futuro que debemos

cultivar para ofrecer a los necesitados de hoy y de mañana la esencia de nuestro carisma

específico: la Hospitalidad. Se trata, pues, de reforzar nuestra identidad de hombres, de

religiosos, de agentes en el mundo de la salud, no sólo para mantener viva nuestra

Institución, sino sobre todo para proyectarla hacia el futuro, para responder

adecuadamente a las exigencias de la sociedad en que estamos y estaremos llamados a

actuar, teniendo la mirada puesta en el bien supremo de la vida humana, a la cual cada

vez se atiende menos según principios de respeto, de atención, deferencia y consuelo.

Además, estas páginas contienen más de una provocación a fin de que, con el apoyo de

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las nuevas Constituciones, cada uno de nosotros se sienta impulsado a asumir con coraje

funciones y tareas más conformes a nuestra característica peculiar de religiosos

«hospitalarios».

5. Continuando el diálogo con los hermanos, no pretendo fijar tales funciones sino

estimular (de modo radical, donde sea necesario) el análisis crítico de nuestros

comportamientos, de nuestros puestos profesionales, de nuestra relación con la

comunidad donde la obediencia nos ha destinado, con las Comunidades de cada una de

de las Provincias y con el Gobierno central de la Orden; sin olvidar, obviamente, la

relación con los colaboradores laicos y con las complejas realidades en que estamos

inmersos. Y esto con espíritu de confianza, en una perspectiva de creatividad dictada

por el amor al prójimo y no por el miedo al futuro.

6. He tratado de dialogar con vosotros como quien tiene necesidad de reciprocidad

en la confrontación de opiniones, en una atmósfera de confianza. Con tal ánimo querría

que nos preparásemos a afrontar sincera y gozosamente la búsqueda, jamás agotada en

nosotros mismos, del mejor modo de ser y de actuar; búsqueda que no es fin en sí

misma, sino orientada a la mejor valoración del voto de Hospitalidad que nos apremia a

pensar, experimentar y comunicarnos entre nosotros todo cuanto sirve para realizarlo

del modo más perfecto.

Enfermarnos de la enfermedad

del hombre, nuestro hermano

7. La pregunta de fondo es ésta: ¿cómo puede prepararse el hermano de San Juan de

Dios a cumplir, a la vista del año 2000, la misión misteriosa e histórica de acoger al

hombre — en especial al hombre necesitado — de esta sociedad?

Aquí acudimos a nuestros «yacimientos» interiores, a nuestras Constituciones, a

nuestras extasía para inventar, sacando del tesoro de nuestras tradiciones las soluciones

adaptadas a los tiempos, para redescubrir aquellas tareas de «servicio» (no de poder, de

prestigio o de pura y simple realización personal) sólo las cuales nos permiten llamarnos

«Fatebenefratelli», o sea, hermanos que se preocupan de hacer el bien al prójimo.

8. El buen éxito de la búsqueda depende de nosotros, del empeño que pongamos en

mirar adelante, sin negar el presente o el pasado, aceptando la pesada, pero exaltante,

tarea de interrogarnos de modo escueto y sincero sobre lo que estamos haciendo y

deberíamos hacer para ser coherentes con nuestra identidad de hombres y de religiosos.

Estoy firmemente convencido de que la consecución de nuestro fin específico —

testimoniar el amor misericordioso — requiere una serie de compromisos, que a

menudo son pesados e incómodos, pero que por otra parte nos dan la medida del

espacio que se abre a los Hermanos de San Juan de Dios en el mundo contemporáneo,

sobre todo en el industrializado y técnico. Un campo desmesurado — contrariamente a

lo que algunos piensan — que, si a veces incluso nos asusta, sin embargo nos hace tocar

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con la mano la actualidad, aún más, la urgencia de nuestro carisma y de nuestra

Institución.

9. Queridos hermanos, vuestro general percibe en ciertos momentos las incógnitas

del presente: no porque haya poco que hacer, sino porque no siempre estamos

preparados adecuadamente para dar las respuestas que la Iglesia espera de nosotros. Me

preocupa nuestro estar parados, nuestro replegarnos a veces sobre posiciones cómodas,

de seguridad o de resignación malentendida. Sin embargo sabemos que el mensaje

evangélico mantiene almas generosas. Y nunca como hoy el hombre nos interpela,

pidiéndonos que nos ocupemos de su persona, que estemos a su lado para testimoniarle

algo que es típico de nuestro ser religiosos, a saber, la capacidad de «enfermarnos de su

enfermedad», identificarnos no sólo con sus necesidades, sino sobre todo con sus

motivaciones existenciales, con su deseo insatisfecho de felicidad (y por consiguiente de

Dios). Además del techo de un hospital y de nuestra profesionalidad — que no deben

faltar en sus niveles más dignos — debemos saber dar esto al enfermo; si no lo

hacemos, lo defraudaremos definitiva e irremediablemente.

Nuestras funciones, nuestras tareas,

nuestra pasión por el hombre, nuestras tentaciones.

10. En el intento de iluminar las funciones y las tareas mediante las cuales realizar

en el próximo futuro la Hospitalidad de los hermanos de San Juan de Dios, podemos

individuar dos tentaciones frecuentes. La primera es la de recortarnos un puesto, una

hornacina, donde desarrollar un oficio o una profesión, quizá en competencia con los

hermanos o (sobre todo) con los laicos. La segunda, más sutil y maligna, nos impulsa a

delegar al numeroso ejército de nuestros valiosos colaboradores las tareas de asistencia

al enfermo, es decir, a distanciarnos de las vicisitudes de nuestro asistido. Esta tentación

es mucho más evidente allí donde los progresos de las ciencias y de la técnicas han

alcanzado niveles elevados, o donde, por razón del buen funcionamiento del complejo

sistema de nuestras obras, el proceso de delegación y de racionalización dé funciones es

indispensable. Pero donde delegar significara abandonar las estructuras a sí mismas o,

es más, abandonar al enfermo, entonces deberíamos revisar con extrema claridad

nuestros modelos de comportamiento, para impedir que los cambios organizativos y

tecnológicos se trasformen para el enfermo en la trampa del anonimato, de la pura y

simple eficiencia, condenándolo al aislamiento-abandono en ambientes racionales sí,

pero fríos y distantes desde el punto de vista humano.

11. No es ciertamente esto lo que nos propusimos cumplir el día de nuestra

profesión solemne, al emitir el voto de la Hospitalidad. Entonces no se nos garantizó un

puesto de trabajo, ni el control a distancia del enfermo y de nuestros colaboradores.

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Prometimos fidelidad a nuestro carisma que nos obliga a cambiar las actividades, las

funciones, las actitudes, las estructuras, pero no a renunciar a la pasión hacia nuestros

asistidos, hacia los familiares del enfermo, hacia los colaboradores, así como el empeño

por las iniciativas culturales, formativas, religiosas y sociales apropiadas para favorecer

el crecimiento personal, religioso y profesional en nosotros, en nuestros colaboradores y

en el mundo de la sanidad.

Yo — lo repito — no tengo la receta para definir las funciones presentes y futuras, entre

otras razones porque éstas sólo se pueden precisar mediante un examen atento de

nosotros mismos, a la luz de los fines últimos del carisma hospitalario. No obstante,

todos nosotros debemos dedicar tiempo y empeño para una verificación de nuestros

comportamientos actuales.

12. He hablado de dos tentaciones principales. Pero hay otras. Por ejemplo, la de

mantener o desear cargos para los cuales no tenemos competencia; o la de apuntar hacia

un alto nivel organizativo y tecnológico de nuestros hospitales no teniendo siempre bien

claros nuestros fines específicos. La gente nos mira con ojo atento, nos examina, quiere

comprender por qué motivo nos hemos hecho religiosos. No siempre logramos darles

una respuesta convincente. A veces no somos ejemplares porque no cumplimos bien

nuestras tareas, hacemos sólo las cosas que nos agradan, bloqueamos el crecimiento de

nuestros colaboradores, o bien permanecemos lejanos del enfermo, nos cerramos en

funciones rígidas y repetitivas, buscamos «fuera» espacios que deberíamos encontrar

«dentro», o evitamos el arduo pero necesario trabajo de búsqueda de funciones más

útiles aL enfermo. Somos más frecuentemente capaces de captar el mal del mundo (a

veces lo encontramos incluso en el progreso, en cosas de por sí neutrales o buenas) que

de individuarlo dentro de nosotros, no ya para deprimirnos o culpabilizarnos, sino para

salir de la pereza y las costumbres perjudiciales.

13. Obviamente ninguno nace santo. ¡El camino de la perfección espiritual es

entusiasmante pero largo, fatigoso, salpicado de desviaciones que afectan a nuestra

realización humana, profesional y religiosa! Es necesario corregir tales desviaciones y

reconocer los propios errores, como hombres fuertes, de coraje, abiertos con

autenticidad al misterio. Esta actitud de sana autocrítica nos impulsa por un lado a beber

en nuestros recursos, por otro a pedir ayuda a todos, a Dios y a los hombres que están

cerca de nosotros, para devolver el equilibrio a la relación con el mundo que nosotros

queremos y debemos servir, para crecer en nuestra verdadera identidad.

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I

EL CAMBIO DEL MUNDO Y

NUESTRA CEGUERA

Una paradoja: no hacer nada

14. Cito de un conocido volumen del Padre Bartolomé Sorge, «El futuro de la vida

religiosa».

«La crisis actual de la vida religiosa — como por lo demás la crisis más general que

atraviesa la Iglesia — no ha nacido desde dentro, como había sucedido otras veces, sino

que ha sido inducida desde el exterior, por el traspaso de cultura y de civilización que el

mundo está viviendo...

La crisis llegó de improviso por una rápida transformación social y cultural... La

nuestra, por tanto, no es una crisis de enfermedad, sino de desarrollo y crecimiento...

En estos últimos años se acabó una civilización, un cierto tipo de ideología, han

cambiado totalmente las relaciones de autoridad, se han trasformado roles y estructuras

consolidados desde hace ya decenios, modos de comunicación y de ejercicio del poder.

El hombre mismo tiene una diversa actitud hacia el mundo, la historia, los semejantes,

la organización del saber, hacia la vida misma. Nosotros hemos sido arrastrados por

estos cambios, el mundo está resultando cada vez más pequeño, más dinámico, más

socializado».

El diagnóstico es fiel. Y nosotros nos encontramos frecuentemente obligados a decidir

en un clima de desilusión porque no hemos logrado unir lo viejo con lo nuevo, con las

necesidades nacientes, con la sed de libertad, de conocimiento y de solidaridad de

muchos estratos de nuestra población.

15. El mundo de hoy no es ni mejor ni peor que el de ayer: solamente ha cambiado,

incluso se ha revuelto. Si queremos servirlo, éste es el mundo que debemos conocer y

asumir.

En el fondo la crisis es saludable, puesto que nos permite salvar lo que hay que salvar y

desechar lo que se debe desechar. Pero abandonar viejas funciones es tanto más difícil

cuanto más se han posesionado de nuestro ser, empobreciendo nuestra personalidad y

nuestra dimensión de religiosos, es decir, las dos raíces de nuestros modos de actuar.

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16. Desechar lo viejo, sin embargo, no significa correr tras de las modas.

Se necesita discernimiento y equilibrio, porque puede nacer una situación de

incertidumbre: se nos pregunta, en efecto, si debemos ir todos a misiones, lanzarnos a

iniciativas que incidan sobre la sociedad, o convertirnos todos en animadores, quizá sin

saber de qué, de quién, cómo y por qué. Frecuentemente no encontramos la respuesta a

nuestros interrogantes. La primera cosa que se debe hacer cuando nos encontramos en

esta condición de confusión, o peor aún de resignación o de apatía, paradójicamente es

precisamente «renunciar a hacer». Me explico: antes de actuar y de asumir nuevos roles,

debemos detenernos para reflexionar largamente sobre nuestros miedos, nuestros

deseos, nuestras posibilidades, sobre las enseñanzas de nuestro Fundador y de la Iglesia,

sobre las experiencias de los laicos creyentes. Detenernos para interiorizar, para «entrar

en nosotros mismos» según la indicación de S. Agustín.

Derribar las torres o comprender mejor su sentido

17. El documento sobre la «Humanización» animaba a recuperar la «personalización»

de la relación con el asistido, en un contexto social profundamente cambiado

La historia de nuestra Orden se identifica con la imagen de S. Juan de Dios y sus

seguidores que toman sobre sus espaldas al enfermo, al abandonado, al necesitado.

Durante siglos nuestros predecesores atendieron, y en primera persona, a quien se

encontraba en el sufrimiento. Entonces no existían otras estructuras de ayuda: el

Hospital religioso era una «seguridad», porque allí encontraban un techo, alimento,

cuidados y asistencia. Hoy nos encontramos frente a una situación profundamente

cambiada, que se caracteriza — como señalaba antes — por el debilitarse de la relación

directa y exclusiva con el enfermo. Si pensamos cómo era un Hospital nuestro apenas

hace 40 años, vienen conseguida a la memoria los enfermos (tantos y agradecidos) casi

temerosos de pedir nuestra intervención; comunidades de religiosos de número hoy im-

pensable, con los hermanos comprometidos en las más diversas tareas: farmacéutico,

cocinero, enfermero, jardinero. Se parecían, nuestras obras, a las aldeas de un tiempo,

autosuficientes gracias a las funciones bien distribuidas. Los médicos eran escasos, pero

la gente se fiaba de nosotros: salas enteras estaban dirigidas por nosotros o por religio-

sas. El mundo del hospital, digámoslo, estaba en nuestras manos. El personal externo

tenía sí una función, pero subalterna y no interfería en nuestra actividad. El mundo del

sufrimiento y de la miseria estaba casi completamente separado de la comunidad civil; y

en este mundo muchos de nosotros nos hemos formado desde jóvenes, trabajando

duramente, en condiciones de extrema precariedad de medios, pero con la gran

satisfacción de tocar, «oler», sentir cada día al enfermo, del que ninguna barrera nos

separaba.

18. Igualmente sucedía a otras clases profesionales. Pensemos en el médico de

aquellos años.

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Era un profesional de prestigio, dotado de un ascendiente sobre las familias

inimaginable en el día de hoy; tan es así que hay nostalgia de aquel tipo de médico, que

ejercía su función sin filtros, con la ayuda si acaso de algún especialista

La alegría y el sufrimiento de la familia atendida eran las suyas, en un clima de

profunda confianza y de recíproca comunicación. Así sucedía también con el párroco,

cuya autoridad era indiscutible: ostentaba el saber religioso, frecuentemente mayor

cultura, y no era casi nunca puesta en discusión en su ámbito de apostolado. La torre, al

lado de la iglesia, llamaba a los fieles a las funciones sagradas, marcaba el ritmo de los

acontecimientos gozosos y tristes de la aldea... hacía de pararrayos, de observatorio, de

punto seguro de referencia en cualquier caso.

19. Los tiempos hoy han cambiado. ¿Debemos, entonces, derribar las torres puesto

que hoy la gente tiene el reloj en la muñeca? O bien ¿debemos tirar los relojes de

pulsera para permitir a la torre que continúe cumpliendo sus antiguas funciones?

No es ésta la pregunta que debemos hacernos. Preguntémonos, más bien, cuál es la

función auténtica de la torre, aquella para la cual el hombre de fe la ha levantado junto a

la iglesia: hacerse ver desde lejos, más que hacerse sentir.

La torre expresa el deseo del hombre de unir la tierra al cielo, el hombre a Dio5, la

naturaleza al Creador. Es para el hombre la atracción más primaria a su origen, a su

destino, a Aquél que está en los cielos. Aun cuando ya no es el edificio más alto,

sobrepasada tantas veces por orgullosos rascacielos, permanece y permanecerá siempre

comosímbolo de un anuncio, de una presencia que remite a la «Presencia»

Estar a la escucha del hombre

20. Volviendo a nosotros, queridos hermanos, es cierto que hemos seguido

paralelamente el destino del médico, del sacerdote y de la torre, perdiendo numerosas

funciones que hace algunos años nos parecían indispensables. Pero esto no significa que

debamos desaparecer. Nosotros podemos, es más, debemos vivir y dar testimonio de

nuestro carisma, con modalidades diversas respecto al pasado. El médico, el sacerdote,

la torre tienen aún mucho que decir y hacer, con tal de que expresen algo perenne y

fundamental para la humanidad, a saber, el valor de lasacramentalidad del

hombre. Dice Juan Pablo II: «Es la disponibilidad a servir al hombre lo que nos abre

hacia Dios y hacia los hombres, hacia el Creador y las criaturas. El Concilio nos enseña

precisamente esto, en el espíritu del Evangelio y, a la vez, en la dimensión de los

tiempos en que vivimos» (21 octubre 1985).

21. En nuestro tiempo, y más aún en el futuro, nuestras tareas serán sometidas a

pruebas y cambios radicales. Pero quedará la esencia del carisma. Nuestra tarea más

propia y más gratificante es la de estar cerca del enfermo y atenderlo, con un cuidado

intenso y directo. Esto aún hoy se le debe asegurar al enfermo, en el espíritu de nuestro

Fundador: sólo que esta asistencia, que nosotros llamamos integrada, ya no puede ser

realizada completamente por cada persona individualmente, mediante el recurso a cada

una de las profesiones aisladamente. El concepto mismo de asistencia integral e

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integrada reclama una pluralidad de funciones porque, con el pasar de los siglos, de las

necesidades elementales del hombre se ha pasado a necesidades mucho más ricas y

articuladas, que implican un número extraordinario de respuestas y, por consiguiente, de

figuras profesionales. El resultado es que nosotrosno tenemos ya la exclusiva del

enfermo, ni el derecho de imponerle desde fuera nuestra concepción religiosa de la vida.

Pero hay más: el enfermo de hoy tiene a su disposición una gama de respuestas

terapéuticas y asistenciales impensable hasta hace algún decenio. En algunos hermanos

de San Juan de Dios este progreso ha generado frustraciones incluso la sensación de

sentirse inútiles. Es doloroso constatar cómo algunos de nosotros juzgan que ya no es

interesante trabajar con el hombre de hoy, como si este hombre estuviera menos

angustiado, menos solo, menos necesitado, fuera menos merecedor de nuestra

dedicación que el de ayer. Al contrario, me atrevo a decir que aunque el hermano de San

Juan de Dios debiera renunciar a todas sus tareas profesionales, él cumpliría

igualmente con su presencia, su bondad y alegría y con su estilo de vida, la propia

misión dando testimonio de la sacralidad del hombre y del amor de Dios por el hombre,

según su carisma específico, en las formas adecuadas a los tiempos.

22. Ha dicho recientemente Juan Pablo II:

«S. Tomás, comentando el tratado aristotélico acerca del alma, afirma netamente: el

hombre es totalidad del ser (De Anima, III, lec. 13), encierra en sí una infinita

profundidad del ser, imagen del Infinito por esencia que es Dios mismo. Querría im-

primir profundamente en el alma y en el corazón de todos esta grandiosa concepción del

hombre, pensando en la cual desde el primer día de mi ministerio pontificio he

exclamado: con qué veneración debemos pronunciar esta palabra: hombre». Y ¿no es

nuestro tiempo el de la atención, de la escucha, del respeto, de la promoción de la

libertad de los hombres, de su identidad, de sus motivaciones?

23. Estar cercano al enfermo de hoy requiere comportamientos técnicos, morales,

humanos, sociales, religiosos que ninguno de nosotros puede desarrollar por sí

solo. Esto comporta en nosotros un crecimiento, es decir una dilatación en nuestro

modo de vivir, de actuar, de servir al mundo: es el hombre quien se dirige a

nosotros para pedirnos algo más, aquel algo que ha modificado totalmente no sólo

nuestros hospitales, sino también el número y la calidad de los colaboradores laicos.

Este mismo hombre nos apremia a delegar tareas, a trabajar en grupo, a estudiar, a

profundizar, a salir de la rutina, de nuestros esquemas mentales. El no nos pide ser

mejores como enfermeros, como administradores, sino que nos pide estar atentos,

totalmente disponibles a «hospedar» su entera humanidad, la persona en su conjunto, a

entender y saciar su sed de ser atendido, porque nunca como hoy el hombre — rico en

dinero — es pobre de relaciones humanas sinceras y desinteresadas.

Transmitir el perfume

de la sacralidad del hombre

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24. Mis queridos hermanos, cuando oigo a alguno de nosotros lamentarse por la

pérdida de la relación directa y exclusiva con el enfermo me pregunto qué pensaría

nuestro Fundador viendo al enfermo acompañado por más personas, provisto de

medicinas, de espacios decorosos, de estructuras acogedoras... Ciertamente estaría

satisfecho constatando la presencia de todo lo que, en el fondo, él mismo buscaba ya

hace siglos, cuando tocaba a las puertas de los ricos y de los poderosos para conseguir

ayuda para distribuir a los enfermos de entonces, necesitados de todo y carentes de

tantísimas cosas. Si acaso, Juan de Dios nos estimularía a identificar a los desheredados

de hoy en los minusválidos, en los ancianos, en los drogadictos y en los pobres. Y

eventualmente nos reprocharía no por nuestro estar menos cercanos al enfermo, sino

porque junto a una «cercanía técnica» a veces no existe en nosotros y en nuestros

colaboradores que giran en torno al enfermo la «cercanía humana». S.Juan de Dios nos

ha dejado en herencia la pasión por el necesitado, que se expresa no sólo estándole

cercano físicamente, sino inspirando, sosteniendo, iluminando a cuantos (colaboradores

laicos, familiares, etc.) actúan en torno a él, para que a su vez, con la inteligencia del

corazón además de la mente, sepan testimoniar la esperanza, la confianza, el amor

hacia el prójimo.

25. La Hospitalidad del futuro podrá cambiar aún mucho en sus formas exteriores,

pero no deberá nunca disminuir nuestra capacidad de testimoniar el mensaje evangélico

del amor, definido como nuevo por el Señor Jesús (cf. Jn. 13, 34).

Su primera novedad es la unión de los dos mandamientos «La caridad hunde sus raíces

en una entrega sin reservas a Dios: toda la persona con sus cualidades, sus proyectos,

sus capacidades operativas debe confiarse a la voluntad de Dios, al proyecto de amor

que Dios tiene sobre los hombres. La manifestación visible y dinámica de esta confianza

es la entrega a todo hombre, considerado como un hermano, un prójimo, un otro sí

mismo». (Card. Martini). No se pueden separar o reducir los diversos aspectos de aquel

acto unitario que es la caridad. Si tuviéramos que privilegiar alguna perspectiva nuestra

limitada, perderíamos de vista los inmensos horizontes abiertos por la mirada de Jesús.

26. La segunda novedad del mensaje es la sorprendente y revolucionaria concepción

del prójimo (cf. Lc 10, 29-37). Para Jesucristo el prójimo no es aquél que tiene ya

conmigo relaciones de sangre, de afinidad psicológica o de necesidades que yo puedo

satisfacer. En prójimo nos convertimos nosotros mismos en el acto en que ante un

hombre — también ante el enfermo o el necesitado que no conozco — decidimos dar un

paso que nos acerca, nos «aproxima» a El.

Los hombres, como los judíos y Salomón, y como los constructores de nuestras

catedrales, han querido expresar simbólicamente todo el cosmos material y humano en

sus templos. El Cuerpo de la comunión con Cristo tiene ciertamente su forma visible y

señalable, la Iglesia; pero, como dice Pablo Evdokimov, si se puede decir dónde está la

Iglesia, no se puede decir dónde no está. Los límites y los modos de la Acción del

Espíritu en el mundo se nos escapan.

Por esto todo consiste en «hacerse prójimo», como afirma el Cardenal Martini en su

bella carta pastoral (1985-1986). A nuestro Ricardo Pampuri no se le recuerda porque

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arrancaba muelas antes de curar minusválidos, sino porque — aun realizando trabajos

simples y humildes — de su persona emanaba el perfume de Dios. Perfume que él había

sabido cultivar dentro de sí con el estudio, con la oración, la capacidad de escucha del

hombre de su tiempo, en el lugar donde vivía no olvidándose jamás de ser ante todo un

testigo, un portador de luz, aparte de ser un trabajador, un técnico.

27. Mis queridos hermanos, de Pampuri aprendamos la lección de que nuestra

primera y auténtica función es la de encaminarnos hacia nuestra santificación

personal, independientemente del hecho de ejercer ésta o aquella profesión. La función

profesional, si se da, manifestará y dará plenitud a la humanidad de nuestra persona. Si

cultivamos en nosotros — a través de un largo trabajo de elaboración interior esta

dimensión de lo divino, y la difundimos en torno a nosotros para la salud de nuestros

enfermos, logrando «contagiar» del mismo espíritu a nuestros colaboradores, a los

familiares y a la gente que vive en torno a nuestras obras, entonces habremos cumplido

la tarea que nos compete, la de testigos y la de guías morales antes aún que técnicos.

II

NUESTRO TESTIMONIO SE FUNDA

SOBRE LA APERTURA AL ESPIRITU SANTO

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28. «Nuestra apertura al Espíritu, a los signos de los tiempos y a las necesidades de

los hombres nos indicará cómo debemos encarnarlo creativamente en cada momento y

situación». La cita, sacada de las Constituciones (art. 6a), nos ayuda no sólo a

comprender sobre qué bases realizar nuestras opciones de función, sino también a

delinear sus consecuencias «prácticas» para estar abiertos al Tiempo, al Hombre.

Abrirse a la energía del Espíritu

29. Durante una meditación, me ha impresionado el pensamiento expresado por un

psicoanalista: «Cuando leo la Biblia, quedo impresionado siempre por la figura del

Espíritu Santo». Este

impulso, esta fuerza vital — si queremos definirla así — es la herencia dejada por Cristo

a los apóstoles, es la vida transmitida a los hombres por la Vida misma. Antes de

recibirla, los discípulos han debido recorrer numerosas etapas: una larga dependencia

del Maestro, acompañada de toda la gama de sentimientos humanos (admiración,

resentimiento, celos, etc...); la caída de las ilusiones narcisistas a lo largo del camino,

unida a la pérdida de la seguridad del poder; la separación final, vivida tanto en sus

aspectos dolorosos (la muerte de Cristo) como en los gloriosos (la resurrección y la

ascensión).

Sólo al final de semejante recorrido — me urge subrayarlo — puede el hombre

apropiarse de sí mismo, llega a seren verdad persona y reconoce la divinidad «dentro»

de sí desarrollando sin temor todos sus talentos. «Se llenaron todos de Espíritu Santo y

empezaron a hablar en lenguas diferentes, según el Espíritu les concedía expresarse»

(Hech. 2, 4).

30. Si de la interesante aproximación psicológica pasamos a la bíblica y teológica, la

meditación, sobre el Espíritu se enriquece desmesuradamente. Me complace referir aquí

un párrafo del eminente teólogo Y.M. J. Congar, que, ahora ya al término de su vida,

parece dejarnos en herencia para nuestros tiempos la contemplación de Espíritu.

«Hoy abundan los testimonios de los Padres, de los teólogos, de los místicos, del

Concilio Vaticano II, que reconocen una presencia activa del Espíritu en el mundo y en

los afanes que lo atormentan. Esto no significa que todo en esta historia venga del

Espíritu Santo. El mal también se apropia su parte. El hombre permanece «incurvatus in

se», tentado incesantemente a replegarse sobre sí mismo, a buscarse y hacerse

autosuficiente en el olvido y el desprecio de Dios. El Espíritu Santo, abogado de Jesús y

de los discípulos, es también aquel que “convence al mundo de pecado” (Jn. 16, 9) y

que anima la lucha contra la “carne”».

31. La acción del Espíritu en la historia de nuestro mundo tiende a constituir un

cuerpo de hijos de Dios y un templo de adoración «en espíritu y verdad» que no puede

ser solamente el cuerpo de Cristo (cf. Jn. 2, 21).

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32. Tratando de precisar las razones que impulsan a la Iglesia a la actividad misionera,

el decreto conciliar «Ad Gentes» afirma que «finalmente se cumple el designio del

Creador, quien creó el hombre a su imagen y semejanza, pues todos los que participan

de la naturaleza humana, regenerados en Cristo por el Espíritu Santo, contemplando

unánimemente la gloria de Dios, podrán decir: “Padre nuestro”» (n. 7-3). Y esta idea

viene documentada con abundantes citas de los Padres

de la Iglesia, entre las cuales, la siguiente de San Hipólito: «El no rechaza a ninguno de

sus servidores... queriendo y deseando salvar a todos, queriendo hacer a todos hijos de

Dios y llamando a todos los santos a formar un solo hombre perfecto». Existe,

efectivamente, un solo Hijo (Siervo) de Dios: por medio de él nosotros obtenemos

también la regeneración (el nuevo nacimiento) mediante el Espíritu Santo, aspirando a

formar juntos un único hombre celeste y perfecto. «Es uno solo, en definitiva, el que

dice “Padre nuestro”. Y nosotros, su Iglesia,formamos, dentro de la amplitud del mun-

do, lo que San Pablo llama “las primicias”.

33. Nosotros conocemos e invocamos a Cristo y al Espíritu. Tenemos la Palabra

inspirada, los sacramentos, los ministerios instituidos. Si el Espíritu actúa más allá de

los límites visibles de la Iglesia, ésta es para el mundo el sacramento de Cristo y de su

Espíritu. Nosotros asumimos este vasto mundo en nuestra oración, rindiendo por él

gloria al Padre mediante Cristo en el Espíritu.

34. El Espíritu, en efecto, es Aquel que secretamente recoge y anota todo lo que, en

el mundo, trata de balbucir “Padre nuestro”. Este es el sentido que, personalmente,

damos cada día a la doxología que termina la Anáfora y introduce el “Padre nuestro”

«Sólo por su medio nosotros gritamos, o él grita por nosotros, ¡Abba, Padre! (Rom. 8,

15; Gal. 4, 6). (Cit. de La parola e il soffio, Borla, Roma 1985, pp. 157-159).

35. Estas rápidas referencias a la acción del Espíritu del Señor llegan a una

conclusión que siento profundamente: debemos abrirnos al Espíritu. Incesantemente y

con urgencia. Ser espirituales no es una opción facultativa entre otras, sino que es

nuestro deber, nuestro destino.

Para una cultura de la atención

36. Sólo en el Espíritu Santo tenemos la capacidad de comprender y asimilar el

Evangelio — fundamento perenne del Cristianismo — y su mensaje.

Pido excusa si recurro una vez más a una cita para aclarar el sentido de mis palabras. G.

Prezzolini, escéptico, pero atormentado a la vez por la búsqueda de Dios hasta el punto

de entablar una preciosa correspondencia con Pablo VI, escribe: «El Evangelio no

contiene un mensaje social o político.. El cristianismo busca la transformación del

hombre en nuevo Adán: es, el del Evangelio, un mensaje puramente interior… Estos

cristianos, estos viajeros de paso por el mundo, pero no pertenecientes a este mundo,

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deben ocuparse de las cosas de este mundo siendo indiferentes a sus formas. Lo que

temo hoy en los cambios que la Iglesia se propone justamente es que siga una línea

política.., o sea, la tendencia a seguir a los más fuertes...» Y también: «Pero un campo le

ha quedado a la Iglesia. Ni la ciencia ni el Estado han podido jamás tocarlo: el corazón

humano que está inquieto... En este campo, que no mira ni a ricos ni a pobres, jóvenes o

viejos, hombres o mujeres, esclavos o amos, blancos o negros, de derecha o de izquier-

da, la Iglesia tiene un poder absoluto sobre las conciencias de todos aquellos que sienten

la insatisfacción de los bienes terrenos y no tienen el coraje desesperado de aceptar el

mundo árido, indiferente al destino humano, puro choque de fuerzas sin ninguna

finalidad... La Iglesia debería... recordar... que vive para defender valores contrarios a

los honores, a la riqueza, al poder, al lujo, al placer de los sentidos, a la apatía, a la

conquista... Pero ningún Estado y ningún partido se propuso jamás ni tiene la

posibilidad de elegir y hacer hombres buenos: he aquí el campo de la Iglesia...

Un santo, un religioso caritativo, un poeta inspirado por la conciencia religiosa son más

importantes que muchas afirmaciones, reducciones, modificaciones del culto, del

hábito, de la doctrina eclesiástica» (de la «Sombra de Dios»).

37. Queridos hermanos: nuestra apertura al Espíritu comenzó cuando nosotros,

inquietos, sentimos insatisfacción de los bienes terrenos y juzgamos la aridez del mundo

y la indiferencia hacia el mal como situaciones a modificar ante todo dentro de nosotros;

así, tocados por el soplo del Espíritu, nos encontramos con S. Juan de Dios que nos ha

invitado a ocuparnos del corazón humano con el corazón abierto a El. Nosotros estamos

en línea con el Evangelio cuando testimoniamos el valor-caridad: no nos mueve otra

cosa que el interés por cuantos, pobres en la carne y en los afectos, se dirigen a nosotros.

Nosotros, cuando estamos abiertos al Espíritu, somos portadores, más que de la

prestación técnica, de una cultura de la atención hacia el alma humana, hacia el Yo

esencial e inmortal, mediante la acogida de la persona en su integridad. Pero para

mantener esta apertura integral al hombre, debemos buscar nuestra continua

transformación interior. Esta es, por lo demás, la condición necesaria para otras

transformaciones referentes a nuestras Comunidades, a las Provincias, a nuestras obras,

a las relaciones con los colaboradores laicos y con nuestros mismos enfermos.

El sonido de la Palabra se hace eco en el Espíritu

38. Esta es, por consiguiente, la primera revolución que debemos hacer. Ella nos

impedirá embalsamar el Evangelio, nuestro Carisma, el Hombre que sufre, el Tiempo y

el Mundo en que vivimos. Pero requiere un empeño nada ordinario, que tiene su centro

en la escucha de la Palabra, unida a la contemplación total en el Espíritu. Uniendo entre

ellos la Palabra y el Espíritu, encontraremos también el sentido unitario para nuestra

vida. Cuando nos sentimos molestos porque quieren cambiar nuestras costumbres y

nuestra seguridad operativa, nos preguntamos enseguida cuáles son las cosas prácticas

que debemos hacer, olvidándonos el primum movens de todas nuestras acciones: el

Espíritu, el soplo vital que debe inspirarlas.

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39. Mis queridos hermanos: lo que nosotros realicemos en el futuro en términos de

obras, funciones, direcciones, estará exactamente en relación al puesto y a la dimensión

que demos al Espíritu, es decir, en definitiva, a nuestro crecimiento personal, al cuidado

con el que sepamos evitar perdernos en actividades poco productivas y sin relación al

sentido que nosotros queremos dar a la vida. Nosotros hemos elegido estar de parte del

que ama con amor sin medida y acoge al débil, al indefenso, al olvidado; hemos elegido

vivir largos momentos de abandono, de desierto, de meditación, de oración no

«rutinaria», para adquirir esa capacidad de amor incondicional. El secreto de la Palabra

espera ser descubierto por nosotros: «Ella es la perla preciosa, el tesoro escondido, para

cuya conquista es necesario vender todo. En la escucha silenciosa, la Palabra... aflora a

la conciencia y enciende allí el deseo irresistible de ordenar a su ritmo, percibido como

la armonía del destino personal, la propia realidad. Sin el despertar de este deseo, el

hombre se priva de su paso, de su cualidad esencial, y termina por perderse en las

confusiones del ambiente en que vive. La plegaria evangélica es el encuentro, en el

silencio, de nuestro misterio personal con el misterio divino, el reencuentro nuestra

verdad en Dios...

La crítica que la gente nos dirige es una sola: nos ocupamos demasiado del tiempo, del

mundo, y poco del espíritu; y por esto ya no nos distinguimos de cualquier colaborador

laico, cuando no lo tenemos sujeto con nuestro freno. Nosotros que servimos a la vida,

la creación (tratando de liberarla de las deformaciones de la pobreza, de la enfermedad,

del escepticismo y de la soledad) debemos poseerla. Una vida completa que late,

corpórea y espiritual, rica y disponible, capaz de prestaciones humanas y religiosas

útiles al otro y no sólo a nosotros mismos. Lo repetiré hasta la saciedad: la vida práctica,

activa, nuestra función, son importantes, pero no salvarán nuestra alma ni a la Orden, si

nosotros no dedicamos mucho de nuestro tiempo a enriquecer la vida interior, a cultivar

nuestras capacidades de amor, en la búsqueda de la unión personal con el principio de la

vida» (Vannucci).

40. Nuestra Orden ha recibido en herencia una grande y preciosa cultura del

trabajo: conocemos todos el valor y la utilidad del trabajo para nuestro equilibrio

biopersonal. Hoy nuestra actividad nos está apartando hacia funciones más directivas,

de guía: nos pone, si somos capaces, en condiciones de establecer relaciones humanas,

además de profesionales, que son una gran ayuda psíquica para nosotros y para los

enfermos.

A veces es escaso en nosotros el trabajo intelectual y el espiritual: si los olvidamos,

acabaremos por vaciar de significado nuestras actividades manuales y profesionales.

No mentir, no traicionar

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41. La mía os parecerá una provocación; pero debemos centrar más nuestra jornada

sobre el cultivo del espíritu y de la persona, revisando sin prejuicios nuestras actuales

tareas, de modo que se garantice a través de ellas la realización de nuestro carisma. En

efecto, como hombres, a través del trabajo, damos al mundo nuestra humanidad y de-

mostramos nuestra capacidad de amar. Como religiosos debemos expresar al mundo

indicaciones y también criticas, si es necesario; pero para hacer esto debemos conocer

«los impulsos de la humanidad actual, para afirmarlos y purificarlos». Y debemos

reavivar en nosotros la oración, llevándola a un nivel de madurez. Esto es posible si a la

cultura del trabajo manual y profesional sabemos juntar la del hombre y la de nuestra

civilización, además de aquella fundamental del Espíritu.

Sólo con esta condición nuestras comunidades se animarán y cada religioso, según las

propias experiencias y actitudes, podrá comprender el mundo en su autenticidad,

interpretar el profundo anhelo humano de dar un sentido a la vida, rechazando todo

modelo, según el famoso dicho: aprender de todos, no imitar a ninguno. También noso-

tros, por consiguiente, en espíritu de búsqueda, de verdad y amor, de autenticidad y

libertad, debemos reinventar nuestros modelos de vida religiosa, operativa, comunitaria,

social. Hagamos juntos este trabajo evitando las tentaciones de repetir modelos ya

superados (que es mentir) o de imitar esta o aquella Orden (que es traicionar la

coherencia con nuestros orígenes).

La apertura al Espíritu en nuestras comunidades

42. Nuestro abrirnos al Espíritu — se ha dicho — presupone un trabajo individual de

crecimiento humano, intelectual, religioso y una acción coherente con la realidad

específica de nuestras obras. Nuestro crecimiento comienza desde los años del

noviciado junto a nuestros hermanos, nuestros colaboradores y junto a los enfermos,

con los cuales nosotros estamos (o deberíamos estar) en perenne comunión. Comienza,

por consiguiente, en la comunidad religiosa, que hoy nos da quizá más angustias que

satisfacciones. Esto era menos cierto en un tiempo cuando la comunidad, como un gran

regazo materno, nos protegía, nos daba seguridad, aun mostrándose muy severa en

términos de prescripciones, prohibiciones e incluso obstáculos a nuestra realización

personal. Hoy algo ha cambiado: la comunidad de religiosos ya no es una entidad

totalizante, hay más espacio para las libertades personales, la función jerárquica se vive

de modo menos opresivo. Sin embargo, persiste una cierta desilusión en todos nosotros;

de vez en cuando esperamos que la comunidad debe corresponder mejor a nuestras

necesidades; quizá cultivamos el deseo infantil de ser amados por los otros, tal vez sin

merecerlo; quizá nuestra idea de la comunidad religiosa ha quedado bloqueada a mitad

de camino entre la nostalgia del pasado (o su total rechazo) y el impulso de abrirla al

Espíritu, además de a cada uno de los hermanos.

43. Creo que nos toca a nosotros reinventar nuestras comunidades, que no se

nos regalan en esta o aquella Casa. Nosotros hemos sido víctimas de un error: el de

pretender que el amor sea un don y no una conquista. Es bien cierto que en los

primeros años de nuestra vida, en la familia y en

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el colegio, nuestros padres, igual que nuestros superiores, nos han mostrado

frecuentemente un rostro sonriente, benévolo, acogedor: en el fondo, cada niño debe

recibir el amor gratuito de los adultos. Pero con el pasar de los años hemos experimen-

tado que amar y ser amados es una cosa increíblemente compleja, comprometida, cada

vez menos espontánea, siempre en suspenso, rica en experiencias contradictorias,

cuando no portadora de verdaderos y auténticos sufrimientos. La comunidad ha llegado

a ser antes o después para cada uno de nosotros, de algún modo, fuente de sufrimiento.

Podemos sentirnos en apuros para admitir la pesadez, la casi imposibilidad de crear una

comunidad rica en comprensión, en actividad, en confianza. Pero tenemos el deber de

buscar soluciones. En la comunidad de hoy son más evidentes los signos de desgaste, de

desconfianza, de incomprensión, también porque más que en el pasado es posible la

huída de la comunidad-comunión, de diversas formas: trabajando más, frecuentando es-

tudios, emprendiendo actividades sociales, viajando, reuniéndose para discutir, etc.

44. En términos humanos, la comunidad podría ser comparada a un grupo que se

constituye para alcanzar cierta meta. Es típico el equipo profesional que — una vez

logrado el objetivo — se disuelve y cada uno vuelve a sus ocupaciones. Nosotros somos

un grupo también en este sentido, pero no solamente en éste. También nosotros nos

reunimos para orar, para trabajar, para estudiar; pero esto aún no hace la comunidad-

comunión: frecuentemente, en efecto, nosotros deseamos la comunidad, pero al mismo

tiempo la huímos, quizá para evitar riesgos. Creo que sucede esto no por maldad, miedo

o escaso sentido de la religiosidad, sino más bien por el deseo de impedir el

aplastamiento del Yo personal en la vida comunitaria, de evitar la exploración afectiva

por parte de algunos hermanos no suficientemente maduros como personas y como

religiosos; en otras palabras, se tiene la convicción de que en comunidad no es posible

desarrollarse a sí mismos, crecer como personas y como religiosos, y que en comunidad

sobreviene solamente el empobrecimiento del Yo y su explotación.

45. Queridos hermanos, todo esto en parte es cierto; cuando en comunidad no se

tiene la sensación de ser respetados, de caminar juntos aún en la diversidad de las

personas, entonces se considera inútil participar en ella.

Pero la comunidad religiosa es algo más que un grupo, en cuanto que sus miembros

están juntos en el nombre deAlguien que les ha hecho encontrarse para realizar el ideal

de dar testimonio de su amor hacia el prójimo. Este ideal unas personas con una fuerte

identidad personal y religiosa, interesadas no en mendigar adulaciones o recono-

cimientos, sino en ofrecer su persona al diálogo real con el otro. Nosotros como

hombres, como cristianos y como religiosos, estamos llamados a la comunión. Como

afirma el Vaticano II, «la razón más alta de la dignidad del hombre consiste en su vo-

cación a la comunión con Dios» (GS, 19). No se trata de una simple actitud humana

hacia el diálogo y la disponibilidad, sino de un don que se nos ha desvelado y

comunicado en la palabra de Dios. La comunión es misterio, cuya participación es ofre-

cida al hombre; es «el proyecto de Dios que se actúa en la historia con el anuncio de la

fe, fundado sobre la comunión trinitaria» (CEI, Comunión y comunidad, documento

1981, n. 16). De ello se sigue que tanto la Iglesia en su ser comunidad, como las

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comunidades de Iglesia — como es nuestra comunidad religiosa — son siempre un

«icono» de la Santísima Trinidad, una manifestación del Padre, del Hijo y del Espíritu

Santo. La comunión testimonia el amor mismo de Dios, un amor puro y exigente.

46. Queridos hermanos, debemos reconocernos por lo que somos, con nuestras

luces y nuestras sombras, por lo que queremos conseguir a través de nuestra vida, y

después interrogarnos si somos «auténticos», además de con nosotros mismos, también

con nuestros hermanos. De otro modo, la comunidad no llega a ser comunión, lugar de

crecimiento y de intercambio, donde se encuentran personas vivas, de carne y hueso,

unidas en la diversidad de caracteres, de carismas y de formación, para dialogar

respetándose siempre, caminando juntas, aunque sea con misiones y tareas diferen-

ciadas. La comunidad no es el paraíso terrestre, sino un lugar necesario para el

crecimiento de todos a través del encuentro realmente fraterno en las intenciones y en

las formas, no cegado por las ilusiones o por nuestros deseos narcisistas.

47. La incomprensión y el conflicto en las comunidades muy frecuentemente

manifiestan el deseo de salir de la inmadurez, del conformismo, de la hipocresía de

ciertas reuniones celebradas sólo por deber y no porque son funcionales para nuestra

vida. Pero ¿cómo podemos hablar de amor si no poseemos la conciencia de nuestros

límites y de los de los otros, si no nos respetamos y si no respetamos al otro?

Seamos seres humanos, vivamos en comunidad no para replegarnos sobre nosotros

mismos, sino para crecer con cuantos tienden a nuestros mismos objetivos.

48. Nuestra principal preocupación, por consiguiente, debe estar dirigida a esta ya no

más eludible situación de malestar de la comunidad religiosa; situación que se afronta

no reforzando mecanismos ilusorios, sino redescubriendo la pasión originaria y original

del crecer juntos mediante el amor con que nos ha amado Cristo (Jn. 12, 14).

Nosotros podemos dar a cambio nuestro empeño por ser cristianos y religiosos cada vez

más auténticos, independientemente de las desviaciones y de los errores inevitables;

vigilándonos, pues, a nosotros mismos, y sin juzgar a los demás. Dice un poeta: «Juzgar

a una persona por su acción mezquina es como calcular la potencia del océano por su

ligera espuma». Mucho más autorizados el Evangelio y San Pablo, de los cuales os

invito a leer las citas concernientes. (cfr. Lc. 6, 37-38; Gal 5, 13-15).

49. De cuanto he dicho, resalta la importancia que asume para la identidad y eficacia

de nuestro carisma la formación de comunidades en las que actúen personas auténticas,

conscientes del hecho de que tales comunidades se construyen día a día entrando en

ellas con las propias energías y con las propias debilidades, con la propia experiencia y

con el deseo de permanecer unidos en el nombre de Jesús, porque en tal caso El está

presente (Mateo, 18, 20).

Nuestra hospitalidad podrá cambiar, surgirán nuevas obras, otras podrán y deberán

extinguirse. No es esto lo que preocupa, sino más bien el hecho de que sean

protagonistas del futuro comunidades verdaderamente renovadas.

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III

NUESTBA APERTURA AL TIEMPO

Y AL HOMBRE

50. Si tuviera que expresaros completamente mi pensamiento sobre este tema,

necesitaría otro espacio bien distinto. Los cambios sucedidos en estos últimos decenios

en el campo de la salud y, más en general, en los de las necesidades y sufrimientos de la

humanidad, con innegables progresos pero también con imprevisibles paradas y

cambios de dirección, son tan numerosos y desconcertantes que requerirían una

reflexión de por sí. Aquí pueden ser suficientes algunas notas, unidas a alguna pro-

puesta, que nos estimulen a las necesarias aperturas al Tiempo yal Hombre sin

abandonar nunca la apertura (central) al Espíritu.

Un Tiempo diverso, un Hombre diverso

51. Una primera reflexión concierne a la humanidad de hoy: somos todos

conscientes de que ella ha sido sorprendida por la rapidez de las transformaciones y

estímulos que han interesado las ideologías, la economía y la política, provocando

auténticas «revoluciones» dentro del alma humana. «Un mundo diverso invade el

mundo conocido, y este mundo es tan imprevisible que hace del todo insignificantes las

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previsiones de la vida ordinaria. En este mundo diverso existe el misterio de todos los

fundamentos de la vida». (W.B. Kristensen).

En este mundo diverso nace el hombre diverso de nuestro tiempo, que una vez más se

bate entre las exigencias divinas y las del mal, como nos enseña la historia. En este

mundo diverso nosotros debemos-queremos vivir, nosotros debemos-podemos actuar.

Pero nuestra acción resultará eficaz sólo si poseemos la fuerza interior y la conciencia

de que la humanidad tiene necesidad de testigos de la verdad, de guías morales además

de operativos, de anticipadores con coraje. Nos lo recuerda Pablo VI con fuerza

inigualable: «El hombre contemporáneo escucha más gustosamente a los testigos que a

los maestros, o si escucha a los maestros lo hace porque son testigos. S. Pedro

expresaba bien esto cuando describía (1 Ped. 3, 1) el espectáculo de una vida recatada

que conquistaba sin necesidad de palabras a los rebeldes a la Palabra» (Evangelii Nun-

tiandi, n. 41).

52. Este empeño personal que hace avanzar a la humanidad pone al hombre de

nuestro tiempo en una condición nueva, quizá la más nueva y perturbadora desde su

aparición cotidianamente enfrentado con realidades que lo manipulan y lo alejan del

«centro» vital del espíritu, de aquel Dios por quien él ha sido creado «a imagen y

semejanza». Quien no es capaz de recoger el desafío de esta soledad, resulta presa de las

modas del tiempo, se arroja a actividades frenéticas, se retuerce, se dispersa, ofuscando

su identidad, perdiendo en definitiva su libertad.

Guardianes y artífices del bienestar de la gente

53. Hoy más que ayer son, por consiguiente, necesarias al hombre la libertad de

pensamiento personal, la riqueza del corazón y una nueva y más coherente operatividad.

Y todo esto ¿qué relación tiene con nuestra vida de religiosos hospitalarios? Una

relación muy estrecha en cuanto que nosotros debemos asirnos mucho más a nuestro Yo

interior, a nuestra libertad, a la fuerza de nuestros sentimientos si queremos actuar de

modo coherente en favor de la humanidad de nuestro tiempo.

Frecuentemente se ha alimentado en nosotros un vicio mental, anticristiano: el hábito de

vivir con la enfermedad, la incomodidad, el sufrimiento de nuestros pacientes nos ha

hecho olvidar el verdadero objetivo, que es el de garantizarles, también a través de la

actividad sanitaria en sentido estricto, el máximo de bienestar posible. Nosotros no

somos solamente distribuidores de medicinas, o reparadores de cuerpos, sino también y

sobre indo guardianes y, por nuestra parte, artífices en muchos casos del bienestar de la

gente que se dirige a nosotros cargada de necesidades y motivaciones nuevas e incluso

conmovedoras para nosotros, habituados a una visión esquemática y reductiva en

nuestra acción.

54. Nuestra apertura al Tiempo y al Hombre nos debe comprometer no sólo

profesionalmente, sino también personalmente y culturalmente en la búsqueda de este

hombre de hoy, diverso del de ayer. Es precisamente de este hombre de quien nosotros

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queremos huir cuando decimos que en la rica sociedad capitalista no hay ya lugar para

los hermanos de San Juan de Dios. Como si ser ricos equivaliese a tenerla llave de la

felicidad, de la salud, del bienestar. El bienestar no se confunde con el «bien-tener».

Advertimos la gran tentación de abandonar a sí mismo a este hombre occidental que con

gran esfuerzo trata de emanciparse de la pobreza, de la superstición, de tradiciones

absurdamente obligatorias, para encontrar un propio equilibrio nuevo para proponerlo al

resto de la humanidad; y abandonarlo precisamente mientras vive la vulnerabilidad de

su condición de buscador de nuevos caminos. ¿Acaso no es también hijo de Dios,

llamado a la salvación, y comprometido frecuentemente en ayudar a los hermanos que

sufren por la carencia de alimento, medicinas, viviendas?

55. Ciertamente el hombre técnico actual no ha resuelto del todo sus problemas: es

más libre, más responsable, más activo, pero paga todo esto con una mayor fragilidad de

los lazos afectivos, mientras la misma innovación tecnológica lo expone más a los

riesgos de la desocupación, de la movilidad en el trabajo, de la pérdida del rango social,

de la soledad y del anonimato, sobre todo dentro de los grandes aglomerados urbanos.

Paga, en definitiva, este progreso con un difuso malestar de la persona que se manifiesta

en la búsqueda frenética de diversión, de evasión, de psicofármacos, para encontrar un

mínimo de serenidad.

56. Una de las aspiraciones prevalentes del hombre, al menos en la cultura

occidental e industrial, es la aspiración a la autonomía, es decir, a una condición en la

que, cada vez menos condicionado por la tradición, pueda experimentarse a sí mismo,

vivir en plenitud sus dimensiones, ser cada vez más libre. Esta sed de autonomía, de

verdad sobre sí mismo y sobre los demás, en otras palabras, de autenticidad, representa,

sobre todo para nosotros los religiosos, el aspecto más traumatizante, más duro de

aceptar. Efectivamente, nos inclinamos a condenarlo, también porque su

comportamiento va acompañado a veces de impulsos amorales, de sed de placeres, de

negación de lo trascendente, de perturbaciones en las relaciones familiares y sociales.

Sin embargo, el impulso a la emancipación, a la búsqueda y a la asunción de

responsabilidades personales por parte del hombre de nuestro tiempo no es sólo

expresión de rebelión, sino también de autenticidad, de compromiso. Después de siglos

en los que pocos hombres poderosos han dominado las conciencias y las expresiones de

las masas, la humanidad trata de configurarse el propio destino según modelos internos

más que externos: y esto de por sí es un bien, no un mal. El hombre que quiere hacerse

libre, auténtico, responsable, busca dentro de sí, además de fuera, los recursos

principales para realizarse en estas direcciones. Y no tolera muy fácilmente las

imposiciones, los códigos morales abstractos y no suficientemente motivados, la

esclavitud de la costumbre y de la tradición.

Al mismo tiempo, el ejercicio de la propia autonomía lo expone inevitablemente a

errores y desviaciones, a momentos de angustia a pesar de las conquistas obtenidas en el

plano material. Y esto porque e] hombre no es sólo lo que tiene, sino sobre todo, lo que

es.

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57. Dice un proverbio chino que «el hombre rico siempre tiene miedo». Y lo tiene

sobre todo cuando se enferma. Quizás el hombre más en crisis hoy es el que entra en

nuestros hospitales. De esta crisis, con nuestra ayuda y la de Dios, el puede renacer a

una vida nueva, más integrada, más orientada al bien de la familia y de los hermanos,

más cristiana y humana. Me viene a la mente este pensamiento de un conocido

sacerdote escritor, A. Pronzato, a propósito de la parábola del sembrador: «El

sembrador no escoge el terreno, no decide cuál es el terreno bueno y cuál el

desfavorable, el apropiado y el menos apropiado, aquél del que se puede esperar algo y

aquél por el cual no merece la pena trabajar. El terreno se manifiesta por lo que es

después de la siembra, no antes. Si todos los que anuncian la Palabra recordasen

esto... Nuestra tarea no está en clasificar los diversos tipos de terreno, ni en trazar el

mapa de las posibilidades (una tentación siempre presente). Nosotros debemos probar

todos los terrenos. Debemos arriesgar la Palabra por todas partes. Quisiera decir que

debemos aprender a gastar la semilla. Aprender a realizar numerosos gestos inútiles».

Sin olvidar que la semilla puede transformar el terreno.

Entrar en el templo del tiempo

y del hombre contemporáneo

58. Dedicarse a nuestros hermanos y al Hombre contemporáneo no es perder

tiempo si tenemos la cultura y la fuerza necesarias. Ayudar a los hambrientos y vestir a

los desnudos son obras meritorias, igual que asistir a quien — encerrado en su egoísmo

— es incapaz de compartir con los demás los bienes materiales y morales. Pobre es todo

hombre que ha perdido el equilibrio psico-físico y la esperanza en una vida más rica en

todos los sentidos; quien se acerca al misterio de la muerte o, aunque sólo sea

temporalmente, se ve obligado a separarse de los afectos familiares, de los deberes

laborales, de las relaciones sociales. Si es noble la opción misionera, no lo es menos la

de quien se decide a estar con el Hombre del «progreso» y con sus obras, en estas

realidades avanzadas donde están más difundidas la indiferencia y la insensibilidad,

humana y espiritual, hacia el hombre. Un hambriento, un desnudo, un minusválido es

mucho más visible que quien, acomodado, no tiene necesidad tanto de alimento, vestido

o custodia, cuanto de esperanza, de atención, de respeto, de identificación. El pan

psíquico y espiritual es un pan menos visible, pero igualmente útil al enfermo, aunque

sea más difícil de suministrar.

59. Queridos hermanos, cuidémonos de los complejos de superioridad o de

inferioridad producidos en nosotros por el color de la piel o el tamaño del portafolio de

nuestros asistidos. Cuidémonos del prejuicio según el cual las necesidades del hombre

son solamente de carácter económico-material-científico, afrontables de modo técnico y

basta. Así no se hace justicia a la complejidad y a la riqueza del Hombre

contemporáneo, ni a la esencia de nuestra vocación; es más, puede ser un pretexto para

sustraernos a la asunción de nuevas y comprometidas actitudes orientadas no a nuestras

necesidades (de poder, de prestigio, de rápida respuesta del enfermo a nuestras

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intervenciones materiales) sino a las de la persona a nosotros confiada. A esta persona

más libre, más emancipada, más despierta y más sola debe dirigírsele una atención

diversa, si queremos responder realmente a sus necesidades y respetar los significados

más profundos de su estilo de vida. Nuestro carisma, que tiene una riqueza increíble, no

sufre ni sufrirá jamás la falta de destinatarios: puede ser ejercido en todo lugar habitado

por el hombre, el cual tendrá siempre en el alma el deseo de un alimento no sólo

biológico. Nuestro Carisma nos invita, pues, a entrar en el Templo del Hombre concreto

de hoy. Nos advierte también que debemos cambiar a medida del Tiempo y del Hombre,

sin garantizarnos que tal cambio sea sin dolor. Quizás es más fácil afrontar los riesgos

de la sabana o del desierto que anunciar nuestro Carisma a gente instruida, con facul-

tades críticas notables, pero con necesidades nuevas que se han de satisfacer.

60. «En el ambiente tecnificado y consumista de la sociedad moderna en la cual se

descubren cada día nuevas formas de marginación y de sufrimiento nuestro apostolado

hospitalario es plenamente actual». Lo leemos en nuestras Constituciones. Somos

nosotros, queridos hermanos, los que corremos el riesgo de no ser actuales si no fijamos

la mirada sobre las marginaciones y sobre los sufrimientos del hombre contemporáneo.

Aliémonos, por consiguiente, con cuantos — también colaboradores laicos — quieren

crecer junto a nosotros y a menudo caminan delante de nosotros. Juntos responderemos

mejor a nuestra llamada, a nuestra misión, conscientes de que ella exige hoy una

nueva cultura del Hombre, del Tiempo y de la Vida, un esfuerzo de búsqueda y de

experimentación que quizá jamás nuestra Orden ha debido afrontar tan urgentemente.

Esta visión del Hombre puede parecer demasiado espiritual y poco técnica, pero

seguramente está línea con las Constituciones y con el Espíritu que las anima. En ellas

encontramos, efectivamente, el impulso para realizar nuestro apostolado como

religiosos «nuevos», actuales, genuinos, en favor del hombre al que siempre debemos

mirar. «Himalaya está en todas partes, nuestro verdadero maestro es cada hombre y

cada mujer que sufre» (Gandhi).

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IV

NUESTRA FUNCION EN LA ORDEN

61. Lo que he dicho a propósito del religioso en particular y de la comunidad, se

puede aplicar también a nuestra Orden. La búsqueda de las necesidades del hombre

contemporáneo, la ubicación de nuestras Obras, la capacidad de proyectar actividades

que respondan cada vez más a las exigencias de la sociedad afectan a la trama conexiva

de la Institución. También ella debe cambiar para vivir en la actualidad y en el futuro. Y

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debe cambiar — como en parte ya está sucediendo — en dirección a una unión cada vez

mayor entre casas y Provincias, entre Provincias y Gobierno Central, entre este último y

la periferia.

Unidad en la autonomía

62. Frecuentemente, a nivel individual y de comunidad, vivimos con cierto desagrado

las invitaciones que, desde hace ya tiempo, viene haciendo el Consejo General a

establecer una relación, cada vez más estrecha, entre las diversas componentes de

nuestra Institución. La falta o la insuficiencia de tal conexión, contraproducente para

nosotros y para las relaciones con los colaboradores laicos, no depende de la distancia

geográfica entre cada una de las Casas y la Provincia, o entre ésta y el Centro, sino más

bien de una escasa percepción de la complejidad y de la riqueza de nuestra misma

Institución. Extraño: en una época en que se viaja con extrema facilidad de un

continente a otro y se dispone de informaciones en tiempos rapidísimos, nos cuesta aún

comportarnos como un cuerpo único, bien articulado en sus estructuras.

No podemos, no debemos recibir con sospecha las iniciativas que tienden a favorecer

nuestra unión. Al contrario, es absurdo pensar resolver nuestros problemas de gobierno,

de vida interior, de respuesta a las necesidades del enfermo, de gestión económica y de

programación sin un fuerte espíritu de comunión tanto a nivel horizontal como vertical.

63. En estos últimos años la Orden ha hecho un esfuerzo notable en esta

dirección: pero aún no basta, no hemos llegado aún a un nivel satisfactorio. Todos

nosotros debemos sentirnos obligados a pensar soluciones nuevas al problema en un

clima de mayor confianza recíproca y de colaboración por parte de todos. La distancia y

las diferencias sociales y culturales que nos caracterizan no deben convertirse en una

excusa de nuestro desinterés, ¡como si el Centro no formase parte de la Orden! Queridos

hermanos, cuando el Prior General os invita a vivir intensamente vuestra función,

cuando insiste en la necesidad de la sintonía entre cada uno de vosotros y la Provincia,

entre cada una de las Provincias — también entre vosotros — y el Centro, no pretende

quitaros autonomía, tiempo, recursos, sino realizar aquel intercambio, por otra parte

previsto por las nuevas Constituciones, que nos permite a nosotros y a vosotros crecer a

todas los niveles, favorecer decisiones más sabias. La autonomía no debe convertirse en

autarquía, por ningún motivo; la unidad en la autonomía es, por consiguiente, un

proyecto que no podemos olvidar. La tarea más desagradable para un Superior General

es la de tener que obligar a uno de sus hermanos a hacer lo que se hace. Es

verdaderamente doloroso constatar la pereza de ciertas Provincias no sólo frente a las

indicaciones del Gobierno Central, sino también frente a resoluciones tomadas en la

propia Casa: de palabra nos manifestamos disponibles y después, de hecho, o no

trabajamos o trabajamos desunidos, cuando no incluso enfrentados. Al Prior General no

le molesta la diversidad de opiniones: surge una inestimable riqueza al considerar un

problema de modo diverso. Lo que, en cambio, empobrece es la falta de discusión, la

falsa obediencia, el espíritu de prevaricación, el miedo de perder autonomía.

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64. Si queremos prepararnos al 2000 en plena coherencia con nuestro carisma de

la Hospitalidad, no podemos renunciar a un mayor acercamiento, humano y espiritual,

entre nosotros, entre Periferia y Centro, entre cercanos y lejanos. Ninguno de nosotros

puede considerarse superior a otro, ninguno puede sentirse más situado que otro. En el

ejercicio de nuestras funciones todos somos importantes, todos somos útiles,

independientemente de la función actual, de la edad, de la nacionalidad de proveniencia

o de aquella donde trabajamos. Y seremos aún más útiles, más testigos, más conciencia

crítica, más guía, más innovadores si nuestros recursos, nuestros corazones, nuestras

inteligencias, nuestra espiritualidad confluyen hacia proyectos de vida compartidos,

transparentes, participados.

65. Nuestra Orden debe caracterizarse por una visión verdaderamente

comunitaria, por lazos más sinceros y leales, por programas inspirados por un genuino

sentido de pertenencia. El mundo se asombra cuando ve hermanos desunidos, bloquea-

dos en la auténtica comunión por celos y envidias infantiles, porque se espera de

nosotros, además del testimonio auténtico del amor cristiano, una disposición para el

perdón, la tolerancia, la alianza entre nosotros. Uno de los grandes miedos de nuestro

tiempo, el miedo atómico, está producido por la astucia, por la prepotencia, por la

convicción de estar de la parte justa, por la discordia continuamente alimentada y jamás

resuelta en un espíritu de diá1ogo. Somos nosotros mismos quienes, desde nuestro

interior, todos juntos, debemos encontrar, la manera de testimoniar al Mundo la ca-

pacidad de encontrar el entendimiento, de soportar las diferencias, de echar un velo

sobre las ofensas recibidas. Saber perdonar es indispensable para construir la unidad,

para dar lugar a la crítica no destructiva, en el respeto y en el amor recíproco. Vuestro

Prior General os pide ser generosos hacia las inevitables debilidades humanas, para

contribuir a la construcción de una Orden más unida y abierta.

Testigos y guías morales para nuestros colaboradores

66. Sobre este aspecto de nuestra vida religiosa he dicho ya mucho en estos

últimos años. Sin embargo, prefiero repetirme, porque nuestro futuro dependerá mucho

de lo que logremos hacer frente a nuestros cada vez más numerosos colaboradores.

Nuestra función ha sufrido y sufrirá ulteriores cambios radicales: está en nosotros el

anticiparlos, inventarlos a la luz de nuestro carisma y de los signos de los tiempos.

Sobre un punto quiero ser rápidamente claro: quien entra en los Hermanos de San Juan

de Dios no lo hace por una elección profesional, sino por una vocación interior. Y aun

cuando nuestras Obras preven, dentro de la elección espiritual, un puesto de trabajo

profesional, para nuestros futuros religiosos la formación directiva es secundaria:ellos

no han entrado en la Orden para dirigir. Aunque se adquiere el conocimiento del arte

de dirigir, la preparación cultural, religiosa y profesional no debe ser la de quien

ocupará puestos de mando, porque tenemos la fortuna de tener colaboradores laicos

especializados en esta tareas específicas, que han empleado en ello más tiempo e inte-

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ligencia. Algún religioso, en determinados momentos y lugares, podrá también asumir

funciones directivas y de gestión, pero ésta no es nuestra meta final, es una fase

transitoria y contingente. Hemos perdido demasiado tiempo en impedir el crecimiento y

la inserción en funciones directivas de nuestros colaboradores laicos: ¡ha llegado el mo-

mento de cambiar!

67. Estoy convencido de que San Juan de Dios hoy no crearía nuevos Hospitales,

ni se pondría a dirigirlos, sino que dedicaría su esfuerzo a formar hombres, a crear en el

laicado mentes y corazones capaces de asegurar a nuestras Obras aquel clima

profesional, humano y administrativo que frecuentemente falta. Lo repito: nosotros no

llegamos a ser religiosos, Priores, Provinciales, Generales para ser ‘managers’, sino

para testimoniar, para orientar, para formar a nuestros colaboradores para la misión

de atender de forma integral al enfermo, al necesitado. Ya en algunas Provincias de la

Orden la función de coordinador de la comunidad ha sido separada de la de director

administrativo del Hospital.

Debemos continuar en este camino, cambiando ante todo nuestro ánimo. Ciertamente es

más gratificante, en una óptica puramente humana, administrar el poder por el poder

que no dirigir un servicio en una posición de guía moral, dejando la dirección técnica a

colaboradores laicos — que casi siempre lo saben hacer mejor — oportunamente

elegidos y formados permanentemente. Pero la gran tarea que nos espera en el futuro

próximo es precisamente ésta: ser, dentro de nuestras Obras, guía moral, es decir,

conciencia vigilante y, si es necesario, crítica, a fin de que nuestros colaboradores se

alíen con nosotros en el servicio al enfermo. Es una opción decisiva que no podemos

postergar más, que nos costará notable esfuerzo, quizás incluso la pérdida de prestigio

en algún caso, pero permitirá que nuestras Obras funcionen mejor incluso bajo el

aspecto administrativo. Más concretamente, nuestro colaborador debe convertirse en

objeto-sujeto de nuestras atenciones, como lo es el enfermo; debemos identificar y

comprender sus necesidades y sufrimientos, provocados quizá por nosotros. De este

modo creamos en el Hospital aquella «ecclesia» que de palabra todos queremos, pero

que en realidad tememos.

68. Sin embargo, la función de guía moral no se improvisa. Se proyecta, programa

y actúa según criterios de honestidad moral, en armonía con las características de

nuestros Obras.

Para comunicar nuestra humanidad y nuestra pasión por el enfermo a los colaboradores

debemos poseer esta pasión, no la de la silla de mando. Asumir una función de guía

comporta una crisis de identidad para muchos de nosotros, habituados sobre todo a

actuar en primera persona. El tiempo de los «fac-totum» se acabó, es necesario concen-

trarse en tareas primarias que nuestra opción vocacional nos impone. De aquí la

necesidad de un estudio y una búsqueda continuos para traducir en orientaciones

concretas los ámbitos de comportamiento donde desarrollar las funciones de guía mo-

ral, de animación y de conciencia crítica frente a nosotros mismos, los colaboradores y

el mundo. Esto nos permitirá valorar mejor nuestra relación con los demás, llegar a una

alianza auténtica, eliminar toda sombra de contraposición, de sospecha y desconfianza.

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69. Nuestros colaboradores son en la gran mayoría laicos. Desde el Vaticano II hasta

hoy se

ha descubierto y valorado la función singular de los laicos en la Iglesia y lo «específico»

que los distingue, la secularidad.

Del documento preparatorio para el Sínodo de los Obispos de 1987, sobre el tema:

«Identidad y misión de los laicos en la Iglesia», señalaré alguna referencia

particularmente útil para nuestra correcta relación con los colaboradores. Según el Con-

cilio Vaticano II, la función eclesial de los laicos está inseparablemente ligada a su

vocación bautismal y a su condición secular.

En cuanto bautizados, son a título pleno fieles incorporados a Cristo y a la Iglesia. Y su

inserción en las realidades temporales y terrenas, o sea su «secularidad», es un dato

teológico, es la modalidad característica según la cual ellos viven la vocación cristiana.

70. Los laicos poseen una única e indivisa «identidad», en cuanto son a la vez

miembros de la Iglesia y miembros de la sociedad. De su peculiar condición se deriva

coherentemente su participación en la misión salvífica de la Iglesia: en cuanto

bautizados, pueden y deben vivir su responsabilidad apostólica no sólo en las realidades

temporales y terrenas, sino también en las propiamente eclesiales; en virtud de su

específica condición secularestán habilitados y comprometidos como cristianos no sólo

en el ámbito de la Iglesia, sino también y propiamente en el del mundo y el de sus

estructuras y realidades. Lo afirma claramente el Concilio Vaticano II en la

«Apostolicam Actuositatem»: «La obra redentora de Cristo, aunque de suyo se refiere a

la salvación de los hombres, se propone también la restauración de todo el orden tem-

poral. Por ello, la misión de la Iglesia no es sólo ofrecer a los hombres el mensaje y la

gracia de Cristo, sino también el impregnar y perfeccionar todo el orden temporal con el

espíritu evangélico. Los laicos, por tanto, al realizar esta misión de la Iglesia, ejercen su

propio apostolado tanto en la Iglesia como en el mundo, lo mismo en el orden espiritual

que en el temporal; órdenes ambos que, aunque distintos, están íntimamente

relacionados en el único propósito de Dios, que lo que Dios quiere es hacer de todo el

mundo una nueva creación en Cristo, incoativamente aquí en la tierra, plenamente en el

último día. El laico, que es al mismo tiempo fiel y ciudadano, debe guiarse, en uno y

otro orden, siempre y solamente por su conciencia cristiana» (AA, 5).

71. En la misión salvífica de la iglesia frente a las realidades temporales y

terrenas — que es misión de toda la iglesia y, por consiguiente, también de los pastores

— los laicos en virtud de su típica secularidad tienen un puesto original e

insustituible: «A los laicos corresponde asumir como tarea propia la instauración del

orden temporal y trabajar directamente y de modo concreto en ello, guiados por la luz

del Evangelio y por el pensamiento de la Iglesia y movidos por la caridad

cristiana; como ciudadanos cooperar con los demás ciudadanos según su competencia

específica y bajo la propia responsabilidad; buscar en todas partes y en todo la justicia

del reino de Dios».

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Pablo VI en la exhortación apostólica «Evangelii nuntiandi» escribe de los laicos: «El

campo propio de su actividad evangelizadora es el amplio y complicado mundo de la

política, de la realidad social, de la economía; igualmente el de la cultura, de las ciencias

y las artes, de la vida internacional, de los medios de comunicación social; y también de

otras realidades particularmente abiertas a la evangelización, como el amor, la familia,

la educación de los niños y adolescentes, el trabajo profesional, el sufrimiento. Cuantos

más laicos haya penetrados de espíritu evangélico, responsables de estas realidades y

explícitamente comprometidos en ellas, competentes, en su promoción y conscientes de

tener que desarrollar toda su capacidad cristiana frecuentemente mantenida oculta y

sofocada, tanto más estas realidades, sin perder ni sacrificar nada de su coeficiente

humano, sino manifestando una dimensión trascendente frecuentemente desconocida, se

pondrán al servicio de la edificación del reino de Dios y, por consiguiente, de la

salvación en Jesucristo (EN, 70).

72. La presencia de los laicos cristianos en el mundo debe ser valiente y

profética y podrá asumir diversas formas de testimonio acompañado siempre por el

discernimiento evangélico. En efecto, como advierten S. Juan yS. Pablo, el mundo es

una realidad en la que coexisten el bien y el mal, y que requiere un trabajo de

discernimiento y de libre opción.

Debe ser reconocida, entonces, y promovida dentro de y para el pueblo de Dios

la responsabilidad de todos y cada uno, por consiguiente, también la de los fieles laicos.

Para definir de modo preciso tanto la legitimidad como la determinación concreta de los

ministerios confiados a los laicos, Pablo VI invitaba a releer la historia de la Iglesia y

a estar atentos a las necesidades actuales: «Una mirada a los origines de la Iglesia es

muy esclarecedora y aporta el beneficio de una experiencia en materia de ministerios,

experiencia tanto más válida en cuanto que ha permitido a la Iglesia consolidarse, crecer

y extenderse. No obstante, esta atención a las fuentes debe ser completada con otra: la

atención a las necesidades actuales de la humanidad y de la Iglesia. Beber en estas

fuentes siempre inspiradoras, no sacrificar nada de estos valores y saber adaptarse a las

exigencias y a las necesidades actuales, tales son los ejes que permitirán buscar con

sabiduría y poner en claro los ministerios que necesita la Iglesia y que muchos de sus

miembros querrán abrazar para la mayor vitalidad de la comunidad eclesial» (EN, 73).

73. Cada subrayado merecería un comentario y una puntualización en

relación a nuestra función de guío moral y de compañeros de trabajo en el edificar la

Iglesia y, en ella, el reino de Dios.

En seguida es evidente que los laicos, con los que tenemos una relación de

colaboración, no sólo son profesionalmente cualificados, sino que tienen una valía

apostólica: también ellos son «edificadores de la Iglesia», en el sentido de que la Iglesia

crece cada día gracias a nuestro carisma de religiosos y gracias a los dones-ministerios

propios de los laicos.

La meta ideal para nosotros sería ver a nuestros 40.000 colaboradores sintonizados en

nuestra longitud de onda, aun en la diversidad de la tarea profesional. Nuestros

Hospitales cambiarían como por encanto: no habría ya más cargos o “poltronas” que

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defender con los dientes, ni serían ya necesarios ciertos controles penosos y pedantes,

sustituidos por el autocontrol. Debemos también reconocer que, en muchas Obras,

nuestros colaboradores van mucho más por delante que nosotros, y no sólo

profesionalmente. Por lo tanto, debemos abrirles nuestro corazón, presentarles nuestras

dificultades, nuestros problemas y nuestras esperanzas.

Con ellos podemos-debemos aliarnos: muchos de ellos esperan sólo una señal nuestra

para darnos una mano, para ayudarnos, para aliarse con nosotros y no por interés

personal o para obtener favores, sino porque se dan cuenta de que juntos se puede hacer

más y mejor.

74. Aprendamos, pues, de los colaboradores más cercanos a nuestro carisma,

dialoguemos con ellos, intercambiemos con ellos la experiencia de las vicisitudes

profesionales y personales: sólo así juntos podremos trabajar por el interés exclusivo de

los enfermos. En el esfuerzo de formación para esta nueva función de apoyo y de

guía os apoyarán y os iluminarán el Consejo General y los Provinciales; pero dejaos

inspirar y ayudar también por los colaboradores laicos «puros de corazón», interesados

en la creación del «Hospitium pietatis» del que se ha hablado. Mis queridos hermanos,

sé que a alguno de vosotros os estoy pidiendo un gran sacrificio. No siendo

contemplativos, en un cierto sentido estamos obligados a dividirnos en el mismo día en

funciones activas y contemplativas. Si queremos no solamente permanecer en los

Hospitales, sino llevar la luz de lo divino al enfermo, debemos preocuparnos de hacer

encender otras luces, aquellas que poseen nuestros colaboradores, quizás opacas por un

velo de pereza, de costumbre y de fatalismo. Saber quitar estos velos, con discreción

pero con confianza en los colaboradores y en nosotros mismos, entra en la función

de guío moral, que debemos asumir para permanecer en línea con nuestra opción de

vida.

Cuestión ética y función de conciencia crítica de los Hermanos de San Juan de Dios

75. El fin del siglo XX nos sorprende con una exigencia de ética que proviene

precisamente de los ambientes culturales que parecían ya irremediablemente

desenganchados de la referencia a valores y normas. Se abre camino una fuerte con-

ciencia de que la técnica no basta. Precisamente

el éxito de esta última, poniendo en mano del hombre posibilidades antes impensables

(división del átomo e intervención sobre la estructura genética de la célula viviente), ha

abierto el nuevo frente de demanda.

La estructura íntima de la exigencia contemporánea de ética es familiar al creyente,

porque tiene un ritmo idéntico al de la moral que se deriva de la Palabra revelada. Esta

última converge estructuralmente sobre dos polos: el de lafidelidad y el de

la responsabilidad. El cristiano, en su acción moral, quiere esencialmente ser fiel a

Cristo, en cuanto reconoce en su persona al Hijo de Dios y al Hermano universal, y

responsable frente a las exigencias concretas que la historia dirige a su vocación.

También la ética, de la que se siente hoy una nostalgia difusa, nace en torno a la

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fidelidad y a la responsabilidad. Se pregunta, en efecto, bajo qué condiciones el hombre

continúa aún siendo hombre.

Los interrogantes antropológicos son particularmente fuertes en el campo bio-médico;

en la prolongación artificial de la vida, en las tecnologías aplicadas a la reproducción, en

la manipulación farmacológica del comportamiento y en la praxis psiquiátrica, en el uso

de los individuos para la investigación y la experimentación, en las manipulaciones

genéticas. Se advierte un sentido del límite, más allá del cual se traiciona al hombre.

76. Bajo el aspecto de la responsabilidad, la cuestión ética exige que se interrogue

sobre la calidad moral de la acción, refiriéndola no sólo al modelo del hombre al que se

quiere permanecer fieles, sino también al proyecto de un futuro. La primera exigencia,

obviamente, es, por cuanto depende del hombre, que exista futuro. El filósofo Hans

Jonas ha reformulado el imperativo kantiano para la acción moral en estos términos:

«Obra de tal modo que las consecuencias de tu acción sean compatibles con la

supervivencia de una vida verdaderamente humana sobre la tierra». Hoy estamos en

capacidad de destruir tanto la vida, como la calidad humana de la vida. La exigencia

ética se identifica con la asunción de la propia responsabilidad, renunciando a las

delegaciones y al papel de espectadores marginales del proceso histórico. Ser sujeto y

ser protagonista son dos exigencias equivalentes.

La doble exigencia de fidelidad y de responsabilidad hace afín la exigencia ética del

hombre contemporáneo, aun en la diversidad, a aquella de quien en su acción moral se

inspira en la fe en Jesús de Nazaret.

77. La fe no proporciona al cristiano o al religioso un territorio privilegiado o

protegido, al abrigo de las agresiones que todos los hombres sufren por el hecho de vivir

en el tiempo y en el espacio. Lo experimentamos en el campo de la sanidad, en el cual

se desarrolla de modo privilegiado nuestro compromiso evangélico y humanitario. Nos

alegramos ciertamente por la exigencia de ética, que pone en crisis el modelo de

medicina «científica», es decir, positivista, que pretendía estar dispensada de la tarea de

plantearse problemas de orden antropológico y ético. Sobre todo allí donde está en

juego la salud, como coágulo de valores que afectan al hombre en su totalidad, el simple

respeto de las reglas de procedimiento no basta (se podría, a modo de ilustración,

recurrir al ejemplo, propuesto por Kant, del médico y del envenenador: las

prescripciones del médico, para curar al paciente, y del envenenador, para matar a un

hombre, son las mismas... El saber cómo hacer — to know how — no responde a la

exigencia de la ética, que tiene que ver con el «reino de los fines».

78. Mientras nuestros contemporáneos revalorizan la ética en el ámbito de las

ciencias de la vida y de la salud, nos damos cuenta de que nosotros, en cuanto creyentes

y religiosos, no estamos en capacidad de dar «la» respuesta. Somos orgullosamente

conscientes de que la fe en Cristo nos ofrece un estímulo creativo para buscar, junto a

los demás hombres, creyentes o no, reglas de conducta fiel y responsable. Pero,

precisamente por la trascendencia de la fe, no tenemos un modelo histórico concreto que

proponer (¡tanto menos imponerlo!). El pasado puede depositarse sobre nosotros como

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polvo, o quizá también como una costra. Para el Vaticano II, los creyentes tienen una

cierta responsabilidad en el ateísmo, causado por una presentación inadecuada de la

doctrina y por los defectos de la propia vida religiosa, moral y social. (cfr. Gaudium et

spes, 19). Algo análogo puede verificarse respecto al «contratestimonio» en el plano de

la ética (falta de respeto por la conciencia ajena, instrumentalización de los cuidados del

cuerpo en vista de las preocupaciones espirituales, preferencia dada a la “ley del

sábado” — reglas morales — más que al hombre concreto.

Una nueva situación de diálogo se ha creado en el campo de la ética: el humanista está

llamado a participar en él con su «fe» (que es por lo menos fe en el hombre; fe en que el

hombre es la medicina para al hombre...); el religioso está llamado a participar en é1

con la «buena voluntad». Esta inversión de los papeles tradicionalmente atribuidos al

uno y al otro es índice de la revolución operada en la ética, pero también del camino en

el interior de la conciencia cristiana, sobre todo después de la reflexión conciliar sobre

la teología de la Iglesia y de la Historia.

79. Ya he señalado al comienzo del documento que además de ser

testigos y guías morales, debemos también intervenir críticamente en el mundo de la

Sanidad. No basta, en efecto, trabajar duramente en nuestros Hospitales, es necesario

dedicar tiempo al estudio de los fenómenos ligados al progreso sanitario, para

orientarlos hacia el máximo bienestar de la persona. En el anterior documento sobre la

Humanización he tratado de expresar algunos conceptos al respecto. Aquí quisiera

insistir más bien sobre el hecho de que hoy se tiende a tener una excesiva confianza en

los recursos técnicos que (y no siempre por motivos humanitarios) se ponen a

disposición del mundo sanitario. Esto explica también la facilidad con la cual por parte

de algunos gobiernos y parlamentos han sido aprobadas leyes en materia de aborto,

eutanasia, intervenciones manipuladoras sobre estructuras genéticas. Estas tendencias

van siendo combatidas. Pero para hacerlo de manera eficaz es necesario estar al tanto,

conocer a fondo los diversos problemas, evitando estériles acusaciones o posiciones

defensivas abstractamente rígidas.

Para cumplir seriamente una función no sólo crítica, sino también prepositiva, debemos

unirnos más con nuestros colaboradores laicos, con el mundo de la Iglesia, con la

ciencia. Frecuentemente, faltándonos esta conciencia, nos limitamos a constatar, sin

intervenir, mientras deberíamos ser capaces de ofrecer al mundo sanitario ideas y

proyectos abiertos a cuanto de positivo nos viene de la ciencia y de la técnica.

80. Y, sobre todo, cuando vemos amenazada la sacralidad del hombre, de

cualquier parte que venga la amenaza, debemos tener el coraje humano y religioso de

intervenir. No podemos callar frente a injusticias, traiciones, perezas, soluciones di-

ferentes a lo que la humanidad y la fe nos sugieren. Está de por medio nuestra vocación,

nuestro compromiso de aliados de la humanidad que sufre. Callar en semejantes casos

equivale a consentir. Pero, una vez más, para hablar, para señalar caminos nuevos y

justos, debemos poseer una preparación adecuada, estar a la altura de la tarea. Des-

graciadamente no siempre es así. Y volvemos a la indispensable colaboración de los

laicos. Para recoger victoriosamente los retos del tiempo, nos sirve una conexión, un

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intercambio constante con expertos de las diversas materias: profesionales de las

ciencias médicas, biológicas, humanas, capaces de garantizarnos aquella preparación,

sin la cual hoy no se puede pasar.

Vuestro Prior General ha practicado siempre este intercambio, recibiendo por ello

frecuentemente críticas, como si el Carisma de la Orden se contaminase o

desnaturalizase por el hecho mismo de que hubiesen sido consultados por mí

colaboradores laicos, dentro y fuera de la Orden. Más que nunca estoy convencido de lo

contrario: nuestro carisma liberará toda su fuerza cuando estemos abiertos al carisma,

humano y científico, de los colaboradores laicos.

81. Nadie posee todo el saber sanitario, como no existe casi nunca un

acercamiento exclusivo hacia el enfermo. Por esto, es necesaria la contribución de

personas que trabajan en el mundo de la salud; muchas de ellas tienen un gran respeto, a

veces admiración, por nuestra Orden. Ello no podrá traer más que ventajas si, con

determinación, nosotros somos capaces de construir relaciones de estima, de amistad, de

mutuo apoyo con nuestros colaboradores y con cuantos, fuera de la Orden, pueden

ofrecernos su ayuda. Con ello ganarán en eficacia y en incisividad nuestra acción y

nuestra función de conciencia crítica hacia los atentados cometidos, quizá en nombre de

la ciencia, contra el débil, el enfermo y el necesitado.

Nuestra función de anticipadores

82. Además de la tarea de testigos, de guías morales y de conciencia

crítica, nos espera la de anticipadores, innovadores. El primer gran anticipador fue

nuestro Santo Fundador, y después de El cuantos, a pesar de la indiferencia y el

desprecio de la mayoría, han sabido recorrer nuevos caminos en el campo de nuestro

Carisma. ¡Quedan otros por descubrir, mis queridos hermanos! No es verdad que todo

haya sido ya descubierto y realizado: las necesidades materiales y espirituales del hom-

bre están amenazadas también en nuestras Obras, cuando ciertas necesidades son

ignoradas, despreciadas o incluso manipuladas a nuestra conveniencia.

Para convencerse de que existen muchas necesidades no satisfechas en el campo de la

asistencia al enfermo de nuestro tiempo, basta recorrer la lista de las Asociaciones de

Voluntarios que pululan en todo el mundo. Ellas se ocupan de los minusválidos,

cardiopáticos, drogadictos, alcoholizados, de los enfermos de cáncer, de los

espasmódicos, de los diabéticos, de los afectados de laringotomía, de los psicóticos, de

los epilépticos y así sucesivamente. Es impresionante advertir el ingente número de

personas que se dedican con pasión y de modo gratuito a la satisfacción de necesidades

materiales, sanitarias, psicológicas que nuestro triunfante mundo de la Sanidad no logra

a veces ni siquiera rozar.

83. ¡A veces creemos haber agotado nuestra tarea, convencidos de que no existan

más necesidades que descubrir y satisfacer! ¡Cuánta suposición e ingenuidad en esta

actitud nuestra! El mundo del voluntariado, espléndida realidad de nuestro tiempo que

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atestigua cuántas personas generosas trabajan fuera de las órdenes religiosas, nos de-

muestra que en nuestra sociedad llamada avanzada hay para nosotros tanto que hacer, en

los próximos años, fuera de nuestro mundo hospitalario. Quienes fundan estas

asociaciones de Voluntariado son frecuentemente personas que han vivido la

enfermedad en carne propia o en sus familiares; y después de haber comprendido que

las estructuras sociales y sanitarias no son capaces de sostener patologías tan llamativas

y tan poco gratificantes desde el punto de vista del prestigio profesional, han decidido

actuar por si mismos, consiguiendo una tal cadena de solidaridad que hace enrojecer de

vergüenza a alguno de nosotros, en cuanto a espíritu de entrega, de sacrificio, de

gratuidad. Mis queridos hermanos, estas personas cumplen una función de primerísimo

orden, son ejemplo también para nosotros y sobre todo están anticipando en la sociedad

del bienestar, a precio de enormes esfuerzos, las nuevas fronteras de la salud

84. El hombre del próximo futuro no podrá afrontar solo los desafíos e

incomodidades que 1levará consigo, paradójicamente, el progreso científico. ¡Este

progreso ha alargado la duración de nuestra vida y esto es muy positivo; pero no ha he-

cho mucho por la calidad de la vida del anciano, del enfermo crónico, del

incapacitado! Y es de prever que aumentarán cada vez más las variedades de patologías

crónicas y el malestar de los jóvenes que, frente a las seducciones de la sociedad del

consumo y del bienestar, buscan vías opuestas — droga, violencia, indiferencia para

afirmarse o para dar de algún modo un sentido a su existencia. Por consiguiente,

nosotros debemos buscar a este hombre de nuestro tiempo, estudiarlo, amarlo, es-

forzarnos en comprender las necesidades y sufrimientos y, sobre todo, las motivaciones

vitales. Nosotros que tenemos la tarea de restituir la salud, no podemos limitarnos a ser

simples reparadores de cuerpos.

Debemos seguir a este hombre que, una vez dejado el hospital, se encuentra a veces sin

trabajo, sin un apoyo, con muchos problemas también de orden psíquico. Debemos

tener para él una auténtica capacidad de comprensión, utilizando no sólo la tarjeta

clínica, sino también la ficha invisible del malestar emotivo de nuestro paciente hos-

pitalizado. El miedo que percibe el enfermo (de morir, de perder el trabajo, afectos y

vida de relación) es en muchos casos tremendo y nunca desapercibido. Al contrario,

nosotros devolvemos al mundo a un hombre herido e incomprendido, y esto ofende a

Dios, al hombre, a nuestra fe, a la caridad. Nuestra función de anticipación pasa a través

del reconocimiento de estas necesidades: cuántas iniciativas nuevas y meritorias pueden

nacer, con el resultado de eliminar la antigua escisión entre alma y cuerpo, entre

naturaleza y cultura, entre necesidad corporal y necesidad espiritual; una escisión que

por comodidad hemos hecho nosotros, la medicina llamada científica, el Hospital

transformado en oficina de reparación, separando lo que está íntimamente unido en la

persona humana.

85. En el Hospital, por consiguiente, se abre un campo inédito a nuestra actividad

futura, que requiere la implicación de muchas personas, incluido el mismo enfermo; una

actividad que compromete en mucha mayor medida nuestra profesionalidad y nuestra

humanidad Ya he tenido ocasión de decirlo, pero lo repito aquí aún con una profunda

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convicción que quisiera comunicar a todos vosotros: el enfermo es nuestra Universidad

el que nos proporciona el trabajo, aquél que nos guía en nuestras opciones

profesionales. Debemos captar e interpretar sus mensajes, sus protestas, sus dramas, sus

exigencias. Escuchando al enfermo, podremos modificar radicalmente nuestro modo de

ser hombres y religiosos, nuestras estructuras y nuestros organismos. Quien de nosotros

estuviese tentado de abandonar nuestras Obras para dar testimonio de la buena nueva en

otras partes, queda invitado a permanecer aunque sólo sea media hora al día al lado de

un enfermo: cambiará pronto de idea. ¡También el hospital es tierra de misión, quizás

incluso más que el Tercer Mundo, donde hay miseria pero aún hay tanta humanidad!

86. Este ejercicio de escuchar a un enfermo al día os lo recomiendo a cada uno de

vosotros. Después de poco tiempo descubriréis que ser anticipadores, hoy, en nuestras

Obras significa saber escuchar al enfermo y actuar en consecuencia.

De la escucha brotarán proyectos de estudio, de investigación, de experimentación, de

cambio de nuestras viejas e inútiles costumbres.

Al principio esto podrá ser particularmente costoso para quien ha perdido la capacidad

de sintonizar la longitud de onda de los otros o ha levantado barreras protectoras que

impiden al enfermo abrirse a nosotros. Pero si tenemos el valor de continuar, los

resultados no se harán esperar. Mientras tanto, preparémonos a sacudir nuestro Yo in-

terior: si «sabemos enfermarnos» con el enfermo, nuestra Orden no sólo se renovará,

sino que irá mucho más allá del 2000.

Nuestra relación con la Iglesia

87. La Iglesia, finalmente, ha afirmado de modo concreto su interés por las Obras

hospitalarias de los religiosos, por medio de la institución de la Comisión Pontificia

para los problemas Sanitarios. Es un reconocimiento importante que sitúa nuestra

vocación y nuestra acción en el puesto justo. Por lo que nos afecta, debemos sentirnos

orgullosos por este acontecimiento y, a la vez, estimulados a compartir cada vez más la

misión de la Iglesia, es decir, la evangelización que está siempre en conexión con la

promoción humana.

88. Debemos encontrar en ello motivos de impulso para el crecimiento de

nuestra fe, para la práctica evangélica en nuestra vida cotidiana y para una presencia

más incisiva en el mundo eclesial. Es decir, se trata, no sólo de saber hacer sino tam-

bién de hacer saber a la Iglesia lo que nosotros estamos realizando y pretendemos

realizar para el bienestar del hombre y su alma. Quizás, alguna vez nos acompaña aún

un antiguo sentimiento de inferioridad, una actitud de modestia que, sin embargo, no

tiene sentido: nosotros somos, a pleno titulo, testigos y agentes concretos de aquel men-

saje evangélico que la parábola del buen Samaritano resume de modo tan significativo.

Nuestra búsqueda, nuestro actualizarnos, nuestros proyectos para el futuro no pueden

permanecer sólo en el ámbito de nuestras casas, sino que deben llegar también para

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obtener respuestas y confirmaciones, a todos los hombres de Iglesia, clero y

comunidades eclesiales.

89. La Iglesia tiene necesidad de nosotros como nosotros tenemos necesidad

de Ella, y esto será cada vez más cierto en los próximos años. Es indispensable la

comunicación dentro de la Iglesia. Nuestra vocación y el carisma de nuestra Orden, en

su identidad y en sus programas, deben estar bien presentes en el mundo de los

creyentes, convertirse para ellos en un estímulo y un modelo, un camino para realizar la

común vocación bautismal a la santidad. Las beatificaciones de fray Ricardo Pampuri

(1981) y del Padre Benito Menni (1984) nos confirman todo esto; también nuestro

carisma forma parte del patrimonio de la Iglesia.

Contribuyamos, pues, a crear una verdadera Comunidad eclesial, manifestando el

significado profundo de nuestras actividades y haciéndonos conocer por lo que somos.

Los creyentes, sobre todo los jóvenes, deben comprender que nuestra actividad es

meritoria no sólo a los ojos del mundo, sino también y sobre todo a los ojos de Dios;

esto puede lograr que hombres valientes elijan unirse a nosotros y a nuestra Orden para

continuar dando testimonio de la sacralidad del hombre necesitado.

90. En estos últimos años se ha notado un confortante despertar de vocaciones; esto

debe

comprometernos aún más y responsabilizarnos hacia una mayor y mejor divulgación, en

el mundo de la Iglesia y de los creyentes, de nuestra imagen y de nuestra actividad.

Abramos las puertas de nuestra casa, utilizando los medios más apropiados, para que la

Orden de S. Juan de Dios muestre al mundo toda su carga actual y moderna de amor al

prójimo.

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V

LA COMPRENSION DE LAS NUEVAS

CATEGORIAS DE NECESITADOS

En el espíritu de las nuevas Constituciones

91. En esta parte trataré de ilustrar, acudiendo a la tradición de S. Juan de Dios, a

los signos de los tiempos y a las Nuevas Constituciones, las categorías de los nuevos

necesitados para una búsqueda que comprometa a las Comunidades y a las Provincias a

una constante revisión de nuestro proceder, confrontado con la evolución de los proble-

mas y de las situaciones particulares, como nos invitan a hacer las Novísimas

Constituciones. Ciertamente no podemos agotar las respuestas indicando el camino

verdaderamente difícil de la rotura de las costumbres y del cambio de las funciones

profesionales.

Es necesario proponer la alternativa de una auténtica experiencia religiosa en defensa de

los valores humanos como modelo y orientación de nuestras Obras. Además, es

oportuno ampliar nuestro concepto de necesitado proyectándonos en nuestro tiempo y

sus problemas.

Ya en los capítulos precedentes, este concepto ha sido redefinido para evitar los peligros

de confusión; el espíritu en necesidad — se ha dicho — se encuentra en todas partes,

también en el hombre de apariencia poderosa y rico en medios materiales. La

humanidad es ofendida de diversas formas.

Increíblemente, como monstruo invencible, el mal se transforma con diversos

semblantes, se presenta en las más variadas situaciones aun cuando parece casi

derrotado. Está en nosotros el identificar las nuevas necesidades del enfermo y, sobre

todo, las nuevas categorías de necesitados.

92. En ciertas regiones de la tierra aún encontramos, como en los tiempos de S.

Juan de Dios, enfermos y pobres inermes, expuestos crudamente a la intemperie, sin

atención, por las calles de la ciudad; pero en otras áreas estas situaciones de dolor han

desaparecido casi totalmente: en los países económicamente avanzados el mal no se

manifiesta de modo tan evidente; es más engañoso, ligado a veces a las ideologías y

modas culturales. Ahí existe, por consiguiente, la necesidad de un juicio sagaz y una

atenta revisión de actitudes que no se resuelvan en pura y simple imitación, sino que

estén constantemente referidas a los valores morales. Es tarea de nuestras comunidades

afrontar seriamente estos problemas; nuestras Provincias deben identificar, en su

territorio, las nuevas situaciones de necesidad y diversificar las intervenciones, con los

medios terapéuticos oportunos. En las páginas siguientes tocaremos algunos temas fun-

damentales de la experiencia terrena del hombre: de modo particular la vejez y la

muerte, momentos de la existencia que hoy van asumiendo valencias diversas y han

sido redefinidos cultural y socialmente. Trataremos también de ilustrar mayormente con

ejemplos el tema de las «nuevas categorías» de necesitados, entendiendo con este tér-

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mino no sólo el pobre y el enfermo, sino cualquiera que lucha por recuperar su identidad

de persona.

El planeta de los jóvenes

93. Una casuística muy variada y abundante, que confirma una vez más una

realidad: el hombre necesitado, sin asistencia, existe todavía y se presenta, bajo diversos

aspectos, en todas las sociedades contemporáneas. En su amplia gama advertimos hoy

la triste y cada vez más sólida presencia de los jóvenes. No podemos permanecer

indiferentes frente a tantísimos drogadictos, enfermos en el alma, golpeados en la edad

más vulnerable y más ingenua. Frente a ellos resulta imperativa una respuesta nuestra

que recoja el desafío del mal, aun superando la normal estructura de nuestros centros de

atención, organizando ayudas terapéuticas de nueva concepción capaces de afrontar y

combatir con intervenciones eficaces, reduciéndola, la progresión del fenómeno.

Si observamos más atentamente, los podremos ver, a estos nuevos necesitados, como

los veía S. Juan de Dios por las calles de Granada: hoy son los ancianos, los

drogadictos, los hombres espiritualmente frágiles.

San Juan de Dios dio ejemplo, indicó el camino a seguir cuando aún pocos entendían:

confortó a los pobres, a los marginados de todo tipo, llevó alivio a los enfermos sin

ninguna distinción. Su ejemplo, hoy como ayer, está cargado de frutos por todas partes:

su intuición se ha traducido en realidad concreta, en una verdadera conquista civil.

A nosotros, enriquecidos por su enseñanza, nos corresponde imitarlo no sólo

recorriendo el camino ya conocido, sino sobre todo interpretando su perenne novedad:

buscar al necesitado allí donde se encuentre, incluso en los edificios de la gran ciudad,

confortarlo, ayudarlo, respetarlo en el contexto de nuestros tiempos. En este sentido

entendemos hoy la tarea fundamental, en continuidad con nuestra tradición carismática,

sabiendo discernir entre los aspectos contingentes y los valores inmutables.

94. He hablado de continuidad: pero ella no reside en el mantenimiento de

funciones, sino en el ejercer verdaderamente nuestro carisma, en el identificar los

nuevos campos en los que intervenir con renovado impulso.

La diversidad de nuestros tiempos, si por un lado nos aconseja adecuarnos a los nuevos

métodos y al uso de aquellos instrumentos que la inteligencia humana ha sabido ofrecer

para rescatar al hombre de las miserias y males de la vida, por otra, sobre todo, nos

impone redescubrir en su frescura el mensaje imperecedero del Evangelio y el de S.

Juan de Dios, que ha sabido ser un intérprete formidable de las necesidades de su época.

Aún más: una continuidad que no es conservación del «status quo», sino atención a lo

esencial más allá de las modas efímeras y los lugares comunes, que se propone como

valor innovador, verdaderamente revolucionario en una sociedad que recompensa la

masificación, el consumo, el éxito, la

eficiencia productiva y el poder, olvidando al hombre en su irreductible individualidad y

soledad tal como se manifiesta problemáticamente en la dimensión de la enfermedad.

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95. Finalmente, debemos recordar que una auténtica misión de guía

espiritual no se agota en el ámbito de nuestras estructuras, sino que se extiende en un

radio más amplio alimentado por el eco que suscitan nuestras acciones, que se presentan

como modelos de intervención auténticamente humanos, innovadores, expresión de una

cultura «del hombre» y «para el hombre». No de otro modo en su tiempo San Juan de

Dios, con su humilde magisterio, reclamó la atención del soberano, al que convenció de

tal modo con su ejemplo que financió la construcción de nuevos hospicios para los

pobres en una dimensión completamente diversa del pasado.

VI

LA BUSQUEDA COMO MOMENTO DE

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RENOVACION DE NUESTRA HOSPITALIDAD

El ejemplo del Fundador

96. Corría el año 1495. Hacía poco que Cristóbal Colón había visitado algunas

islas del continente americano. Aún no se podían prever las grandiosas consecuencias

culturales y humanas de aquellos descubrimientos, porque ni siquiera Colón sabía,

cuando emprendió su viaje, que no había alcanzado el Oriente, sino que había encon-

trado en su ruta, inesperadamente, tierras desconocidas, un desconocido y grandioso

continente. El, sin embargo, deseaba ampliar los conocimientos, probar nuevos

caminos, que sustituyeran o flanquearan los viejos.

Colón, partícipe de aquel espíritu de búsqueda y de aventura tan frecuente en los

talentos de la civilización humanística, que creían firmemente en la centralidad del

hombre y entendían la inteligencia como don divino para conocer, comprender y

gobernar la naturaleza circundante, se dejó guiar por este espíritu de búsqueda y,

confiándose a la protección de Dios, se atrevió a desafiar el Océano desconocido. No

fue un temerario irresponsable. Antes de afrontar los peligros de la navegación en alta

mar había estudiado, analizado, discutido y sufrido su proyecto.

97. Pues bien, en aquel año de 1495 mientras Europa aún se asombraba de las

narraciones maravillosas de los navegantes, Juan Ciudad nacía en la provincia de Evora,

en Portugal, en una localidad no muy distante del puerto de donde había zarpado Colón.

Juan, impulsado por la inquietud interior y por la sed de aventura, recorrió diversos

lugares, hasta que viendo cómo eran tratados los enfermos, sobre todo los mentales, y

los pobres enfermos abandonados a lo largo de las entradas de las calles de la ciudad,

intuyó el camino a seguir y se atrevió a dedicarse con todas sus fuerzas a la construcción

de un hospicio para ayudarlos, pero con otros métodos y espíritu bien distintos a los

comunes de su tiempo.

Y cuando, saliendo de la Catedral de Granada, vio en la calle Lucena un edificio

apropiado a sus exigencias, no dudó en seguir la voz del corazón poniendo en práctica el

plan por largo tiempo meditado, aun consciente de los limitados medios de que

disponía. Era el año 1537. El, en aquel momento, ni siquiera pensaba que su gesto de

caridad, de entrega a la causa de la humanidad doliente — un gesto que en aquel

momento podía parecer temerario, aislado e insostenible económicamente, impulsaría a

los espíritus más generosos a ayudarlo en las fatigas cotidianas y a compartir su pasión

de caridad; él tampoco sabía que su ejemplo sería recogido y perpetuado por tantos

seres generosos que gastarían la vida para mantener vivo el mismo espíritu de caridad

cristiana.

98. Juan de Dios se atrevió a pensar y proyectar. Inventó de la nada — si

nos referimos a los criterios de asistencia a los enfermos usados en aquellos tiempos —

su modelo, subdividiendo de modo racional los locales, distinguiendo grupos de

enfermedades por departamentos, diversificando las terapias, transformando también, y

sobre todo espiritualmente, el acercamiento a los enfermos. San Juan de Dios, sin

embargo, no improvisaba sin lógica: traducía a la práctica la lección del Evangelio, sus

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experiencias interiores de conversión y su meditación religiosa, que le hacía intuir la

ruta luminosa que señalaría a los demás. Así nuestra Orden ha llevado aquel modelo de

espiritualidad a tantos países del mundo.

Viaje de búsqueda

99. Si he acercado a Juan de Dios a Colón, ha sido no para compararlo, sino más

bien para presentarlos a la luz de la metáfora. Frecuentemente las metáforas son más

útiles que el microscopio para ver lo infinitamente pequeño, y más potentes que el

telescopio para observar los astros. Ellas, más que los razonamientos mentales, pueden

estimular nuestra fantasía y nuestro espíritu, ayudándonos a ver de modo diverso lo que

quizá ya está frente a nosotros, pero que no logramos enfocar. Por esto quisiera

profundizar algunos conceptos.

El viaje de búsqueda no es un motivo nuevo para nosotros los cristianos. Es, al

contrario, una exigencia vinal. No podemos continuar recorriendo caminos ya trillados,

a veces insatisfactorios, tortuosos; caminos que, si en el pasado han tenido el valor de

intuiciones pioneras, hoy aparecen unívocos y limitantes.

La inercia es enemiga de la fe. Cristo se encarnó para revelarnos el camino del Reino de

los Cielos, en el que quiso precedernos con Su ejemplo y Su muerte redentora.

¿Podemos nosotros religiosos permanecer anclados en nuestros tranquilos puertos,

temerosos de emprender un nuevo viaje hacia el hombre, cuando nuestra misma

existencia es un viaje, atormentado y fatigoso, hacia la salvación? Nuestro deber es

buscar al hombre, al necesitado.

100. No encontraremos en nuestra ruta continentes desconocidos; San Juan de

Dios ya señaló a la conciencia individual y social el universo de los pobres y su

humanidad ofendida.

Durante nuestra navegación descubriremos casi con certeza otras almas atormentadas

por nuevas formas de necesidad.

Hoy los Estados civiles reconocen el derecho insuprimible de todo individuo a la salud;

la enfermedad no es sólo un malestar personal, sino un hecho social colectivo del que se

hace cargo el Estado garantizando también a los pobres la asistencia necesaria.

Cuando San Juan de Dios inicié su empresa con la temeridad de los justos, las cosas no

sucedían de este modo. Pero él había asimilado bien la lección evangélica, y de ella

arrancó el proyecto de rescate del que sufre marginado. Un proyecto que, a lo largo de

los siglos, encontraría solidaria a toda la Iglesia.

101. Nuestro Santo Padre, Juan Pablo II, en el discurso de clausura del Sínodo,

recordó efectivamente que la Iglesia desea con todas sus fuerzas servir a la humanidad,

a fin de que la vida del hombre sea cada vez más digna, y desea también defender los

derechos inalienables de la persona, fiel al Espíritu Santo engendrador de vida y a la

enseñanza de Jesucristo, que se sacrificó por nosotros para persuadirnos a buscar en el

bien y en el amor la verdadera vida, revolucionando la jerarquía de valores.

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Debemos recoger esta invitación apremiante a trabajar al servicio de la humanidad,

luchando para asegurar el respeto del hombre y rechazando — o revolucionando donde

sea posible — ciertos modelos culturales que no tienen en cuenta la auténtica dignidad

humana.

102. Todo cristiano, todo religioso debe ser como un pionero en camino

hacia la Tierra Prometida. Debemos, por consiguiente, comportarnos como intrépidos

navegantes que creen posible llegar a la comunicación con las almas, y por esto no se

cansan de rastrear el alma humana, de revelar su grandeza, de conocer susnecesidades

para aliviarlas. Estas son nuestras metas.

En la primera parte del documento se han especificado algunas funciones particulares de

nuestro ministerio. En primer lugar la de testigos, luego la de guía moral y

de conciencia crítica, finalmente la función de anticipadores. Sucesivamente he

llamado vuestra atención sobre la necesidad de comprender las nuevas clases de

necesitados, mientras en el apéndice he indicado algunas de estas clases, que forman

parte del Océano que es el «hombre que sufre». Pero para dar claridad de motivos y

eficacia concreta a nuestras intervenciones es necesario que nos encaminemos hacia

una auténtica búsqueda religiosa, profesional, humana, individual y colectiva. Ayudado

sobre todo por las Constituciones, me he esforzado en infundiros y alimentar a través de

este documento precisamente este espíritu de búsqueda, para realizarlo y potenciarlo en

todas las comunidades.

Al paso con los tiempos

103. Me excusaréis si insisto sobre el tema, pero me parece necesario: no

permanezcamos insensibles a los progresos del conocimiento médico; y por ejemplares

que sean el empeño y el espíritu de solidaridad de nuestros hermanos, corremos el riesgo

de encontrarnos faltos de preparación cultural, profesional y espiritualmente frente a las

exigencias del Hombre y de la Iglesia de nuestro Tiempo, frente a las instancias de la

tecnología avanzada que tocan de cerca las posibilidades de supervivencia y desarrollo

de nuestra Orden.

104. Nosotros estamos llamados a trabajar sobre esta tierra por nuestra salud-

salvación y la del

enfermo. Nuestra fe y nuestra conciencia de religiosos deben impulsarnos a intervenir

en todas aquellas situaciones en las que, a causa de perezas, costumbres, incultura y

escasas relaciones, la salud y la salvación del enfermo (y, por consiguiente, también

nuestra) están en peligro.

Todo esto nos obliga a escuchar, a comprender, a tratar de aprender, a coordinar, a

prevenir, a reflexionar en último análisis, siempre abiertos y prontos a poner en

discusión nuestras actitudes. Sin dejarnos arrastrar por el desaliento si — por ejemplo

— en algunas Provincias los hermanos disminuyen o si los colaboradores están mejor

preparados que nosotros. De nuestra crisis podemos obtener un fruto mayor porque

nuestros esfuerzos, en vez de agotarse en intervenciones particulares y limitadas,

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tendrán una amplitud mayor, insertándose en un programa de trabajo mucho más amplio

y constructivo.

105. Seguramente hace falta energía y sacrificio, pero nosotros, queridos

hermanos, hemos elegido precisamente servir a Dios y al hombre, con paciencia y

devoción, cuando decidimos entrar en la Orden.

La cerrada dimensión de especialistas no es para nosotros, aun cuando podría aparecer

gratificante a primera vista e inmediatamente válida y operante; acabaría por

encerrarnos en una jaula, impidiéndonos la visión de los hechos en su dimensión es-

piritual y universal, arideciéndonos con una técnica llevada a la exasperación. Por lo

demás, si decidiéramos seguir este camino, dispersaríamos energías, robaríamos un

tiempo precioso a nuestro trabajo perdiéndonos en el laberinto de conocimientos

técnicos particularmente sofisticados. Nosotros no podemos limitarnos al papel de

técnicos adscritos a máquinas y monitor; no es para esto para lo que hemos emitido los

votos. En estas funciones — lo repito una vez más — pueden actuar mejor que nosotros

y con mayor eficacia nuestros colaboradores laicos. No nos privemos, pues, de un

tiempo precioso que podemos dedicar a la salvación de las almas y a la salud del

hombre. Nuestro bagaje de conocimientos se orienta a un ámbito mucho más amplio,

para orientar nuestra acción hacia un plan de conjunto en el que prevalezca una cultura

de dimensión humana, dirigida a la salvación espiritual, a la recuperación de la armonía

psicofísica y del bienestar, como testimonio del servicio humilde y desinteresado hacia

el necesitado.

106. De este modo, abiertos al mundo, intelectualmente curiosos, atentos a los

cambios, fuertes en la fe y generosos en el esfuerzo, como religiosos individualmente y

como comunidad continuaremos el carisma de nuestra tradición adecuando nuestra

acción a las nuevas necesidades humanas.

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APENDICE

INTRODUCCION

En la parte que sigue, he pensado descender a lo concreto, especificando tres clases de

necesitados de nuestro tiempo, entre los cuales podemos poner a prueba nuestra

«madera» de religiosos en las funciones de testigos, de guías morales, de conciencia

crítica y de anticipadores. Ciertamente, hubiera podido ampliar el abanico de las

situaciones, pero comprendéis lo que quiero decir. Más aún, estoy abierto a toda

sugerencia o integración, a la aportación de experiencias nuevas y singulares que cada

Provincia o cada Comunidad pueda ya haber afrontado en esta misma óptica. Lo que me

interesaba era comunicaros el espíritu que ha dictado estas páginas, y que se inspira en

las nuevas Constituciones, es decir, en el texto sobre el que he reflexionado y orado

largamente antes de ponerme a trabajar.

El anciano, el moribundo, el drogado: tres grupos de personas humanas que se resienten

más que otras de la marginación, de la soledad y del abandono. En un mundo donde

sólo cuenta producir y consumir, el que no es joven ni está sano pierde totalmente en

relieve social. He aquí, pues, un campo en el que — con la indiferencia y el abandono

de los que frecuentemente son responsables las instancias políticas — el mensaje y el

testimonio de los modernos samaritanos (y nosotros estamos y queremos estar entre

ellos, como auténticos seguidores de Cristo y de Juan de Dios) pueden realmente

«salvar» al hombre y devolverle serenidad y confianza. Son las nuevas fronteras de

nuestro apostolado, los «signos de los tiempos» que deben guiar a la orden Hospitalaria

en la construcción del propio futuro estable.

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I

LA VEJEZ

Un fenómeno en explosión

Una de las nuevas realidades de nuestro tiempo está representada por el envejecimiento

de la población, tanto más acentuado cuanto más participa el hombre de los enormes

beneficios del progreso económico, social, cultural y sanitario. El fenómeno no se

manifiesta solamente en el aumento de la duración media de la vida, sino también en el

porcentaje absoluto de ancianos en la sociedad: la contracción de los nacimientos,

modificando las relaciones, determina efectivamente un aumento relativo de los

ancianos

En el reciente encuentro de «Milán Medicina» se propusieron como hipótesis algunas

cifras para el Dos mil: en Italia — por ejemplo — tendremos 131 ancianos por cada 100

niños. Nos encontramos, por consiguiente, frente a una verdadera explosión

demográfica de la «tercera edad», si se piensa que al comienzo del siglo en Italia había

apenas 28 mayores de sesenta años por cada 100 niños. La situación se manifiesta

idéntica en todos los Estados tecnológicamente desarrollados.

La ciencia, que se había propuesto la gran tarea de ayudar a la humanidad a vivir más,

ahora se ha fijado la meta de vivir mejor la época de la vejez.

El problema del anciano, por consiguiente, frente a estas cifras, asume en la sociedad

actual un relieve incluso cuantitativo Hasta ahora las sociedades occidentales se habían

interrogado, sobre todo, por el peso económico de millones de pensionistas, lo que ha

provocado revisiones y dudas sobre el concepto de estado asistencial. Ahora parece que,

de improviso, los científicos y la «explosión demográfica» han suscitado una mayor

atención sobre este problema, cogiendo casi de sorpresa a los interesados y a los

responsables.

La cultura del «juvenilísimo»

La cultura de nuestro tiempo no está muy preparada para afrontar este fenómeno. En

efecto, si observamos los comportamientos de los estados nacionales, nos encontramos

con una inversión elevada en escuelas maternas, escuelas, universidades, es decir, una

inversión dirigida a los jóvenes, mientras que se verifica una brusca caída de la atención

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pública hacia la misma persona cuando llega a una cierta edad. Naturalmente, esto

dentro de ciertos límites, en cuanto que los políticos de nuestros países se han esforzado

en organizar algo para los ancianos, sobre todo para aquellos que se encuentran en la

soledad y marginados. Este algo se mueve en dos direcciones: asistiendo a los más

pobres de entre ellos en centros especializados, que frecuentemente son la antecámara

del cementerio, y tratando de implicarles en algunas actividades que les mantengan en

contacto con los jóvenes.

Sin embargo, no podemos ignorar, con ojo critico hacia los modelos culturales de

nuestra época, que muy frecuentemente estas intervenciones son parciales o se resienten

de la mentalidad dominante, la así llamada «young culture», centrada en el

‘juvenilismo’, en la eficiencia física y en el hedonismo, a expensas de otros valores.

El modelo paradigmático está constituido por el individuo joven: y juventud significa

belleza, salud, vitalidad, eficiencia. Estas parecen ser las categorías para juzgar la vida

digna o no digna del hombre, los parámetros de la ‘vivibilidad’ de la existencia. El

hombre joven, por consiguiente, en

plenitud de la posibilidad psicofísica y productiva, representa el hombre «tout court».

Este modelo explica tantas cosas. Por ejemplo, la moda según la cual tantos

voluntariosos animadores sociales inducen a muchos mayores de sesenta años a hacer

piernas en bailes o a practicar «jooging» y «footing» con la seguridad de cumplir una

obra noble y apreciable. Pero ésta es solamente una respuesta parcial y, por añadidura,

con aspectos insidiosos, en cuanto que el anciano situado en esta posición es impulsado

a rechazar su edad y a recuperar la juvenilidad perdida, con la esperanza de ser

aceptado.

La sociedad puede también aceptar al viejo, pero a condición de que haga el joven, que

imite una edad que ya no tiene. Qué tristeza frente a estas situaciones, que constituyen

una barbaridad agradable, no justificable tampoco por un presunto amor a la juventud.

Es una barbaridad porque se limita una vez más a la vida en su integridad, se la divide

en épocas, reduciéndola, forzando a quien no tiene la «fortuna» de ser joven a asumir

actitudes incoherentes con la propia edad psico-física, que hacen incongruente y por

esto ridícula a la persona misma. Este tipo de actitud puede generar procesos

patológicos de rechazo de la propia edad, del propio aspecto y de la propia función, así

como de sufrimientos psíquicos, puesto que se rompe la unidad cuerpo-espíritu, el

tiempo cronológico y el tiempo psicofísico de nuestro Yo profundo. Este proceso

colectivo de desprendimiento cultural de la vejez recuerda aquél otro análogo de la

muerte.

Sobre la mujer, sobre el hombre, sobre el niño y el adolescente existe una abundante

literatura; sobre la vejez nos encontramos frente a otro tabú de la sociedad civil de hoy,

según el cual la vejez coincide con el preludio de la muerte, con la edad gris, con el afán

y el dolor, el hundimiento físico la marginación de las alegrías de la vida.¡Cuántos

jóvenes dicen superficialmente que no desean llegar a viejos! Y esto porque se imaginan

la vejez como parálisis física, sufrimiento, angustias, limitaciones, arteriosclerosis,

artrosis y cuantas cosas parecidas se ocurran.

El lenguaje refleja estas resistencias psíquicas: «los menos jóvenes», la «tercera edad»,

la «cuarta edad», son términos que casi siempre sustituyen a «viejo», «vejez»,

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«ancianos». Como si este nominalismo, como si las palabras pudiesen cambiar la

esencia de las cosas. «¡La vejez no existe, es sólo psíquica!» exclaman los defensores

del ‘juvenilismo’.

La sociedad, por consiguiente, frente a este problema se comporta de modo hipócrita.

Los economistas discuten sobre la carga social de los «no activos» (todavía el

nominalismo, con connotaciones económico-productivas). Pero nos preguntamos: y los

«activos», manteniendo a los «no activos» ¿no aseguran también para sí mismos una

«tercera edad» mejor?

Enfatizar la edad juvenil puede ser también operación fácil cuando ya no se es joven:

este énfasis esconde la voluntad de no recordar que también la juventud tiene sus

problemas. La visión de la edad de oro contrapuesta a la edad gris revela plenamente su

infidelidad a la realidad y sus limites. El hombre, una vez más, angustiado por la

muerte, por la falta de una cultura global de la vida, y por consigue de la muerte, trata

de superarla, de exorcizarla, de alejarla, recurriendo a la fábula de la maravillosa edad

juvenil, en una especie de evasión colectiva y fantástica de la realidad, recreando el mito

de una moderna Arcadia. Esta dimensión cultural carga de injustas y exasperadas

expectativas, que inevitablemente conducen a dramáticas desilusiones, la vida de los

jóvenes, haciéndola todavía más injusta hacia el anciano, porque lo mortifica y no le

permite envejecer.

Dimensión existencial de la vejez

Como todas las situaciones humanas, la vejez tiene una dimensión existencial: modifica

la relación del individuo con el tiempo y, por consiguiente, su relación con el mundo y

con la propia historia; pero si esta situación esculpabilizada y negada socialmente,

sucede que la relación se parte produciendo efectos perversos que llegan hasta la ne-

gación de sí. En otras palabras: si la vejez biológica es un factor que no puede ser

condicionado ni por la historia ni por la sociedad, el destino y la situación individual del

viejo son, en cambio, un hecho social y histórico, por lo tanto determinado por la

cultura humana. Más aún, los datos fisiológicos y psicológicos se pueden influenciar

recíprocamente determinando fenómenos psicosomáticos.

El anciano es objeto de manipulación social también con la sugestión publicitaria, que

manteniéndolo dentro del circuito producción-consumo, lo modela como consumidor de

ilusiones juveniles y estéticas.

Algún estudioso ha querido comparar la vejez a una enfermedad y, partiendo de esta

hipótesis, ha creado una geriatría físico-reconstructiva. Pero he aquí que siempre y sea

como fuere nos encontramos ante un error: vejez no es enfermedad, es decir, hecho

accidental, sino ley de la evolución física, así como reconstrucción del físico reclama la

ilusión de la juventud. Ciertamente, el mejoramiento del tono físico del anciano influye

positivamente en su ‘psiche’, crea un mayor bienestar y retarda la aparición de algunos

procesos degenerativos óseos. Pero a lo que debemos oponernos no es a la terapia física

sino a los modelos subyacentes de tipo estético, no moral.

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Fue Hipócrates el primero en comparar las etapas de la vida humana a la sucesión de las

estaciones de la naturaleza. Esta referencia nos hace comprender mejor el tipo de

negación y desprendimiento operado por el modelo cultural que hemos analizado: es

como si un árbo1 debiese aparentar no entrar en la exfoliación invernal, cubriéndose de

hojas simuladas, tomadas en préstamo... Se da la ilusión de inhibir el «proceso de

crecimiento», de evolución biológica, de modo artificial e indigno, poniendo en marcha

un mecanismo de rechazo que termina procurando mayores sufrimientos sí

mutilaciones, estructurando una personalidad patológica, en crisis de valores y sin

conciencia de sí.

Una vez el viejo era sabio

Conocía cosas que frecuentemente resultaban indispensables para la vida y la

supervivencia; poseía un saber que era transmitido a las sucesivas generaciones. En

África, aún hoy, cuando muere un viejo, los supervivientes exclaman: «¡Hoy se ha ce-

rrado un libro!». En otro tiempo el viejo gozaba de gran respeto y era incluso quien, por

esto, como observa el historiador P. Laslett, «exageraba la propia edad».

Pero era en un contexto social diverso. Como observa el historiador Cipolla, «Una

sociedad industrial está caracterizada por el continuo y rápido progreso tecnológico. En

esta sociedad las instalaciones se vuelven rápidamente anticuadas y los hombres no

escapan a la regla. El agricultor podía vivir aprovechando las pocas nociones aprendidas

en la adolescencia. El hombre de la era industrial está sometido a un continuo esfuerzo

de actualización y aún así queda superado inexorablemente. El viejo en la sociedad

agrícola es el sabio; en la sociedad industrial es un despojo. Se comprende entonces por

qué hoy muchos viejos terminan la vida sin función alguna y paradójicamente, como si

se hubiera realizado una ‘némesis’, se da la venganza de lo antiguo sobre lo nuevo:

pierde su función en la sociedad quien ha gozado del privilegio de producir y vivir en la

sociedad industrial, mientras quien, como los artesanos y agricultores, ha vivido en

actividades autónomas, conserva a diversos niveles (mental, familiar y social) una mejor

capacidad de tener una función también en la vejez.

Es otro hecho paradójico de nuestra sociedad tecnológica: «peso» social y porcentaje

más alto de ancianos crean contradicciones, a lo que se añade la incertidumbre sobre la

identidad y las funciones.

¿No os parece, queridos hermanos, que en esta tan decantada edad tecnológica no es oro

todo lo que reluce? ¿Que tiene razón no quien sabe utilizar los descubrimientos

técnicos, sino quien comprende la cultura del hombre integral, para el arco completo de

la existencia humana, con sus necesidades materiales, culturales y espirituales?

Cultura humanista y fe religiosa

La cultura dominante facilita la marginación porque es una cultura incompleta, parcial,

reductiva. Para salir indemnes de la trampa del mito tecnológico sirven de ayuda una

cultura humanística y la fe religiosa. La primera, con el apoyo de todas las ciencias,

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denuncia lo ilusorio de pensar poder salvar el universo hombre. La segunda, la fe en

Dios, hace volver a la dignidad del hombre, a su sacralidad en todo tiempo y en todo

lugar. Sacralidad que viene sancionada por la esperanza de la resurrección:

efectivamente «El Resucitado ha liberado al hombre de las tres fuerzas antidivinas: el

pecado, la ley, la muerte…creer en la Resurrección de Cristo es afirmación de la vida

sobre la muerte, del Espíritu sobre la ley, de la Gracia que es verdad, belleza y amor,

sobre el pecado que es cerrazón, mezquindad, fealdad... vivimos sin miedo» (Vannucci).

La cultura humanista y la fe asignan al hombre una función en todo momento,

considerándolo capaz de ser él mismo: en toda época o etapa de la existencia, incluso

después de la muerte física. ¿Cómo podemos nosotros, religiosos hospitalarios,

responder de modo concreto a estos problemas, después de haber indagado las razones

de esta nueva forma de marginación?

Ciertamente no podemos pensar en cambiar totalmente la sociedad. La respuesta, muy

simple, está ya implícita en las precedentes consideraciones. La vejez presenta tres

aspectos distintos y relacionados entre ellos: aspectos biológicos, psicológicos y

sociales.

En el campo biológico hay interesantes intervenciones que realizar: desde la gimnasia

educativa, preventiva y reeducativa, hasta la cura especializada de las enfermedades y

fenómenos típicos de la edad; intervenciones que requieren colaboración y ayuda de

expertos cualificados en diversos sectores. Sin embargo, sabemos que ni siquiera ellos

son capaces de devolver completamente la salud, porque no existe la posibilidad de

alterar el hecho biológico y, por consiguiente, el destino del individuo hacia la vejez.

Ciertamente un campo de acción menos espectacular respecto al proclamado triunfo de

la medicina o de los inventos terapéuticos, pero que permite una cura más eficaz del

anciano, es el psicológico y social, centrado en la deshabituación a los modelos

introyectados por la cultura dominante.

En otras palabras, todos nosotros juntos, Hermanos de San Juan de Dios y laicos,

debemos buscar respuestas adecuadas, soluciones aptas para devolver un sentido a la

vejez, una identidad y una función al anciano. Si éste es el fin al que debemos

orientarnos, debemos concentrar la atención sobre los modos y los medios para

alcanzarlo.

Ante todo, es necesario identificar la necesidad del enfermo, remontarse a las causas y

encontrar las terapias adecuadas, que garanticen una existencia integral, según el

sistema de valores inspirados en el Cristianismo. No podemos permitir que nuestros

Centros se conviertan en estacionamientos para ancianos desadaptados.

Estar a la altura de la tarea

Para estar a la altura de la tarea se necesitan dos elementos fundamentales.

En primer lugar, el Hermano de San Juan de Dios debe asimilar una cultura de la

vida, reafirmar decididamente la propia visión religiosa de la existencia. En segundo

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lugar, debe preocuparse de escuchar pacientemente al anciano, entrar en contacto con él,

día tras día, sin prejuicios.

El intercambio recíproco de informaciones, favorecido por esta experiencia cotidiana

con el enfermo, hará más constructiva la relación con los expertos laicos de las diversas

disciplinas. Además, no debemos temer afrontar nuevos conocimientos, incluso

mediante la lectura, para poder comprender mejor los delicados y complejos

mecanismos psicológicos del anciano.

A este propósito, liberémonos del complejo del humilde Hermano de San Juan de Dios

que se pone a prueba en un encuentro desigual con la cultura contemporánea. Un

religioso nuestro armado de caridad de fe, de humildad,desarrolla un servicio precioso

de amor, dejándose guiar por el corazón y por su cultura religiosa. En este viaje hacia

nuevas tierras, es cierto, no conoce con certeza las aguas en que le tocará navegar, ni los

obstáculos que encontrará. Sin embargo, dispone de los instrumentos para no perder la

orientación. Sabe que no puede combatir la vejez en su proceso físico, biológico; pero

puede actuar eficazmente en el terreno psíquico, mediante aquellas pequeñas atenciones

que hacen al sujeto sentirse a gusto, favoreciendo en él la serena aceptación de su

estado.

Depende mucho de nosotros el que nuestros huéspedes vivan su condición en paz

consigo mismos y con los otros, y no como una prisión encubierta.

Un auténtico bienestar, que puede incluso hacer pasar a segundo plano los achaques

dolorosos de la vejez, pasa a través de la recuperación del sentido de la propia edad.

En los ancianos la caída de la moral puede provocar un brusco declinar. Es también éste

un fenómeno psico-somático.

A pesar de la madurez alcanzada, la “psique” de los ancianos se revela muy frágil;

puede bastar una desilusión, un cambio de costumbres, una disminución de ciertas

funciones para provocar un trauma que origina el declinar físico. A veces, y conviene

recordarlo siempre, el trauma se origina precisamente en el paso a la vida en hospital, en

el hospicio o en la clínica: son momentos vividos frecuentemente por los ancianos como

el final real de su vitalidad, como la desaparición de la dimensión social, es decir, como

el inicio del declinar definitivo, preludio de muerte inminente. Estas caídas de moral

crean una indiferencia y una apatía que han de ser combatidas.

Si nosotros, seres mortales, no podemos alterar la fisiología humana, ni ilusionarnos de

que existan recetas milagrosas, podemos, sin embargo, recurrir a las disciplinas

psicológicas para interpretar las debilidades y las exigencias de los ancianos, para darles

respuestas satisfactorias y estimulantes.

No se trata, ciertamente, de devolverles los años perdidos, sino más bien de colaborar

para una mejor calidad de su vida, respetando su “background” socio-cultural, teniendo

presente, sin embargo, que el síndrome que hemos descrito golpea indistintamente tanto

a las personas acomodadas como a las pobres.

Más bien, si puede tener valor una distinción, es la relativa al sexo del anciano.

La mujer, en efecto, mientras está en familia, mantiene ciertas funciones suyas ligadas a

la precedente condición de madre, mantiene la relación afectiva con los hijos y nietos,

se hace útil y a menudo es responsable de la marcha doméstica.

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Para el hombre, en cambio, la edad de la pensión es un trauma gravísimo: pierde la

función de soporte activo de la familia sin adquirir aquella otra típica del pasado,

cuando el anciano era reconocido como el sabio, el patriarca, el guía autorizado. Se

siente inútil, que no produce, una boca más que alimentar: estamos frente a un

fenómeno cultural y social y en este piano debemos intervenir.

A estos factores de carácter psicológico se añaden los efectos de las enfermedades

crónicas más extendidas: hipertensión, diabetes, artritis y otras. Y aquí tienen su lugar

las necesarias terapias sugeridas por la geriatría. Pero el gran problema sobre el cual

nosotros nos debemos concentrar con atenciones es el psicológico.

Restituir una función al anciano

La tarea del Hermano de San Juan de Dios es la de restituir al anciano su función. Es

necesario ser conscientes deello ante todo en primera persona, puesto que muchos de

nosotros somos ancianos o están a punto de serlo. Y entonces debemos preguntarnos:

¿cómo vivimos nuestra tercera estación? ¿Sabemos envejecer?

De la auscultación de nosotros mismos debemos extraer importantes consecuencias y

conocimientos que trasmitir. Debemos hacer partícipe al anciano de nuestros

conocimientos, de modo que aprenda a aceptar su estado. Esto puede darle serenidad y

confianza: frecuentemente el anciano tiene miedo de no ser amado y escuchado; teme

incluso que se interpreten ciertas ideas suyas como degeneraciones psíquicas debidas al

envejecimiento. Puede hacerse presente en él la tristeza de ver que en la propia vida ya

no hay lugar para los proyectos y los sueños, sino sólo para lamentos, para el fardo de

recuerdos que pesa como un pedrusco en su progresiva lejanía y mitización. Está en

nosotros el convencerlo de que la vejez es también la estación en la que se exaltan

valores como la amistad, el amor y la sabiduría.

El anciano tiene mucho tiempo libre, no estando ya cargado por las ocupaciones de la

rutina productiva; él puede, por consiguiente, dar mucho precisamente en el momento en

que cree valer poco. La edad de la vejez podría ser verdaderamente la edad de los

valores humanos, más que de las necesidades materiales.

Pero a condición de que el espíritu se mantenga joven, aceptando la vida tal como es.

Sin huidas hacia atrás o hacia adelante. Decía a este propósito Juan XXIII: “A veces veo

asomarse la tentación de considerarme viejo. Es necesario reaccionar: a pesar de las

apariencias exteriores, es necesario conservar viva la juventud del espíritu”.

Nosotros podemos ayudar al anciano también a recuperar las funciones justas, si somos

capaces de vivir nuestra edad, de convivir con nuestra vejez.

A quien me preguntase “¿Qué debo hacer para ayudar al viejo marginado, frági1, débil,

empobrecido?”, yo le respondería: dime cómo vives o cómo piensas vivir tu futura vejez

y te diré si y cómo serás capaz de ayudar a tu prójimo anciano.

En concreto, la primera cosa a realizar es tener una relación madura, adulta, que nos

prepare a la vejez. La Orden vive de los dones espirituales y humanos de sus

componentes: sin jóvenes no tendría futuro, sin ancianos no tendría guías expertos. Por

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esto es deseable que entre las diversas generaciones no disminuya nunca el intercambio

de ideas, experiencias y de proyectos, en otras palabras, que no disminuya la

creatividad. Un estudio sobre las personas centenarias ha enfocado interesantes

situaciones de vitalidad psíquica.

La mayor parte de ellas hacen planes precisos para el futuro, se dedican a los

pasatiempos preferidos, tienen un agudo sentido del humor, un sólido apetito y también

una cierta resistencia física; llenan perfectamente sus jornadas con ocupaciones y

actividades y no manifiestan, al menos en apariencia, miedo a la muerte.

Otro interesante testimonio es el del gerontólogo inglés Alex Confort, que ha dicho:

“Probablemente es nuestra perspectiva cultural y no el número de las células cerebrales

lo que nos induce en la vejez a la rigidez o, al contrario, a la disponibilidad y al

cambio”.

Por consiguiente, la actividad intelectual, la capacidad de proyectar, la expresión de la

creatividad personal, los intereses en ocupaciones realizadoras, impiden un precoz y

brusco declinar mental. Y las consecuencias de esto se reflejan en el humor, en el gusto

de vivir, en una relación con ellos mismos y con la propia edad seguramente positiva.

El anciano tiene tiempo para reapropiarse de sus intereses y para descubrir otros nuevos.

Pero, una vez más, será necesario valorar estas reflexiones y estas experiencias de modo

no reductivo, es decir, en una visión integralmente humana, que no prescinda del

conjunto de valores y de los comportamientos necesarios para resolver el nudo de la

identidad y de la función de los ancianos. En otros términos, las actividades creativas y

recreativas, por importantes y necesarias que sean, no pueden ser pretexto para una

evasión, una huida del aburrimiento, de la crisis existencial. Quien quisiera brindar estos

modelos solamente para llenar los vacíos de tiempo no comprendería el núcleo del

problema. Precisamente el anciano seria el primero en darse cuenta del subterfugio y

sentiría una íntima insatisfacción.

Tampoco debemos intentar retornos imposibles al pasado, cuando el anciano mantenía

sólidas posiciones sociales; ni pensar que sea proponible como solución para todos una

reinserción del anciano en la sociedad productiva. Sin embargo, no olvidemos “usar” su

experiencia llamándolo a colaborar con nosotros cuando se necesiten intervenciones,

análisis y juicios: El puede seguramente ser útil en la relación con otros ancianos, quizá

más necesitados de asistencia que él.

Todo anciano es un microcosmos, una persona, también un conjunto de hábitos, de

pequeños ritos cotidianos personales que se han ido sedimentando a lo largo de toda la

existencia.

Donde sea posible debemos garantizar estas formas personales que alejan la penosa

imagen de quien se siente en casa ajena, privado de los propios objetos con los que ha

convivido por largo tiempo, propenso a pensar de nuevo con nostalgia en todas aquellas

cosas que le faltan. Y esto lo podemos hacer escuchándoles, conversando con ellos,

descubriéndolos poco a poco, evitando culpabilizar sus gustos y sus actitudes

(frecuentemente se pretende que sean serios, sabios, educados; pero también ellos

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experimentan la misma gama de sentimientos y situaciones que nosotros), obligándoles

quizás a asumir identidades de “apariencia” para ser aceptados.

La recuperación de la función vendrá ante todo a partir del respeto por ellos:

ciertamente no podemos nosotros imponer, sobreponer nuestras ideas. E incluso antes

de que el objetivo sea alcanzado, ellos al menos descubrirán la conciencia de la propia

edad, la vivirán sin culpas o remordimientos, sin sentirse marginados. Quizás aquellas

situaciones penosas de ancianos perennemente sentados, que tienen pocas cosas que

comunicarse a no ser la exposición reciproca de los achaques o conversaciones ácidas y

chismosas, podrán ser definitivamente evitadas.

Las familias deben colaborar

Pero el intento de devolver al anciano a su función, venciendo la soledad no se logra

completamente si las familias no están implicadas en este esfuerzo colectivo. La familia

debe estar disponible para el coloquio, también para revelarnos costumbres, intereses,

pequeños hechos, que nos pueden ayudar en nuestro trabajo; debe estar disponible para

la colaboración, el encuentro, para no alejar al anciano de sus afectos que le quedan bien

presentes en la memoria.

¿Qué armonía podremos crear de nuevo si en e1 prevalece la melancolía? ¿si se siente

marginado, abandonado como un “deshecho” inútil?

Por consiguiente, entra también en nuestras tareas la sensibilización de los familiares,

con los cuales debemos tener abierto un diálogo ya de escucha interesada, ya de

consejo.

Una vez más se manifiesta aquí la riqueza de nuestro carisma.

Se trata de explotarla de manera adecuada, con las necesarias aperturas a los tiempos, no

insistiendo en viejos métodos que a veces saben solamente a paternalismo existencial y

basta, sino eligiendo relacionarse con el anciano, seguirlo, en sus temores, en sus

defensas, en sus fracasos, en sus esperanzas, en sus posibilidades: sólo así vuestra,

nuestra función servirá de algún valor.

Oh, como desearía ver a nuestros Hermanos de San Juan de Dios, viejos y jóvenes,

discutir no sobre casos clínicos, sino sobre casos humanos (y por consiguiente también

clínicos), dentro de un grupo de referencia constante en el cual las opiniones de todos

sean confrontadas para dar al religioso que sigue al anciano todas las sugerencias que la

ciencia y el corazón pueden poner a disposición.

Cómo me agradaría ver a los religiosos entretenerse sin prisa con los familiares de los

ancianos acogidos, no para dar órdenes ni para reprender, sino para adquirir

informaciones y conocimientos útiles para una mejor asistencia.

Y en fin, me agradaría ver al Hermano de San Juan de Dios en coloquio constante con el

anciano, en eldescubrimiento reciproco de la propia humanidad. Nuestras obras para

ancianos no serían casas de reposo, sino lugares de actividad, de estudio, de búsqueda,

de reflexión, de revelación del alma humana y, hasta donde es posible, de activación de

todos los recursos disponibles.

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Quisiera, en resumen, que el anciano en el lecho de muerte nos pudiese decir: “¡Habéis

hecho todo lo posible, gastado más de lo necesario, a veces os habéis equivocado, no

habéis entendido, pero siempre habéis tenido el oído atento y el corazón abierto hacia

mí!”

Tengo fundadas esperanzas de que esto pueda suceder.

II

EL ENFERMO TERMINAL

Un piadoso eufemismo

Hemos observado anteriormente lo perturbador que es el problema de la pérdida de la

relación directa con el enfermo, y cómo el trabajo de humanización dentro de nuestras

estructuras debe comenzar precisamente por la recuperación no tanto de una relación de

naturaleza clínica-entre paciente y enfermero-cuanto, más bien, de una relación con el

alma de nuestro enfermo: debemos recuperar aquel complejo núcleo de afectos, de

emotividad, de actitudes del espíritu que interaccionan positivamente en el encuentro

entre dos personas mucho más que la relación entre un anónimo paciente ‘numerado” y

un aséptico profesional adscrito a su cuidado.

Sabemos también que este encuentro solicita, estimula un recíproco crecimiento

espiritual. El razonamiento se hace más arduo frente a un particular tipo de enfermo, el

moribundo, que con piadoso y casi exorcizante eufemismo viene llamado “enfermo

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terminal”. Quedamos pensativos, no sólo por el desvanecerse de la vida terrena en el

misterio de la muerte con la esperanza de la resurrección futura, sino también por la

amarga constatación de lo impotente que es nuestra acción, no logrando intervenir de

modo positivo en aquel momento, el más importante de la existencia humana.

Como cristianos sabemos lo definitivo que es este paso para cada hombre, para cada

alma; sabemos qué angustias psíquicas, cuánta pena experimenta el moribundo y de qué

modo dulce y desesperado se manifiesta en él el amor por la luz, por la vida, por el

mundo que está por dejar.

Sabemos también que prepararse a la muerte es condición fundamental para afrontar sin

temores, sin lamentos o pecaminosos ensañamientos de rechazo, la prueba de este

último instante que huye. Ante la realidad de la muerte, misterio sobrehumano, no

podemos más que imponernos un grande y devoto silencio y alzar nuestros sufragios

por el alma del difunto, inclinándonos a la voluntad divina.

Pero antes, ¿qué podemos hacer? Hoy morir en un hospital es un hecho muy común y

difundido; encontramos cada vez con más frecuencia la muerte en los pasillos y en las

distintas salas, en cada momento de nuestro trabajo.

Es un fenómeno que debemos afrontar, fieles a nuestra cultura de la hospitalidad.

Nuestro huésped sufre interiormente delante de nosotros: ¿nos limitamos a orar por él o

debemos ayudarlo de algún modo a dar serenamente el gran paso?

También en este caso debemos a fijar la atención sobre los inconscientes, pero no por

eso menos erróneos y peligrosos, comportamientos que denigran la condición humana.

Un “tabú” que se ha de remover

Para un cristiano el problema de la muerte debe ser un tema fundamental. Ayudar al

hombre moribundo a mantener su dignidad, su valor y acompañarlo en aquellos últimos

momentos, con frecuencia largos, debe ser un preciso deber nuestro de asistencia y de

buena hospitalidad. También porque la muerte hoy es vista con ópticas falseadas.

Existen en la sociedad contemporánea dos tendencias opuestas: por una parte, se

rechaza la muerte como dato objetivo de la existencia humana, se la deja a un lado con

un sentido de terror mezclado con disgusto; por otra, se redescubre la muerte como un

acontecimiento inevitable. Sí, queridos hermanos, se redescubre la muerte, como si ella

no hubiese estado siempre presente en el pensamiento, en los actos, en la historia y en la

civilización del hombre. Pero detengámonos sobre algunos fenómenos que ponen en

evidencia la primera tendencia.

El hombre hoy rechaza la muerte: sabe que existe, pero se comporta como si nunca

debiese llegar, evita elconsiderarla como un suceso cierto y con esto pretende alejarla,

casi como en un ritual exorcista. En resumidas cuentas, se aparta el pensamiento de

ella. Y sin embargo la muerte se ha convertido en un fenómeno habitual cotidiano.

Pensemos en los noticiarios televisivos que con frecuencia manifiestamente sirven la

“muerte a la mesa”, en directo, hasta el punto de hacernos dudar acerca de la licitud

ética de semejantes espectáculos, justificados con el “deber de informa”. Si examinamos

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los comportamientos más comunes, a los cuales nadie dedica un examen, nos damos

cuenta de que la misma cultura de la vida está basada sobre la certeza de la muerte.

Supongamos una paradoja: la inmortalidad de la vida terrena.

Si se realizara, el hombre ya no tendría los mismos comportamientos, cambiarían las

costumbres, la filosofía existencial: la edad del aprendizaje sería constante y no relegada

al período de la infancia adolescencia — juventud; la angustia de pasar el tiempo no

existiría; el tiempo y las ganas de reconstruir, de cambiar de actividad, el coraje de las

opciones y de los cambios prevalecerían sobre la tendencia a la aceptación, a la

profesionalidad definitiva y conservadora. La vida sería considerada en una perspectiva

totalmente diversa, se crearían nuevas costumbres, nuevas teorías y nuevos modos de

pensar.

Pues bien, precisamente porque esto es una paradoja, nos damos cuenta de la flagrante

contradicción presente en el rechazo de la muerte. ¿Es sólo el terror lo que hace negar la

muerte hoy? ¿O quizás antes el hombre no experimentaba miedo? Quizás una

explicación está en el hecho de que la imagen de la muerte está en claro contraste con el

hedonismo, con la vitalidad juvenil, con la estilización de la belleza, es decir, con los

modelos de consumo cultural y económico hoy tan en boga.

La muerte es vista como algo inconveniente, como un hecho fisiológico: el moribundo,

en su empobrecimiento físico, es asociado a fenómenos declarados inadmisibles por la

civilización de los desodorantes. Ya no es sublimada o heroica, como sucedía a los

personajes literarios que amaban una muerte bella, viril, patriótica, digna. El antihéroe

literario contemporáneo es el burgués, que se adapta a los pliegues de la vida, mientras

teme y huye de la muerte.

Por consiguiente, también la cultura más noble ha revisado los modelos precedentes y

los ha declarado inadmisibles en la realidad.

La confianza en la ciencia médica lleva a las familias a internar al enfermo grave en el

hospital; a veces ellas, aun frente a certezas negativas, sin esperanza, se aferran al

espejismo del “milagro científico”. Pero más frecuentemente ciertos comportamientos

encubren la incapacidad de saber enfrentarse, sufrir asistir vivir mezclados con la

muerte. En algunos casos el enfermo grave resulta un peso ya insoportable, incómodo

para los cínicos, y así se descarga sobre otros, en el intento-excusa de ofrecerle una

asistencia especializada que, en la mayor parte de los casos, se revela modesta e inútil.

He cambiado la imagen tradicional del moribundo

Una característica de nuestro tiempo es que se muere cada vez más raramente en el

propio lecho; se prefiere el hospital, ya sea por la necesidad de cuidados especializados

que frecuentemente exigen instrumentos no transportables al domicilio, o sea por una

deshabituación a la relación directa con la muerte (la verdadera, no la televisiva que

puede considerarse lejana por la buena interpretación de los actores).

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La evolución sufrida por la familia hace prácticamente imposibles ciertas tareas de

asistencia. En el pasado, las familias numerosas eran capaces de repartirse mejor —

haciéndolo soportable — la carga de una larga presencia cotidiana al lado del paciente;

había también en todos sus componentes una preparación psicológica para tal

acontecimiento.

También ha cambiado la imagen tradicional del moribundo: frecuentemente es una

especie de “monstruo” prisionero en un nudo de tubos de plástico, de suero, de

electrodos, de catéteres y de sondas. Es la imagen de esta civilización, la representación

iconográfica de una época que expresa una realidad de total marginación y soledad inte-

rior. Pasó el tiempo en que el moribundo hablaba a la familia dolorosa y compungida,

pero atenta a aquella voz grave que hacía recomendaciones y frecuentemente bendecía.

La muerte era un rito de dolor que tenía el marco de una sólida esperanza. Hoy este

marco ha desaparecido casi del todo en nuestra cultura. Vale la pena interrogarse al

respecto.

En el libro de las “Meditaciones cristianas” de Giovanni Vannucci, en el capítulo de “La

Resurrección” encuentro esta interesante cita: “Escojo para estas consideraciones (sobre

la muerte del hombre) dos corrientes diversas de experiencia de pensamiento.

Comenzaré con un texto hindú de la Katha Upannishad (1000 a.C.). Nachiketas pide a

Yama, el rey de los muertos, que le revele el misterio de la muerte, de la inmortalidad.

Yama, reacio a responder, lo somente a algunas pruebas; encontrando maduro al joven,

le revela el secreto del “Yo” profundo y inmortal del hombre.

Respondiendo a la pregunta, afirma que los hombres se dividen en dos categorías: los

que se identifican con la parte física y vital de su ser, y los que, en cambio, están en

constante comunión con su “Yo” profundo y inmortal.

Para los primeros, la muerte es una interrupción, un suceso amargo e indeseado; para los

otros, es avance yascensión hacia una vida más amplia y más libre.

“El bien supremo es una cosa, lo agradable otra, cada uno arrastra al hombre a un fin

diferente.

Quien se adhiere al bien, llega a buen fin; quien elige lo agradable, malogra el objetivo.

Al hombre se presentan lo mismo el bien que lo agradable, el sabio los examina y los

distingue”.

El sabio elige el bien, no lo agradable; el necio, ávido y posesivo, prefiere lo agradable.

El mundo espiritual no se manifiesta al inmaduro y al tonto; ilusionado por la

fascinación de las riquezas, él afirma que sólo existe este mundo y ningún otro...

El hombre que se concentra sobre lo que está más allá del oído, más allá del tacto, más

allá de la vista, más allá del gusto y del olfato, sobre lo indefectible y eterno, sin

principio ni fin, más grande que las cosas grandes, permanente, se salva de las fauces de

la muerte”.

Para la otra corriente, la hebrea, elijo dos párrafos sacados respectivamente del Antiguo

Testamento y de una narración midrásica. “Vale más perro vivo que león muerto: los

vivos saben que han de morir; los muertos no saben nada, no reciben un salario cuando

se olvida su nombre. Se acabaron su amores, odios y pasiones, y jamás tomarán parte en

lo que se hace bajo el sol” (Kohelet 9, 4-6).

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“Hillel dijo al joven discípulo Jacob: ‘Me siento viejo y tengo miedo de la muerte.

Cuando esté en agonía, ruega al ángel de la muerte que sea piadoso conmigo’. Jacob

respondió: ‘Acepto, con la condición de que una vez alcanzada la otra orilla me vengas

a decir en sueños cómo son las cosas del más allá’. Un mes después de la muerte, Hillel

se apareció a Jacob para decirle: ‘Gracias, hermano, el ángel de la muerte ha sido gentil

conmigo, me ha rozado con la suavidad de un ala de mariposa. ¡Si supieses qué bueno

es Dios!

Me podría pedir cualquier cosa; sin embargo, si me exigiese el retorno a la Tierra, me

negaría’. Jacob se asombró.

‘¿E1 ángel de la muerte no ha estado gentil contigo? ¿No tienes ya la prueba de que la

muerte es dulce?’. ‘Tengo la certeza de ello, pero no quisiera volver a vivir en la

Tierra’. ‘¿Por qué?’ ‘Por causa de la angustia de la muerte’.

Las dos tradiciones son el signo de dos culturas diferentes.

Para el hinduismo, la angustia de la muerte es fruto de la ignorancia: el sabio está libre

de ella, habiendo alcanzado la naturaleza inmortal del propio Sí. En cambio, en el

hebraísmo, la muerte, presente desde las primeras páginas del Génesis hasta los escritos

sapienciales, es el mayor de los males...

Esta nota característica de la religiosidad hebrea pienso que se derive de su mito central:

la “Justicia”. El hebreo está en la tierra para crear un pueblo de justos, que actúe en su

ámbito la gran

justicia divina; el pueblo de los justos será el guía de todas las otras gentes que se

dirigirán hacia la ciudad justa, Jerusalén.

De este impulso hacia la creación de un pueblo de justos se deriva la gran importancia

dada a la familia, a la tierra y a la vida en la revelación hebrea. En semejante óptica, la

muerte no podía aparecer más que como un castigo, una reparación por las culpas

cometidas y, a la vez, como un angustioso fracaso, para quien no podía ver a los hijos

de sus hijos ni gozar del cumplimiento de todas las expectativas de la justicia. El

anuncio de la Resurrección en el Hebraísmo no podía acontecer sino como su vuelco

decidido: “Quien cree en mí, tiene la Vida eterna. Quien come mi carne, tiene la Vida

eterna. Yo soy la resurrección y la Vida”. (Jn. 6,53; 11, 26).

No obstante, estas palabras a menudo han permanecido inertes en la vida de la

cristiandad. Algún raro santo ha sonreído a la muerte llamándola “hermana” o “el más

grande sacramento”.

Ordinariamente ha prevalecido el horror de la muerte...

Hoy, en cambio, en la misma cultura laica, entre los pensadores más perspicaces, se

observa una redescubierta atención por el problema de la muerte, después de años de

desinterés.

Redescubrir la muerte

A este punto, queridos hermanos, os preguntaréis el por qué de esta larga digresión.

Simple: el redescubrimiento de la muerte es importante no sólo en la perspectiva del

más allá, sino también en la del presente. Se dice: si quieres la vida, prepara la

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muerte. O bien: se muere como se ha vivido. Pero no según la lógica del horror ni

tampoco siguiendo el mecanismo del rechazo, que hacen presentir y experimentar de

modo dramático y angustioso el momento de la separación.

La medicalización de la muerte, donde el enfermo resulta dominio de la medicina, es

una forma de rechazo del gran paso. Por esto hoy la mejor muerte es considerada por

muchos la “repentina e imprevista”, que, en cambio, era tan temida en el Medioevo. Y

ni siquiera “después” al difunto debe parecer tal: en las “funeral homes” (cámaras

mortuorias) americanas se le acicala para hacerlo aparecer como un casi vivo: “The

patient looks lovely now” (¡mira qué bien está!).

También el luto es rechazado, desapareciendo frecuentemente un auténtico dolor

interior y, por lo tanto, no teniendo sentido el signo externo: al contrario, quien se deja

llevar por una fuerte conmoción ¡es mirado incluso con sospecha!

Pero estos son paliativos que no cambian la sustancia. Es hora de que la muerte — que

es una sola cosa con la vida — salga de la clandestinidad y que el hombre descubra

el camino, por un tiempo perdido, hacia una cultura de la muerte y, por consiguiente, de

la vida. Y esto es posible siguiendo el camino del hombre. De cuanto se ha dicho,

efectivamente, vemos surgir un nuevo tipo de necesitado, de marginado: el enfermo

terminal. También a él la debemos garantizar atención y asistencia.

Ciertamente, frente a una persona que no tiene esperanzas de sobrevivir surgen

numerosos interrogantes. Ante todo, ¿hasta qué punto se debe prolongar el tratamiento

terapéutico? ¿Se debe permitir que se convierta en verdadero y auténtico en-

carnizamiento? ¿Quién decide la duración y modalidad de esta lucha contra la muerte?

¿Qué intervenciones son legítimas y cuá1es no? ¿Qué actitud debe tener el agente

sanitario hacia el moribundo? ¿Quién colabora con él en esta fase? En resumen, ¿qué

hacer para mantener al moribundo en una situación de máxima dignidad y de mínimo

sufrimiento, salvaguardando su derecho a vivir sin obstinarse en curas inútilmente

dolorosas, y sin abandonarlo a sí mismo? Y todavía: ¿cómo, si y cuándo advertir al

moribundo de su estado? ¿Y quién lo debe hacer?

Interrogantes dramáticos

Estamos frente a problemas dramáticos.

Muchos médicos, muchos agentes, y — ¡ay de mí!— a veces también algún Hermano

de San Juan de Dios, no saben qué hacer y terminan por abandonar a la soledad a aquél

que está afrontando el paso más importante de la vida. Es la nefasta consecuencia de

una idea de asistencia orientada solamente a la recuperación de la integridad y de la

eficiencia física, es un dejar vía libre en nosotros al rechazo de la muerte.

Un primer motivo fundamental de reflexión se refiere a determinadas actitudes en

constante difusión que amenazan al hombre precisamente en nombre de la humanidad.

Entre éstas, la más engañosa es la eutanasia, cuya práctica se insinúa de modo rastrero

en el hospital cada vez con mayor crédito. Hábiles manipulaciones culturales, sobre

todo a través de los mass-media, logran presentar la eutanasia a los ojos de la gente

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como la respuesta más simple y más “humanitaria”: para eliminar el sufrimiento de

quien ya no tiene esperanza de curación, se elimina al que sufre.

Pero este falso humanitarismo ante un análisis atento revela su aspecto ambiguo.

“Muchas veces las exigencias de muerte piadosa — recuerda el teólogo B. Häring — no

son expresión de una verdadera voluntad de morir, sino más bien una llamada

desesperada para recibir mas cuidados, más atención y más solidaridad humana”.

Según los defensores de tal práctica, ésta sería una conquista humana, ratificaría “el

derecho a morir con dignidad”.

Pero, queridos hermanos, la dignidad de la muerte no consiste de ningún modo en esta

“conquista”, sino más bien en el modo de afrontar la muerte.

Inhumano es más bien la cama, inhumanos son los tubos, el cuerpo y el alma

abandonados a sí mismos, el hombre solo con sus pensamientos, sus angustias e

inquietudes. La verdadera respuesta está en afrontar este momento de sufrimiento moral

y psíquico, no en suprimir al que sufre.

Sabemos que la ciencia médica puede ayudar a afrontar bien la muerte impidiendo que

el hombre se degrade como un animal presa del dolor. El progreso en los

procedimientos de reanimación que atenúan o suprimen la sensibilidad corpórea mira

precisamente a esto.

Sin embargo, queridos hermanos, es necesario definir aquella “Tierra de nadie” que

separa la cura y mitigación del dolor de la crueldad, de la inútil experimentación hecha

únicamente por orgullo científico, que reduce el hombre a conejillo de Indias, en

definitiva, del encarnizamiento terapéutico.

Digamos, ante todo, que no es posible mantener con vida a una persona en estado

únicamente vegetativo si no existen motivos precisos separados de la experimentación.

Hoy, el tiempo de la muerte cerebral, biológica, celular; los antiguos signos basados en

el paro cardíaco y respiratorio ya no son suficientes; se mide la actividad cerebral, se

puede mantener latiendo un corazón artificialmente, se puede estimular forzadamente la

respiración. El momento de la muerte se puede prolongar a discreción del médico: no se

puede eliminar, pero sí regular la duración del fin. Es posible retardar el momento fatal

suprimiendo también el dolor.

Pero frecuentemente esta prolongación, de medio científico al servicio del hombre que

sufre, se transforma en fin.

Y es precisamente en esta zona oscura del confín entre la curación y la crueldad, entre

derecho a la vida y eutanasia, donde nuestra conciencia de religiosos debe estar alerta

para que se respete una medida que sea signo de humanidad y de ética, más allá de las

normas que cada uno de los estados determinen.

La muerte no puede ser asignada en dotación exclusiva al médico, a la técnica, a la

experimentación, porque ella representa el más antiguo misterio del hombre, sobre el

cual nosotros como religiosos no podemos eximirnos de ejercitar nuestra función

especifica de misioneros de la salvación y de guías espirituales.

No abandonar al moribundo

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Pero detengámonos sobre un tercer aspecto, ya señalado.

Frente al enfermo grave, frecuentemente también nosotros perdemos las esperanzas, nos

sentimos inútiles y lo abandonamos en espera del inexorable momento.

¡Qué estrecha visión de la vida y de la muerte, qué habituación a una función de agentes

técnicos, que olvida que el término salud significa también “salvación”, es decir, vida

del alma!

Por esto hoy el hospital se ha convertido en el lugar de la muerte solitaria. Un corazón

que se para no hace ruido; no obstante, en nosotros debería suscitar un amplio eco. La

muerte, como la vida, no es un acto exclusivamente individual. También la de los otros

nos toca de cerca de algún modo.

Nos corresponde a nosotros, dentro de nuestros límites humanos que no pueden

ciertamente cambiar los destinos, eliminar el sentido de “Salvaje” en la imagen de la

muerte solitaria con tubos de plástico, que clamorosamente hace revivir el antiguo

horror del cadáver putrefacto abandonado en el campo.

¿Qué civilización sería de otro modo aquella en la que cambiasen las formas del horror,

pero no la esencia?

En un reciente Encuentro de médicos católicos celebrado en Roma se discutieron los

problemas del dolor, de la vejez, de la eutanasia. Temas fundamentales, que requieren

un planteamiento filosófico general para una seria crítica a nuestro modelo de

civilización que aporte una cultura y actitudes nuevas en este campo.

Durante el encuentro, un profesor declaró textualmente: Es necesario un nuevo empeño

en la asistencia a los moribundos. Hace falta intensificar la presencia al lado del

enfermo, teniendo en cuenta que es el moribundo quien tiene que enseñar, puesto que

vive una experiencia que los demás ignoran. Es necesaria una preparación específica en

este sentido del personal sanitario, una preparación que, sobre todo, es humana. Un mé-

dico o un enfermero no podrán asistir con rostro sereno y con equilibrio, a un

moribundo si en la propia conciencia no han integrado una visión de la vida y de la

muerte, es decir, si personalmente no han dado una respuesta a los problemas esenciales

de la vida humana”.

Mis queridos hermanos, ¡qué lección nos viene de este laico!

Nosotros, a veces, bloqueados por nuestros miedos más que por nuestros compromisos,

debilitados por nuestros fantasmas de impotencia, vamos precedidos por laicos con

sugerencias de gran valor, que deberían ser nuestras y que, en cambio, no hemos sabido

encontrar en el cauce de nuestro carisma tan rico. Decía antes que la “dignidad de la

muerte” reside también en el modo sereno de afrontarla, en aquel período (largo o

breve, consciente o semiinconsciente) de olvido de la mente antes del paso definitivo.

Pero los problemas nacen antes del momento final: desde cuando el curso del mal hace

prever un seguro desenlace fatal; es en esta fase cuando la voluntad racional aplicada a

la metodología científica entra en crisis haciéndonos desesperar e impulsándonos a

renunciar a toda ayuda ulterior. Pero nosotros sabemos que donde el conocimiento y el

método científico se paran, existe aún lugar para la fuerza superior del Espíritu.

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En la fase terminal el enfermo tiene que resolver enigmas delicadísimos, está

atormentado por dudas angustiosas, sacudido por alguna vaga esperanza y destruido por

el decaimiento. Lo invade el miedo, mientras se descubre solo consigo mismo,

consciente de su unicidad. En los momentos lúcidos ve de nuevo la vida como en un

film y con el riesgo de perderse definitivamente en la pesadilla, abatido por sentimientos

de culpa, por lamentos, por amargas melancolías, por el desesperado asimiento a la

vida, por la necesidad insatisfecha de comunicación y de afecto.

En é1 se ceban delicados mecanismos psicológicos que es necesario saber reconocer y

dominar; por esto se hace necesaria la colaboración con psicólogos expertos ya que

frecuentemente la cultura personal no basta; el hombre moribundo está más necesitado

que cualquier otro, es un enfermo “difícil”, que requiere mucho tiempo y muchas

atenciones.

Raramente é1 puede alcanzar por sí solo una aceptación y una mayor serenidad si no es

ayudado por todos los que le asisten y por la misma familia. Más allá del debate sobre la

necesidad de revelar o no al enfermo grave su estado, es cierto que quien se encuentra

en situación semejante la intuye más allá de las palabras.

Su asistencia, por consiguiente, debe estar hecha de atención, incluso en los detalles. No

sirven discursos, sino una presencia afectuosa; el enfermo debe percibir que no estará

solo al afrontar aquel momento: basta una mano estrechada, que en el contacto

angustioso revela un asimiento a la vida, para dar una seguridad protectora, casi

materna, permitiendo también al paciente decir cosas urgentes e importantes para él,

quizá sus últimas palabras.

Implicar a la familia

Pero para ayudarlo de modo verdaderamente significativo, es necesario implicar a la

familia en esta presencia.

Ante todo, no es justo que sea la familia quien decida de modo autónomo si y cómo

informar al enfermo de su estado.

Es siempre oportuno que los médicos que lo atienden se reúnan con los familiares para

un intercambio de informaciones, relativas también a la psicología del paciente, en

orden a acordar juntos la forma de proceder.

De la familia podemos aprender importantes informaciones sobre la historia personal

del enfermo, que ayudan a comprenderlo mejor.

A veces, su asimiento a la vida está inspirado por “nobles preocupaciones” por la suerte

del que queda: por esto quizá la intención de confiar sus últimas recomendaciones a los

familiares, de aclarar algo del pasado, de eliminar sentimientos de culpa. Debemos

favorecer estos momentos finales de comunicación, que un tiempo formaban parte del

ritual doméstico de la muerte: el enfermo tenía reunidos a los familiares en torno al

lecho y conversaba con ellos como en un clima de cálida serenidad, de aceptación;

dejaba sus últimas recomendaciones, dividía la herencia. Los presentes se sentían como

investidos de un carisma. No es imposible volver a dar naturalidad, consuelo, amor y

aceptación cristiana a estas almas que se aprestan al paso final. Y hay en todo esto un

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enriquecimiento recíproco: también el moribundo nos ayuda a nosotros. De él

aprendemos sensaciones que no conocíamos; estando a su lado verificamos nuestra

fortaleza.

En estas situaciones debemos prestar una atención especial también a los familiares del

enfermo, que sufren momentos de agitación y de tensión; frecuentemente, a falta de

noticias, se mortifican en la duda y en la angustia, también a causa de los médicos que,

por razones profesionales, son a veces evasivos y emplean un lenguaje extremamente

técnico en los diagnósticos y en los pronósticos. Una mayor comprensión de sus

exigencias, dictadas frecuentemente por el ansia afectiva, nos puede ayudar a crear un

clima de cooperación recíproca, de confianza y de cálida sinceridad, en beneficio del

enfermo.

Se debería dejar a los familiares tiempo para la visita, para que ésta no resulte

demasiado aséptica y despersonalizada, sobre todo en las salas de reanimación,

estudiando al mismo tiempo los medios adecuados para garantizar el respeto de las nor-

mas de prevención higiénica. A la oración por el alma, que es deber de todos los

religiosos, debemos saber unir un profundo sentido de piedad cristiana, bebiendo en los

recursos del corazón. Nuestra sensibilidad nos guiará en la ardua tarea de ofrecernos

como espalda sobre la cual llorar, como fuerza en la cual confiar; nuestro ejemplo

puede convencer más que mil palabras para descubrir el propio camino espiritual. De

este modo, superando la cerrada visión técnica de la derrota de la medicina frente a la

muerte, nosotros desarrollamos un modelo de asistencia superior.

El momento crucial para los familiares normalmente es el de la inminencia del deceso

de su ser querido. Imaginémonos el estado doloroso, la confusión de las decisiones, el

cansancio psíquico de estas personas, frecuentemente atormentadas por un sentido de

culpa porque no quisieran asistir al momento fatal. Nuestra presencia a su lado es to-

davía más preciosa y luminosa.

Lo mismo se dice para los familiares de los pacientes hospitalizados de urgencia, esto

es, que han pasado bruscamente del estado de salud al de enfermedad por causas

cardiovasculares, cerebrales, traumático-accidentales. El sentimiento de preocupación

por la suerte de la persona querida es en ellos igualmente vivo aunque no se encuentren

en presencia de siniestros pronósticos.

No he presentado metas imposibles. Estoy seguro de que, siguiendo el camino que es

siempre más el nuestro, la muerte en el hospital podrá recuperar la dignidad perdida.

Y el hospital podrá ser en verdad para el enfermo grave el único lugar donde le sea

garantizada una atención continua, con metodología y medios impensables en otra parte,

y al mismo tiempo un lugar de asistencia integral, que aleje los inquietantes espectros de

la soledad y el horror, dejando lugar a la resignación humana y a la esperanza cristiana.

Quisiera desde ahora invitaros a estudiar medios y fórmulas, a imaginar y proyectar,

junto a los médicos y a los enfermeros, un redescubrimiento profundo del sentido de la

vida y de la muerte. Estoy convencido de que, sobre la base también de algunas

experiencias espléndidas ya en marcha (por ej. el “Royal Hospital de Montreal” y

algunas Fundaciones, entre las cuales está una italiana), se abre un espacio enorme al

Hermano de San Juan de Dios deseoso de comprometerse de un modo nuevo en la

asistencia a los moribundos. Aprovechar este espacio es, además de un deber preciso

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ligado a nuestra vocación hospitalaria, condición «sine qua non» para el desarrollo de

nuestra Orden y para un digno servicio a la Iglesia.

III

LOS TOXICODEPENDIENTES

El cáncer de los jóvenes

La imagen de un cáncer que se extiende con sus metástasis en toda la civilización

occidental será quizá hasta demasiado utilizada para señalar el problema de la droga y

de la toxicodependencia; pero seguramente es eficaz para poner en evidencia este nuevo

«mal» de la sociedad que golpea sobre todo a los jóvenes. Intentar un análisis exhaus-

tivo del problema de la droga es difícil; no obstante es necesario dar de él, al menos, una

sumaria descripción. La gravedad y la extensión del fenómeno son evidentes, más allá

de las estadísticas, cuyas elaboraciones matemáticas tienen por lo demás su trágica

evidencia.

La Organización Mundial de la Salud afirma que más de 4.000.000 de personas, en

USA, han hecho uso de varios tipos de droga. Pero el fenómeno aparece aterrador

indagado en los porcentajes relativos. El Federal Bureau of Narcotics señala que 1 joven

de cada 5 se droga y que, en todo caso el 40% de los estudiantes de escuela media

superior ha probado la droga al menos una vez; y, además, el 60% de los estudiantes

universitarios. Probar la droga al menos una vez no es aún síntoma de

tóxicodependencia, pero la realidad presenta contornos más precisos: entre los

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tóxicodependientes reconocidos, más del 50% tiene una edad entre los 20 y los 30 años,

y hay un amplio porcentaje, en aumento, para los jóvenes de edad inferior.

Su extracción social es indicativa: negros (52%), mexicanos (6%), puertorriqueños

(13%); es como decir que la mayor parte de ellos pertenece a grupos étnicos sociales

marginados.

Observando el fenómeno en Europa, notamos que e1 mismo ha alcanzado dimensiones

alarmantes en Holanda, Dinamarca, Gran Bretaña, Alemania, Francia; por lo que se

refiere a Italia, a los grandes centros del Norte se ha añadido ahora la zona meridional

con sus principales ciudades y también con centros menores donde, sin embargo,

abundan los desempleados.

¿Quién es el tóxicodependiente?

Para despejar el campo de posibles confusiones, definimos la situación del

tóxicodependiente como la de quien se encuentra en un estado de intoxicación,

periódica o crónica, por el uso habitual y continuo, con síndromes de abstinencia, de

sustancias estupefacientes, naturales o producidas sintéticamente; una situación

peligrosa por el «status» psico-orgánico del sujeto que es oprimido en amplias esferas

de la personalidad. La morfina, la heroína, la cocaína, el L.S.D., incluso la metadona,

los barbitúricos y las llamadas «drogas ligeras», entre las cuales la marihuana, son las

principales sustancias estupefacientes que provocan estados definibles genéricamente

como alucinógenos.

Obviamente con reacciones diversas según el tipo de droga e incluso de individuos,

pero caracterizadas prevalentemente por somnolencia, habla acelerada, depresión del

sistema nervioso central, estados de felicidad, excitación, hiperactividad, sentido de

alargamiento del tiempo psíquico, euforia, alucinaciones. Reacciones que, en todo caso,

comportan una peligrosidad para sí mismos y para los demás. Para sí mismos, puesto

que la disminuida o alterada percepción de la realidad externa representa un evidente

factor de riesgo para la seguridad y la incolumidad; y, además, el abuso de drogas

provoca destrucción orgánica y un declinar físico que puede conducir a la fatal “over

dose”, esto es, a colapsos e insuficiencias respiratorias frecuentemente mortales.

Se puede afirmar, además, con certeza que los tóxicodependientes presentan una

patología no irrevelante respecto a las enfermedades crónicas, las hepatitis, el daño

irreparable de algunos órganos, con la aparición de nuevas enfermedades como el

S.I.D.A.

A estos problemas sería necesario añadir otros: por ejemplo, el riesgo derivado de la

droga «cortada» con sustancias nocivas; o bien la falta de toda preocupación higiénica

en el rito de los heroinómanos. Pero el razonamiento resultaría demasiado

amplio y complejo. Existe, sin embargo, una tasa de peligrosidad que afecta a la

sociedad: se comprende fácilmente cómo el estado alucinógeno, las percepciones

alteradas, la exaltación psíquica, la pérdida de los frenos inhibidores, la ausencia de

sentido de culpa y de pudor, todos estos factores produzcan una personalidad alterada,

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una especie de «molécula enloquecida» de la colectividad. Las consecuencias son

conocidas: la toxicodependencia engendra necesidad económica para la adquisición de

las sustancias.

Necesidad a la cual se ligan millares de fenómenos de delincuencia, desde el pequeño

hurto con descerrajadura, hasta las agresiones violentas, incluso por poco dinero. Estas

componentes clamorosas han hecho subir el porcentaje de delitos provocando un estado

de absoluta falta de seguridad, porque el tóxicodependiente es impulsado a golpear

indiscriminadamente a cualquiera. El criterio según el cual el delincuente común no

actúa cuando «el juego no vale la vela», en este caso no cuenta en absoluto.

La intención de «criminalizar» al tóxicodependiente está bien lejos de mi pensamiento,

que de claro, pero ciertas situaciones han de conocerse sin eufemismos, en su realidad.

Así como no podemos ignorar un nuevo síntoma de barbarie que brota de ciertos

razonamientos que se están abriendo camino cínicamente: partiendo del dato de la peli-

grosidad social, se reclama la necesidad de una «enérgica» intervención pública (o

privada) para «sanear» la situación.

Factores y causas

Si fijamos la atención en el fenómeno es para captar su miseria, para indagar las causas

con la mirada puesta también en la víctima, que es el consumidor de droga.

Ciertamente, la exigencia de seguridad social es un hecho de dignidad civil, de justicia,

pero no puede ser el punto de partida para solucionar el problema. La

tóxicodependencia es un problema del hombre, en correlación con precisas dinámicas

sociales, psicológicas, culturales y con carencias espirituales. Si no se pone uno en esta

óptica es difícil elaborar una idea aceptable de la intervención terapéutica. Pensemos

solamente en el nudo de factores que influyen en las decisiones personales: los

elementos psicológicos individuales, la vida de relación con la familia, los amigos, la

colectividad, la situación social, la posición cultural. Pensemos también en la

responsabilidad enorme de aquellos modelos culturales que, en el último decenio, han

propuesto la droga como momento de libertad, de alternativa; modelos de cuño ma-

terialista y consumista caracterizados por la caída de antiguas (y en algunos casos ya

inadecuadas) ideologías, que explican la tendencia contemporánea del arrivismo, a

conseguir el éxito por los medios que sea. El panorama espiritual de nuestra época se

nos presenta árido, empobrecido de valores éticos, mientras que no parecen surgir aún

alternativas suficientemente estructuradas. Es en este vacío donde se insertan estas

tendencias deterioradas.

La dificultad de captar a tiempo la situación se explica, por otra parte, por la rapidez y la

complejidad de los cambios económicos, sociales, tecnológicos y culturales, en un

mundo en el que incluso los valores parecen haberse convertido en objeto de efímero

consumo. Aquí la droga encuentra seguramente su sitio, proponiéndose como «hija de

los tiempos», en un doble aspecto: como respuesta engañosa a las situaciones de

malestar y, por consiguiente, como medio de huída hacia la felicidad, y como propuesta

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de «valor alternativo», esto es, como otro modo de vivir que no acepta el modo de vivir

común.

En la complejidad de la situación juegan también algunas contradicciones graves la

política exterior e interna de los estados nacionales acerca de los grandes valores de la

paz, la libertad y la justicia, que no son afirmados con decisión, así como la pesadilla

aberrante del conflicto nuclear. De ahí se deriva una especie de pesimismo existencial,

que induce a querer las cosas aquí y ahora, a consumir de prisa cualquier emoción;

y un «juvenilísimo» que carga de injustas expectativas la vida de los jóvenes, como mito

de éxtasis y de felicidad. Ambos no son ciertamente extraños a la difusión de la droga,

habiendo privado al hombre de certezas válidas, de la seguridad de un modelo justo, y

eliminado de los horizontes humanos fe e ideales en los que creer y esperar.

Nuestra sociedad — es decir, todos nosotros, conscientes, copartícipes de eventuales

errores, coagentes en proponerlos de nuevo — nos impulsa a superar estas ansias e

inseguridades con los psicofármacos; nos ilusiona que felicidad, realización y éxito son

asequibles con píldoras de energía eficiente, nos enseña a vencer la angustia con el alco-

hol, según la estrategia de una productividad no sometida a las necesidades humanas,

sino orientada a imponer necesidades falsas, negativas y alienantes. ¿No es quizá cierto

que las fuerzas socioeconómicas hoy se dirigen a los jóvenes (e incluso a los niños)

como a sujetos que se han de conquistar para el mercado de consumo teniendo

corno primer objetivo lo útil y no la educación?

Escasas defensas pan los jóvenes

Precisamente el joven, en fase de formación, es el sujeto más expuesto a los engaños.

En el momento en que inicia su exploración personal del mundo, haciéndose una propia

escala de valores, confrontando lo que desearía con lo que encuentra y desarrollando el

proceso de socialización, el joven no es aún plenamente capaz de decisiones razonadas.

En esta fase de estructuración de su personalidad se encuentra abierto a las novedades,

alimenta curiosidades, busca la relación con los demás, para conocerse y conocer, para

probarse, para definir su identidad. Por esto puede dejarse seducir fácilmente por

modelos aberrantes. Al final de su camino de búsqueda puede encontrar también al

distribuidor en busca de nuevos compradores.

Sus defensas serían ciertamente más eficaces si tuviese detrás una familia que fuera

para él guía, información, afecto, refugio en los momentos difíciles. Pero ya hemos

visto cómo y cuanto ha cambiado la familia, en el paso de una cultura campesina a una

cultura industrial y tecnológica. En la primera, la transmisión de valores de padre a

hijo era lenta pero ineludible y segura: el padre, depositario del saber enseñaba al hijo

las cosas del mundo y de la naturaleza. Hoy la figura del padre ha perdido este

prestigio cultural, su autoridad de guía: los conocimientos son tan amplios, rápidos y

cambiantes que impiden una asimilación del saber paterno. Frecuentemente, además,

la preparación escolar del hijo resulta incluso superior a la del padre, el cual casi

siempre por la rapidez de los cambios permanece extraño a los fenómenos típicamente

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juveniles de conducta, por lo cual el hijo ya no ve más en él un interlocutor confiable y

«preparado».

Finalmente, tiene siempre mayor eficacia (también manipuladora) una forma de

transmisión de los conocimientos fuera del ámbito familiar: la realizada a través de los

mass-media, que proponen continuamente modelos culturales sumamente insidiosos

para la psicología juvenil, sobre todo a través de la publicidad.

Por no hablar del papel negativo de ciertos padres dentro de la familia «nuclearizada»,

que ha entrado en crisis como célula básica de la sociedad. Son a menudo los mismos

padres quienes acríticamente vuelven a proponer a los hijos aquellos modelos de éxito y

de comportamiento. No puede venir beneficio alguno a los jóvenes de una familia

frecuentemente amenazada en su estabilidad por separaciones, desempleo, entradas

económicas por debajo de la media general, es decir, por factores que crean

marginación y un sentido de frustración en relación con el modo de vivir de los otros.

De la frustración a la revancha no hay más que un paso. Y entonces el joven «huye»: a

las calles, a las plazas, se une a grupos para buscar lo que le falta. Y aquí encuentra la

última asechanza, en la red del amplio mercado en el que opera gente sin escrúpulos,

con conexiones a nivel internacional, un mercado del cual el distribuidor de la esquina

es sólo el «terminal».

EI potencial tóxicodependiente, debilitado familiarmente y privado de certezas morales,

sugestionado por el proceder de los de su misma edad, del «grupo», realiza así la

primera decisión para evadirse, para probar o aunque sólo sea para ser aceptado. La

droga ha llegado así hasta las puertas de las escuelas medias inferiores, lo cual eleva

grandemente el umbral de peligrosidad social del fenómeno.

El tóxicodependiente, carente de salud física y psíquica, de amor, de comprensión, de

saber, pero sobre todo de libertad, entra, por consiguiente, en la categoría de los nuevos

necesitados: es el prisionero del alma. Por esto, no asombra que se hayan ido creando

comunidades terapéuticas de inspiración cristiana que, con gran dedicación y compe-

tencia, afrontan sobre todo la dimensión personal y psicológica del tóxicodependiente.

Efectivamente, el verdadero problema no es la dependencia física, sino la psicológica: a

pesar de las aparentes expresiones de «libertad» manifestadas con ostentación por el

tóxicodependiente, él se siente esclavo hasta el punto de no creer ya en la posibilidad de

curación.

Un campo abierto a los Hermanos de San Juan de Dios

El tema requeriría bastantes más profundizaciones, pero me detengo aquí por ahora. He

hecho esta reflexión porque estoy convencido de que el Hermano de San Juan de Dios

posee, a nivel religioso y profesional, la posibilidad de acercarse adecuadamente al

problema, desarrollando el papel de guía-animador, colaborando con otras iniciativas,

siempre atento al problema humano.

Mis queridos hermanos: como he prometido, con este documento no pretendo daros

determinadas órdenes, sino proponeros reflexiones útiles para descubrir la enorme gama

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de nuestras posibilidades, que ya en parte hemos desarrollado, pero que pueden

encontrar en nuestro tiempo muchas otras aplicaciones.

He indicado tres que me parecen están a nuestro alcance de forma más inmediata, y que

nosotros podemos afrontar sólo después de un examen atento de nuestras situaciones

particulares y después de haber identificado a los necesitados de hoy.

Mi objetivo principal, lo repito, era el de estimularnos a meditar, a salir de los estrechos

esquemas que nos impiden cambiar como lo exigen nuestro carisma y nuestras

Constituciones. Pretendía invitar a cada uno de nosotros a salir de nuestras

tóxicodependencias — rutinas, comodidad, seguridad, lamentos, perezas, costumbres,

miedos — para entrar en la esfera de la creatividad, para satisfacer eficazmente las

necesidades del hombre contemporáneo.

Nuestra identidad, en efecto, no se construye sobre la conservación acrítica del pasado,

sino más bien sobre la atención al presente y al futuro, sobre la pronta disponibilidad de

todos para emprender aquellas actividades, aquellas funciones, aquellas iniciativas que

requieren los tiempos, en la indefectible fidelidad al Evangelio y a nuestro santo

Fundador.