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NATALIA VALLEJO ULLOA CONFRONTACIÓN Y RECONOCIMIENTO: UNA TENSIÓN EN NUESTRA COMPRENSIÓN DEL DOLOR PONTIFICIA UNIVERSIDAD JAVERIANA Facultad de Filosofía Bogotá, 22 de agosto de 2017

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NATALIA VALLEJO ULLOA

CONFRONTACIÓN Y RECONOCIMIENTO: UNA TENSIÓN EN NUESTRA COMPRENSIÓN DEL DOLOR

PONTIFICIA UNIVERSIDAD JAVERIANA Facultad de Filosofía

Bogotá, 22 de agosto de 2017

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CONFRONTACIÓN Y RECONOCIMIENTO: UNA TENSIÓN EN NUESTRA COMPRENSIÓN DEL DOLOR

Trabajo de grado presentado por Natalia Vallejo Ulloa, bajo la dirección del Profesor Luis Fernando Cardona, como requisito parcial para optar al título de Filósofa

PONTIFICIA UNIVERSIDAD JAVERIANA Facultad de Filosofía

Bogotá, 22 de agosto de 2017

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TABLA DE CONTENIDOS

Carta del director ............................................................................................................. 4Agradecimientos ............................................................................................................... 5Tabla de abreviaturas ...................................................................................................... 6INTRODUCCIÓN ........................................................................................................... 7

Un triunfo aparente sobre el dolor ...................................................... 11 El nacimiento de un nuevo mundo ....................................................................... 13 La búsqueda de un nuevo cuerpo ......................................................................... 22 El triunfo sobre el dolor ....................................................................................... 34

La anestesia del grito ..................................................................................................... 34 Un mercado para combatir el dolor ............................................................................... 39 Utopía de la salud perfecta ............................................................................................ 43

Los límites del triunfo .......................................................................................... 47 Conclusiones ........................................................................................................ 56

Lo que el dolor nos muestra ................................................................. 59 El reconocimiento de una realidad antigua .......................................................... 61 El rodeo de la actio per distans ............................................................................ 70

El poder de la metáfora ................................................................................................. 70 El rodeo del dolor .......................................................................................................... 78

El dolor como límite del lenguaje ........................................................................ 86 Entre la palabra y el silencio ................................................................................ 89 Una vida en la presencia del dolor ....................................................................... 94 Conclusiones ...................................................................................................... 102

CONCLUSIONES ....................................................................................................... 104Bibliografía ................................................................................................................... 110Tabla de imágenes ........................................................................................................ 116

Anexos…………………………………………………………………………………117

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AGRADECIMIENTOS

Son varias las personas a quienes quisiera agradecerle, consciente de que, sin su apoyo,

este proyecto no hubiera sido posible. En primer lugar, quisiera agradecerle a mi tutor,

Luis Fernando Cardona que, con su experiencia, apertura y confianza, me acompañó a lo

largo del proceso de escritura y me motivó a escuchar siempre mis intuiciones aún en los

momentos más confusos. En segundo lugar, a mis padres que han sido un pilar

fundamental a lo largo de mi formación y fuente de mi preocupación por lo humano y el

cuidado del otro. En tercer lugar, a Jonathan y Camila que con sus comentarios y

preguntas me acompañaron a lo largo de todo el camino y me ayudaron a ver la luz

cuando la perdía de vista. En cuarto lugar, a todos los miembros del grupo de

investigación de Filosofía del Dolor de la Javeriana que con sus aportes en las sesiones

semanales fueron una fuente constante de inspiración y motivación. Finalmente, quisiera

agradecerle a quienes fueron mis profesores en la Facultad de Filosofía, cuyas

enseñanzas permean, aún en el silencio, cada página de este ensayo.

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TABLA DE ABREVIATURAS

AF Cassirer, E. Antropología filosófica.

CJ Kant, I. Crítica del juicio.

CPQI Kant, I. Contestación a la pregunta, ¿Qué es la Ilustración?

DSH Blumenberg, H. La descripción del ser humano.

EIM Heidegger, M. La época de la imagen del mundo.

EOS Gadamer, H. El estado oculto de la salud.

FFS Cassirer, E. Filosofía de las formas simbólicas

HET Blumenberg, H. Historia del espíritu de la técnica.

LEM Blumenberg, H. La legitimación de la Edad Moderna.

MM Voltaire. Micromegas.

P Aristóteles. Poética.

PM Blumenberg, H. Paradigmas para una metaforología.

PT Heidegger, M. La pregunta por la técnica.

RV Blumenberg, H. Las realidades en que vivimos

TH Descartes, R. Tratado del hombre.

TM Blumenberg, H. Trabajo sobre el mito.

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INTRODUCCIÓN

El dolor es incómodo, devastador y desgarrador. Su presencia, por lo general estridente,

nos obliga a reaccionar. Tenemos que responder, sea con el grito, con el llanto, con la

solicitud de un abrazo o con la demanda de un analgésico. En este sentido, nuestra

relación con el dolor está mediada por la búsqueda de maneras para aliviarlo y hacerle

frente. Esto se ha logrado en diversas culturas a través de interpretaciones médicas,

metafísicas o religiosas del dolor y técnicas para su tratamiento que le permiten al

hombre convivir con él.

Ahora bien, a pesar de su continua presencia a lo largo de la historia, nunca antes

se han hecho tantas investigaciones sobre el dolor y las técnicas para aliviarlo como hoy.

Los descubrimientos de la anestesia y la analgesia en el siglo XIX transformaron la

relación del hombre con su dolor al hacer posible, por primera vez, el silencio total de su

grito y poder, así, intervenir el cuerpo quirúrgicamente sin dolor. Gracias a estos, el

dolor se convirtió en el foco de estudios médicos que hicieron posible el nacimiento de

la medicina del dolor en el siglo XX y la creación de grandes instituciones a nivel

internacional, como, por ejemplo, la Asociación Internacional para el Estudio del Dolor

fundada en 1973, dedicadas al tratamiento y desarrollo de técnicas para combatirlo en

sus diversas manifestaciones.

Si bien siempre ha sido necesaria una respuesta ante el dolor, se necesitó de un

primer triunfo del hombre frente a este mal, alcanzado en la sala de cirugía, para declarar

una guerra contra el dolor de la cual, por primera vez, el hombre se sintió capaz de salir

victorioso. El dolor dejó de ser concebido como un mal absolutamente inevitable con el

cual el ser humano tenía que aprender a convivir: en las nuevas técnicas médicas y sus

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proyecciones prometedoras en el futuro, la expectativa de poder llevar una vida humana

en la ausencia del dolor encontró un suelo en apariencia firme sobre el cual

fundamentarse y florecer.

Esto lo podemos ver reflejado en la cultura generalizada del bienestar que se ha

fortalecido en las últimas décadas alrededor del mundo. Cultura que exalta el cuidado

del cuerpo y la buena salud, considerándolos estados equivalentes a la felicidad y a la

percepción de lo que significa una vida auténtica y digna de ser vivida. A toda costa se

busca la realización de este ideal no solo a través de los nuevos medios informáticos y

estadísticos, sino también a través de la intervención técnica del cuerpo, la mente y,

ahora, los genes, con el objetivo de perfeccionar, desde su raíz, la vida humana. El dolor,

en este contexto, es percibido como pura negatividad, esto es, como un problema que,

junto con el envejecimiento y la enfermedad, se encuentran a la espera de una técnica

que pueda, por fin, darles una solución definitiva. A pesar de que esto sucede sobre todo

en el caso del dolor físico, cada vez hay más investigaciones que apuntan también a la

intervención del mundo interior, donde los dolores emocionales son comprendidos en

términos de sus manifestaciones fisiológicas y conexiones neuronales que pueden ser

intervenidas químicamente. En ambos casos, la expectativa es poder reducir o eliminar

el dolor, asumido como una experiencia incómoda e inútil que es un impedimento a la

eficiencia, productividad y bienestar.

La tesis de este trabajo es que la apropiación médica del problema del dolor y la

utopía de la salud perfecta se enmarcan en una serie de transformaciones de la

autocomprensión del hombre que, desde la Modernidad, cambiaron el modo en el cual

este comprende su lugar en el universo, asume su vulnerabilidad y se relaciona con su

dolor y la experiencia de la enfermedad. Se trata del despliegue de una autocomprensión

en la que la medicina y la ciencia han ido desplazando progresivamente la función que

antes ocupaban el mito, la religión o la metafísica frente al dolor. Sin embargo, al

reducir la experiencia del dolor a sus manifestaciones fisiológicas y promover la

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expectativa de erradicación del dolor de la vida humana, los discursos modernos sobre el

dolor silencian otras de sus dimensiones que abren a las preguntas por el sentido y por lo

humano, que son fundamentales para un acercamiento más completo a la experiencia del

doliente. Al transformar al dolor como un enemigo y negarlo, el hombre niega

igualmente su vulnerabilidad y las voces más sutiles de la experiencia del doliente que

escapan a los lentes de la ciencia. Voces que permiten pensar el dolor no solo como el

mal que es, sino también como la llave a lo más íntimo del mundo y del hombre (Jünger,

1995), y como una de las experiencias humanas más fundamentales que, como el amor,

nos hacen ser lo que somos (Morris, 1993).

El objetivo de este estudio es buscar una aproximación a este problema desde una

perspectiva filosófica que permita otro modo de comprensión de la relación entre el

hombre y su dolor por fuera del campo de batalla contemporáneo y que les abra espacio

a otras aproximaciones a la experiencia del dolor humano. Queremos entonces revisar

las implicaciones de considerar al dolor como un enemigo, asumiendo más bien que se

trata de una experiencia que, aunque se manifiesta corporalmente y necesite de la

intervención del médico, trasciende su sensación física y hace parte de los misterios

propios de nuestra existencia. Al tomar como punto de partida la mirada médica del

dolor, esta investigación se limitará a la experiencia individual del dolor y dejará de

lado, quizás para una investigación futura, los problemas relacionados con el dolor

social. Por esta razón, nos acercaremos a nuestro problema desde la perspectiva del

padecimiento físico y su cercanía con la experiencia de la enfermedad y la muerte, como

asuntos que se encuentran inevitablemente entrelazados.

Para cumplir este objetivo, en el primer capítulo se revisará la comprensión

contemporánea del dolor desde la perspectiva médica para poder ubicar el problema en

el contexto histórico que lo hace posible. Esto lo haremos rastreando algunos cambios

culturales y avances en la ciencia médica que se dieron tras la Ilustración, para mostrar

cómo se ha consolidado y difundido una interpretación del dolor mediada por los

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estudios científicos, los hospitales y el uso de analgésicos. Se revisarán los triunfos que

dicha comprensión permitió en el tratamiento del dolor y que le abrieron campo a la

medicina del dolor como disciplina científica; pero también se revisarán sus fracasos, los

cuales nos abren a la necesidad de ampliar el discurso médico del dolor y dirigir la

mirada a otros aspectos de su experiencia.

En el segundo capítulo, se buscará una aproximación antropológica al problema

desde la cual se abren otras posibilidades de interpretación de la relación entre el ser

humano y el dolor, indicando aquí el papel que tiene la metáfora como actio per distans

para encarar nuestra irremediable vulnerabilidad. Aquí se busca explorar la experiencia

subjetiva del dolor desde una perspectiva que permita ver sus paradojas y profundidades,

sin pretender iluminarlas absolutamente con la claridad de un conocimiento objetivo. Es

en esa oscuridad, propia del padecimiento del dolor, en la que surgen las sutiles luces

que desafían la interpretación de este como el peor de los males que han aquejado al

hombre.

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UN TRIUNFO APARENTE SOBRE EL DOLOR

En este primer capítulo buscamos observar la experiencia contemporánea del dolor

argumentando que esta se encuentra mediada por la racionalidad de la medicina

científica, que lo reduce a una serie de conexiones fisiológicas del sistema nervioso, y

por el uso de analgésicos que popularizan la idea de que el dolor, como sensación

negativa e indeseable que nos aísla del mundo, puede ser idealmente suprimible.

Trataremos de explorar cómo esta visión médica dominante tiene su origen en el cambio

de modo de estar en el mundo que se da en la Modernidad, en el cual el conocimiento

científico se erige como el método legítimo de conocimiento de una realidad que puede

ser emplazada, dominada y optimizada por la técnica a manos del hombre. En este

panorama, el dolor —tanto del cuerpo como del alma— es concebido como una

experiencia susceptible de ser objetivada. Esto es, como una imperfección de la

naturaleza a la espera de ser corregida por la razón y la técnica en el marco de la

búsqueda de una existencia humana perfeccionada sin enfermedad y sufrimiento.

Con este objetivo, en primer lugar, nos detendremos en algunos cambios en la

auto comprensión del hombre que se dieron con el surgimiento de la era moderna y que

le significaron un nuevo modo de estar en el mundo, de relacionarse con la naturaleza y,

en consecuencia, con sí mismo. Cambios que, como veremos, se encuentran enmarcados

en una nueva racionalidad que determinó y a su vez es determinada por la consolidación

de las ciencias modernas como fuente legítima de conocimiento sobre la realidad y de la

técnica como medio para transformarla. Esto lo haremos a partir de la imagen que

Heidegger presenta de la Era Moderna en La época de la imagen del mundo y La

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pregunta por la técnica, desde donde se comprende el triunfo del paradigma científico

tras la Ilustración como medio de conocimiento y dominio legítimo de la naturaleza

frente a un mundo sin dioses del cual el hombre es amo y señor.

En segundo lugar, exploraremos la nueva concepción del cuerpo humano que

surge con las ciencias modernas y su comprensión de la materia, y en particular, con la

transformación de la medicina en una disciplina científica. Para esto, nos detendremos

en dos momentos determinantes en la historia de la medicina. Primero, se revisará el

nacimiento de la anatomía moderna en la Italia del siglo XVI por el cual, a través de

estudio de los cadáveres, el cuerpo humano se convierte, como materia extensa, en

objeto auténtico de estudio científico. Segundo, veremos cómo, tras entrar en los

misterios del cuerpo extenso del cadáver, la medicina moderna busca conquistar y

objetivar, con la misma racionalidad científica y la tecnología, el cuerpo vivido y

subjetivo gracias al descubrimiento de la anestesia en el siglo XIX, esto es, de la

supresión de la percepción del dolor.

En tercer lugar, nos detendremos en el quiebre que significó el nacimiento de la

anestesia no solo para el estudio del cuerpo y de la medicina, sino para la comprensión y

experiencia del dolor. Vemos aquí cómo un accidental descubrimiento permitió un

triunfo aparente en la batalla contra dolor, que, tras la aceptación de la anestesia, se

consolidó en dos momentos posteriores: el éxito de los medicamentos analgésicos en el

mercado como tratamientos de uso cotidiano para el dolor, y el establecimiento, a finales

del siglo XX, de la medicina para el dolor que pretende la erradicación de los dolores

crónicos e intratables. Estos tres momentos configuran la búsqueda moderna por una

salud perfecta y absoluta, equiparable con el bienestar y la felicidad del individuo y la

especie. Esta medicina representa, por un lado, la entrada a la intimidad por parte de la

ciencia, que reduce el ‘alma’ a meros datos neurológicos susceptibles de ser utilizados y

manipulados y, por el otro (y, en consecuencia) el desplazamiento de los límites de la

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medicina que ha proclamado victoria sobre aquello que por siglos había sido

considerado incurable.

Finalmente, en cuarto lugar, exploraremos de qué manera este triunfo declarado

no ha sido absoluto y cómo, en vez de reducir el dolor, lo ha multiplicado y

problematizado al punto en el que se plantea la necesidad de expandir la comprensión de

este problema y atender a otros discursos, diferentes al médico y científico, para dar

cuenta del dolor y pensar en su alivio.

El nacimiento de un nuevo mundo

En la era moderna la relación del hombre con la naturaleza se transformó. La naturaleza

pasó a ser objeto de la técnica y la acción del hombre, susceptible de medición,

intervención y producción. Ante el fracaso de la metafísica y la religión para dar

solución a los problemas esenciales de la humanidad, la ciencia es erigió como el

camino legítimo hacia un conocimiento objetivo del mundo y la manipulación de la

naturaleza. Las ciencias modernas se convirtieron en un saber-hacer que, a través del

aislamiento de las relaciones causa y efecto y de la aplicación técnica, buscan la

reelaboración de la naturaleza con miras a transformarla (EOS).

De acuerdo al filósofo alemán Martin Heidegger (EIM), esta transformación en

la Edad Moderna se da por un cambio en la concepción que el hombre tiene del ente y

de la verdad. Este giro consiste en la conquista del mundo como imagen o, en otras

palabras, en el hecho de que, por primera vez en la historia, el hombre entendió a la

naturaleza como una totalidad representable, objetivable, esto es, como una trama de

fuerzas calculable, susceptible de ser puesta ahí delante por la ciencia para su

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abstracción, escrutinio y manipulación1. Lo ‘real’ pasó a ser solo aquello que puede ser

conocido por los métodos de la ciencia, aquello que es calculable de antemano y

susceptible de ser reducido a un análisis causal y cuantitativo (Thomson, 2005).

Conocer, en este contexto, significa poder reducir el entramado de fenómenos naturales

y sus relaciones a una relación causa-efecto para su uso2, con el propósito de “colocar a

todo lo ente ante sí de tal modo que el hombre que calcula pueda estar seguro de lo ente

o, lo que es lo mismo, pueda tener certeza de él” (EIM, pág. 72).

El encuentro con la naturaleza deja de ser el del observador inocente frente a su

objeto de admiración y fuente de conocimiento. El hombre ya no se contenta con ser el

guardián y espectador de la naturaleza, sino que busca dominarla, provocarla para que

produzca aquello que pueda utilizar para su beneficio. Poder matematizar la realidad y

hacerla cognoscible implica poder someterla y utilizarla para el desarrollo y la

producción más eficiente con el mínimo gasto. No se trata solamente de poder extraer de

la naturaleza los recursos que necesita la humanidad para poder sobrevivir, sino de

almacenarlos como existencias disponibles al hombre en todo momento. En palabras de

1 En palabras de Gadamer (2001), “la captación matemático-cuantitativa de las leyes del acontecer natural está orientada hacia un aislamiento de las relaciones de causa y efecto, aislamiento que permite al quehacer humano disponer de posibilidades de intervención exacta y precisamente mesurables” (EOS, pág.49).

2 Como lo señala Heidegger (PT), la noción de causalidad que predomina en la actualidad gracias al desarrollo de la ciencia y la técnica modernas es diferente a la noción de causa que se ha enseñado desde los principios de la filosofía. De acuerdo con Aristóteles, hay cuatro causas: (1) la causa material, la materia; (2) la causa formal, la forma; (3) la causa final, el fin; y (4) la causa eficiente, la que produce el efecto. Según Heidegger, lo que caracteriza a estas cuatro causas como causas no es su capacidad para producir efectos, sino el hecho de que son responsables de algo. Esta responsabilidad no es tampoco como la entendemos hoy en día en sentido de responsabilidad moral o solo como un modo de efectuar. En sentido más originario, la responsabilidad tiene el rasgo fundamental de dejar venir al advenimiento, es decir, de ocasionar, estimular o desatar. Por lo tanto, las cuatro causas se caracterizan por traer a lo presente, provocar el aparecer y llevar a lo todavía no presente a la presencia. En la Modernidad, este sentido se ha perdido y la causalidad ha dejado de mostrar el carácter de traer-ahí-delante o incluso de ser causa eficiente para reducirse a un “provocado anunciar de existencias a las que hay que asegurar de un modo simultáneo o sucesivo” (PT, pág. 25). Podemos decir, entonces, que la ciencia moderna ha reducido la noción de causa a la causa material y eficiente, dejando de lado la formal y la final.

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Heidegger, la naturaleza fue reducida a ser tan solo el almacén principal de existencias

de energía y recursos para el hombre.

La esencia de esta nueva ciencia moderna es la investigación, entendida, según

Heidegger, como un conocer anticipador que se proyecta rigurosamente a un sector ya

abierto de lo ente (EIM). A través del método riguroso, la ciencia sale al encuentro de un

mundo que se representa cognoscible, medible y transformable. Dicho conocimiento no

es legitimado únicamente por la pretensión de exactitud y objetividad, sino también por

una comunidad de científicos institucionalizada y especializada que asegura la primacía

del método por encima de lo ente. La ciencia moderna tiene el carácter de empresa, que

por sus intrínsecas dinámicas burocráticas deshecha al sabio y lo sustituye por el

investigador, cuya rigurosidad es otorgada no por su erudición, sino por algún proyecto

de investigación del cual haga parte. En palabras del filósofo (1998), “el investigador se

ve espontánea y necesariamente empujado dentro de la esfera del técnico en sentido

esencial. Es la única manera que tiene de permanecer eficaz y, por lo tanto, en el sentido

de su época, efectivamente real” (EIM, pág.70).

En este contexto, la técnica moderna cobra una particular importancia como el

instrumento a través del cual el hombre emplaza a la naturaleza y la inquiere sobre las

leyes abstractas previamente establecidas en la teoría. Esto es explorado por Heidegger

en su conferencia La pregunta por la técnica (1994), en la cual afirma que la técnica

moderna no corresponde a la techne griega, ni se adecúa a las concepciones más

comunes que la definen de manera instrumental como un medio para alcanzar

determinados fines. Para el filósofo alemán, lo nuevo de la técnica moderna radica en

que su ‘hacer salir lo oculto’ ya no se despliega en un traer-ahí-delante de lo verdadero

en el sentido de la poiesis, sino en una provocación a la naturaleza que busca reducirla a

meras existencias, a datos y materias susceptibles de ser extraídos con el fin de ser

almacenados y utilizados a voluntad del hombre.

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Gracias al desarrollo de la ciencia y de la técnica como herramientas legítimas de

conocimiento e intervención de la naturaleza, el hombre se asumió como el señor del

universo. Su autoafirmación como centro y punto de referencia de todo lo real genera en

él la ilusión de que en todo no se encuentra más que consigo mismo. En términos

generales, el proyecto de la Ilustración buscó precisamente la liberación del hombre del

mundo encantado de la superstición y la mitología. Kant la define como “el abandono

por parte del hombre de una minoría de edad cuyo responsable es él mismo” (CPQI, pág.

83), es decir, como la salida de su incapacidad de servirse sin más guía que la de su

propio entendimiento, en particular en cuestiones religiosas. Una vez los dioses, los

espíritus y los demonios han sido desterrados del mundo, el sujeto es libre de utilizar su

entendimiento para dominar la naturaleza como le plazca. Su poder no tiene límites pues

ha dejado de temerle a su entorno: se encuentra de cara a un mundo que no le depara

sorpresas, porque no es más que lo que se muestra.

Sin embargo, Heidegger señala que esto no es más que una ilusión y, citando a

Heisenberg, indica que, en realidad, “la verdad es que hoy el hombre no se encuentra en

ninguna parte consigo mismo” (PT, pág. 29). Está tan comprometido con su deseo de

dominio sobre el mundo que deja de verse a sí mismo como interpelado. Corre en esto el

riesgo de dejar de verse como un sujeto consciente parado frente a un mundo objetivo,

para verse meramente “como recursos insignificantes esperando a ser optimizados,

ordenados, y mejorados con la máxima eficiencia, sea cosméticamente,

psicofarmacológicamente, genéticamente, o incluso cibernéticamente” (Thomson, 2005,

pág. 56)3.

3 La traducción es mía. Cita en el idioma original: “we, late moderns come to treat even ourselves in the nihilistic terms that underlie our technological refashioning of the world: no longer as conscious subjects standing over against an objective world (as in the modern worldview Heidegger already criticized in Being and Time), but merely as one more intrinsically meaningless resource to be optimized, ordered, and enhanced with maximal efficiency, whether cosmetically, psychopharmacologically, genetically, or even cybernetically” (Thomson, 2005, pág. 56).

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Por esto, para Heidegger la técnica moderna no se ubica en el intermedio de una

relación unilateral de dominio del hombre con la naturaleza. Lo esencial de esta técnica

es lo que denomina la estructura de emplazamiento, esto es, lo “coligante de aquel

emplazar que emplaza al hombre, es decir, que lo provoca a hacer salir de lo oculto lo

real y efectivo en el modo de un solicitar en cuanto un solicitar de existencias” (PT,

pág.18). En otras palabras, en la búsqueda de dominio e instrumentalización de la

naturaleza, el hombre mismo se ve emplazado, provocado por los profundos cambios de

la Modernidad a entrar en esa relación con su entorno y consigo mismo. Los seres

humanos, que se pavonean de ser señores de la tierra con la razón en una mano y la

ciencia en la otra, creen que todo lo que existe es en la medida en que es un artefacto

suyo. Mas en tanto el hombre es también emplazado en esa instrumentalización, él

también termina subsumido a esa categoría de existencia, y corre el riesgo de ser

reducido solo a eso.

Al aplicar a nosotros mismos las prácticas desarrolladas para objetivar y

controlar la naturaleza, se va perdiendo la distinción sujeto-objeto, que amenaza con

reducir al hombre y la complejidad de sus experiencias a una mera existencia

dispensable e intercambiable a la espera de ser utilizada (Thomson, 2005). De esta

manera, tal como el Rin ya no es simplemente la corriente de agua del paisaje sino otro

“objeto para ser visitado, susceptible de ser solicitado por una agencia de viajes que ha

hecho emplazar allí una industria de vacaciones” (PT, pág.18), así mismo el hombre es

ahora organizado por departamentos de recursos humanos, tratado por los gobiernos

como una estadística más, por las ciencias y los médicos como un dato de investigación.

Esto no quiere decir, sin embargo, que la técnica constituya un mal o un peligro

en sí misma, como si las máquinas y el desarrollo de las tecnologías significaran

necesariamente la perdición el hombre y fueran la causa de su objetivación. En palabras

de Thomson, la crítica que Heidegger le hace a la tecnología tiene que ver con una

tecnologización ontológica, es decir, con el fenómeno global en el que las entidades se

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han transformado en recursos o existencias insignificantes a la espera de su optimización

(Thomson, 2005). El peligro para el hombre radica en la esencia de la técnica misma, en

que donde domina el hacer salir lo oculto como existencias susceptibles de ser

almacenadas y utilizadas se ahuyenta toda otra posibilidad, quizás más originaria, del

hacer salir lo oculto, y se amenaza con reducirlo todo, incluido el hombre mismo, a un

vestigio de lo que es, a un dato indiferente a la merced de las investigaciones científicas

y las demandas de eficiencia de la sociedad.

La relación del hombre con la naturaleza se vuelve, pues, paradójica. En la

medida en que la ciencia y la técnica le permiten mayor dominio y conocimiento sobre

el mundo, su propia naturaleza se devela en su fragilidad y limitación, así como en la

necesidad de su intervención para conservar la ilusión de superioridad. En vez de

mostrarse más fuerte y capaz, a través del desarrollo de la técnica, el hombre se revela

cada vez más vulnerable, más insignificante y menos humano de frente a leyes, teorías e

instituciones progresivamente más complejas que, al tratar de compensar sus carencias,

lo dejan de lado como sujeto. Rastreando estos procesos, el filósofo alemán Peter

Sloterdijk (2011) se refiere a la Ilustración como el inicio de la historia de las

humillaciones del hombre, esto es, de la historia en la cual el hombre es traspasado en

diversas ocasiones por algo que de forma momentánea o duradera le convence de la

desventaja de ser él mismo.

Para el filósofo, el antecedente de esta teoría se encuentra en el texto de Freud de

1917 titulado Un problema del psicoanálisis, donde se expone la historia de las ciencias

modernas como un proceso de progresivas humillaciones. La primera de ellas fue a

manos de Copérnico cuando demostró que la tierra, y por lo tanto también el hombre, no

es el centro del universo, sino que gira alrededor del sol. La segunda ocurre cuando

Darwin pone de manifiesto en su teoría de la evolución que el hombre es un animal

como cualquier otro que evolucionó de los simios. Finalmente, la tercera humillación es

el psicoanálisis, que buscó probar cómo la vida instintiva sexual del hombre no puede

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ser sometida por completo y que la mayoría de los procesos anímicos de hecho suceden

en forma inconsciente (Sloterdijk, 2011).

Sloterdijk continúa el análisis de Freud argumentando que la historia de las

humillaciones del hombre a manos de las ciencias no se detuvo con el psicoanálisis. De

hecho, siguiendo al biólogo cognitivo Gerhard Vollmer, describe “la historia científica

de los últimos cincuenta años como una tempestuosa marea compuesta por olas de

humillación cada vez más aceleradas cuyo ímpetu ha arrastrado hasta los últimos restos

del antiguo narcisismo –en código religioso o metafísico– de la especie” (Sloterdijk,

2011, págs. 224-225). De acuerdo a la teoría de Vollmer, a las tres humillaciones

expuestas por Freud le siguen, en cuarto lugar, la humillación desencadenada por la

etología humana que inscribe el comportamiento humano en la continuidad filogenética

de evoluciones producidas en el reino animal. En quinto lugar, la teoría del

conocimiento, la cual muestra que nuestro aparato cognoscitivo no tiene el alcance que

alguna vez se pensó, pues en realidad solo alcanza a iluminar ciertos espacios del nicho

cognitivo del homo sapiens, mientras que en otras extensiones de la realidad andamos

como sonámbulos. En sexto lugar se encuentran las teorías de la sociobiología, según las

cuales en todo acto altruista hay de fondo un egoísmo en los genes indiferente a

cualquier interés o individuo. Finalmente, estaría la humillación por los ordenadores que

avergüenza al hombre como un ser inferior y anticuado en comparación a las máquinas

(Sloterdijk, 2011).

La fuerza con la que se manifiestan estas humillaciones requiere del hombre la

capacidad de sobrepasarlas, es decir, de integrarlas en estados de madurez superior que

le permitan recuperar de alguna manera la satisfacción de ser sí mismo y su dominio

frente al mundo. Puesto que, para Sloterdijk (2011), el proyecto de la Ilustración

consistió en el intento de “inocular el retrovirus del saber en los sistemas inmunológicos

narcisistas de un grupo todavía cobijado en ilusiones, a fin de deconstruir esas ilusiones

desde adentro” (pág. 224), el hombre ilustrado debe, por lo tanto, estar a la altura del

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reto de colaborar con el proceso de desencantamiento del mundo y aceptar las

consecuencias que esto tiene para la imagen que la humanidad había construido de sí. El

saber científico se aplica como en una suerte de proceso inmunológico en el que el

hombre se enfrenta al reto de resistir a las vacunaciones con la verdad que

“suministrarían fuerzas inmunológicas regeneradas y sentimientos elevados más

maduros” (Sloterdijk, 2011, pág. 227).

En otras palabras, la serie de humillaciones a las que conlleva la ciencia y técnica

moderna, hacen parte de su propósito de desmantelar las ilusiones metafísicas y

religiosas que dominaron las concepciones del mundo y del hombre mismo por tanto

tiempo. Cada humillación aparece con la necesidad de superarla en procesos cada vez

más complejos de tecnificación y objetivación que conduzcan, finalmente, a la meta de

alcanzar una suerte de inmunidad absoluta a la ilusión. El hombre de ciencia asume esta

responsabilidad en su búsqueda, a través de su saber y la tecnología, de alcanzar aquella

verdad estable e inmutable que nos libere, de una vez por todas, de la ignorancia y la

ilusión propia de un ser humano limitado.

Uno de estos intentos en la actualidad, se manifiesta en lo que Lucien Sfez

(2008) llama la utopía de la Gran Salud o de la salud perfecta en el siglo XXI. Según el

autor, en contraste con a las utopías sociales del siglo XIX, el hombre ya no aspira a una

sociedad civilizada y tecnificada, en oposición a una comunidad de salvajes regidos por

la mitología y la barbarie. De la experiencia de las guerras del siglo XX aprendimos que

el enemigo y la fuente de humillación más profunda no está en el exterior, no es el otro:

“el enemigo está en nosotros, en el ámbito de la ciudad contaminada, del barrio

desmembrado, en las familias, en nuestros cuerpos enfermos, en nuestros genes” (Sfez,

2008, pág. 36). En el hombre mismo se encuentra la posibilidad de su destrucción y la

del planeta; en sus imperfecciones, su vulnerabilidad y patologías, una fuente de

humillación constante ante sus pretensiones de dominio y superioridad sobre la

naturaleza de la cual hace parte. Por este motivo, la utopía tecnológica del siglo XXI, de

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tipo bio-ecológico, crea la imagen de un modelo a alcanzar en nosotros, un ideal humano

que rechaza la fatalidad y la enfermedad. En palabras de Sfez (2008), es el sueño del

nacimiento de un hombre que gozará de la “gran salud”, es decir que, antes incluso de que nazca, una “prescripción” le quitará toda enfermedad hereditaria y toda predisposición a caer en cualquier otra enfermedad. Prescripción en el sentido médico, seguramente, pero que tendrá de particular que, lejos de tratarse après coup, se atenderá a priori, en ausencia de todo síntoma (pág. 32).

Para ver cómo surge esta utopía que hoy pone la fe de la humanidad en su salud

absoluta y en la ausencia de enfermedad, vamos a detenernos a continuación en dos

momentos claves de la historia de la medicina que se enmarcan en el cambio del modo

de estar en el mundo del hombre moderno que describe Heidegger y que nos permiten

tener una visión más clara de la comprensión que tenemos hoy del dolor y de la

enfermedad. Estos son el nacimiento de la anatomía moderna y, posteriormente, el

descubrimiento de la anestesia, ambos determinantes en la destrucción de las fantasías

antropológicas de centralidad y soberanía del hombre ilustrado.

Como lo indica Sloterdijk, el factor médico tuvo un papel crucial en el inicio de

este proceso, pues al mismo tiempo que la humillación cosmológica introducida por

Copérnico le quitó al hombre el privilegio de ser el centro del universo, ocurrió una

humillación anatómica según la cual “el cadáver se convirtió en el auténtico docente de

la antropología” (Sloterdijk, 2011, pág. 229). Por primera vez en la historia, el cuerpo

humano se comprendió como «cuerpo» en el sentido de la física moderna, es decir,

como objeto de estudio científico sujeto a las leyes de la naturaleza4.

4 Cabe destacar, para continuar, la distinción que hizo Husserl entre el “cuerpo” pensado como Körper o como Leib. Un cuerpo, entendido como Körper, se refiere a su extensión material, es decir, es el cuerpo físico comprendido únicamente como una entidad corpórea, extensa; es el cuerpo para otros. Por otro lado, el cuerpo en tanto Leib es el cuerpo vivido o personal, aquel que experimento como mío; es mi cuerpo para mí.

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La búsqueda de un nuevo cuerpo

El nacimiento de la anatomía moderna coincide, según historiadores de la medicina, con

el nacimiento de la medicina moderna, es decir, con la transformación de esta en ciencia

médica. De la misma manera en la que la física y la química modernas exigían una

nueva manera de racionalidad, utilizando su método, explotando los resultados y

basándose en la medida y la contraprueba, la “medicina se convierte en menos de dos

siglos en una disciplina que, a la vez que sigue fiel a su antiguo proyecto de prevenir, de

curar y de aliviar, adquirió el aspecto de una ciencia casi nueva, la biología médica”

(Starobinski, 1999, pág. 157).

Durante muchos siglos, el estudio y la enseñanza de la medicina había dependido

de las obras de Hipócrates, Aristóteles y Galeno, entre otros, hombres de ciencia que

estudiaron la anatomía humana por analogía, principalmente a partir de la disección y el

estudio de animales A pesar de que hay registros de disecciones de algunos cadáveres

humanos a lo largo de la historia, estas no fueron muy populares durante más de quince

siglos, en particular después del siglo III a.C., cuando estas se realizaban en Alejandría.

Algunos autores le atribuyen este fenómeno a una prohibición de la Iglesia

Católica, cuya concepción del cuerpo como creación divina impedía su intervención aún

después de la muerte. Por ejemplo, aunque durante la primera pandemia de la peste

negra en 1348 la Iglesia permitió el estudio de algunos cadáveres de víctimas para poder

determinar las causas de la enfermedad, pasaron casi doscientos años antes de que el

Papa Clemente VII permitiera la disección de cuerpos humanos en clases de anatomía

(Bergman & Afifi, 2016). Entender al hombre como una creatura de Dios le confería a

su existencia una cierta dignidad teológica, según la cual su existencia es sagrada,

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incluso después de la muerte. Disecar un cadáver, en este sentido, significaba una

trasgresión a la dimensión divina del hombre5.

Según otras lecturas de la historia de la anatomía como, por ejemplo, la de Rafael

Mandressi (2005), en realidad no hubo nunca una prohibición explícita por parte de

ninguna autoridad, religiosa o de otra naturaleza, que impidiera la disección de

cadáveres. Una de las razones que pudo haber influido en la ausencia de estas durante

tanto tiempo fue el descrédito de la labor manual y las artes mecánicas que desvalorizó

la labor de los cirujanos, cuyo trabajo los obligaba a tocar la carne. Por esta razón, las

pocas disecciones realizadas con fines educativos eran llevadas a cabo por barberos o

carniceros, mientras que el profesional médico dirigía el procedimiento a la distancia

con ayuda de los textos clásicos de medicina (Mandressi, 2005).

Independientemente de la razón por la cual las disecciones no se realizaran antes

del siglo XVI, lo cierto es que fue en esta época cuando la disección anatómica cobró

importancia y protagonismo como medio «natural» para el estudio de las verdades del

cuerpo humano (Mandressi, 2005). En 1543 el padre de la anatomía moderna, el italiano

Andrés Vesalio, publica De humani corporis fabrica (Sobre la estructura del cuerpo

humano), uno de los textos más importantes en la historia de la medicina, en el cual se

presenta, por primera vez, un estudio exhaustivo del hombre basado en el análisis

juicioso de cadáveres. El libro de Vesalio transformó el mundo de la medicina y de la

5 Vale la pena aclarar que esta actitud frente a la disección no es exclusiva del Cristianismo o de Occidente. Por ejemplo, en China la disección de cuerpos humanos con fines médicos y científicos fue aprobada solamente hasta 1913, época en la que, gracias a las transformaciones políticas y culturales, el gobierno buscaba centrar todas sus energías en la modernización del país. Fue por motivos culturales y religiosos que tanto las disecciones de seres humanos como las ilustraciones anatómicas de Occidente se demoraron tanto en penetrar en la cultura China. Por un lado, el respeto por los ancestros y por el cuerpo dictado por las enseñanzas de Confucio (Persaud, Tubbs, & Loukas, 2014), así como las supersticiones que rodean la muerte, frustraron por muchos siglos los intentos de diversos misionarios médicos de Occidente de introducir mejores y más precisas ilustraciones anatómicas en el estudio de la medicina en China. Por otro lado, la teoría misma de la medicina tradicional hacía que para los médicos fuera inconcebible la idea de que estudiar un cuerpo muerto, carente de energía vital y movimiento, pudiera ser de alguna utilidad para curar a los vivos (Hinrichs & Barnes, 2013).

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cirugía puesto que introdujo un nuevo paradigma, un nuevo modo de comprender la

anatomía y la condición humana (Toledo-Pereyra, 2008).

El anatomista italiano introdujo en esta disciplina la importancia de la

observación directa y del tacto como fundamentos metódicos de la nueva ciencia que

pretendía establecer (Mandressi, 2005). Abandonó los métodos tradicionales de estudio

anatómico y cuestionó los textos clásicos que habían sido el fundamento de la medicina

por más de mil años. No solo efectuó él mismo las disecciones en clase como método de

enseñanza, sino que motivó a sus estudiantes a realizarlas ellos mismos, pues

consideraba que solo la experiencia obtenida con las propias manos podía ser

considerada una fuente legítima de conocimientos anatómicos (Bergman & Afifi, 2016).

En palabras de Moscoso (2011):

frente al saber de los antiguos, basado en un conocimiento libresco y literario que permite «escuchar con los ojos a los muertos», según el conocido verso del poeta Francisco de Quevedo, el anatomista quiere ver no solo con los ojos, sino también con las manos. El cirujano ha tomado el cuchillo y disecciona el cuerpo ante el murmullo de los que se agolpan alrededor de la mesa (pág. 49).

Adicionalmente, uno de los aportes más importantes de Vesalio a la historia de la

medicina fue la publicación en su libro de ilustraciones anatómicas realizadas

presuntamente por un discípulo de Tiziano, en las cuales se pueden observar y estudiar

con precisión la estructura interna del cuerpo humano. Estas imágenes fueron muy

importantes en la época pues, gracias a que eran más grandes y realistas que cualquier

otra, se convirtieron rápidamente en un material pedagógico fidedigno para los

estudiantes de anatomía y medicina. Las ilustraciones permitieron que el cuerpo fuera

puesto delante como objeto, representado impersonalmente para su estudio detallado y

profundo.

A pesar de que han pasado más de cuatro siglos desde su publicación, dichas

ilustraciones conservan su importancia no solo para la medicina sino también para la

historia del arte. Tanto en las ilustraciones del libro de Vesalio como en las de Valverde

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y otros anatomistas del Renacimiento, la representación del cuerpo disecado no es la de

un cadáver tendido horizontalmente en una plancha de madera para su estudio. En ellas

se pueden ver cuerpos humanos erguidos y tensionados como si aún poseyeran vida, de

pie en valles y montañas desde los cuales, a lo lejos, se observan ciudades y escenas de

la vida cotidiana, y que permiten ver el lento cambio de concepción sobre el cuerpo

humano que acontecía. Por ejemplo, en una famosa serie de 12 imágenes en De humani

corporis fabrica (Imagen 1) se puede ver cómo la piel y los músculos van abandonando

poco a poco el cuerpo de un hombre que posa de diferentes maneras hasta que

finalmente queda solo su esqueleto. El artista, quien aporta una mirada que va más allá

del cuerpo en la tabla de disección, va desnudando poco a poco al hombre,

despojándolo, primero, de su identidad solo reconocible en su rostro y, luego, de cada

una de las partes de su cuerpo hasta que solamente quedan la representación de sus

órganos, de su esqueleto, de sus venas.

Aunque el trabajo de Vesalio significó una transformación respecto a la

concepción divina del cuerpo humano que permitió su disección con fines científicos, en

estas imágenes aún se puede ver la influencia de la religión y de las concepciones

morales sobre la comprensión del hombre. Con frecuencia se representaron los

cadáveres a la manera de los dioses y héroes de la antigüedad (como se puede ver

Imagen 1. Cuerpo humano siendo despojado de su piel y sus músculos para mostrar sus estructuras internas. Se presume que el fondo corresponde al paisaje de las Colinas Euganeas cerca de Padua y Venecia en Italia. Estudio de Tiziano (1543). En: De Humani Corporis Fabrica.

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también en la imagen 1) o con una innegable cercanía a la iconografía religiosa en la que

permeaban elementos dramáticos de la ideología y las concepciones del cuerpo del

cristianismo (Moscoso, 2011). De esta manera, además de ser materiales pedagógicos

para el estudio de la anatomía, estas imágenes también representaban un ejemplo penal.

No solo los cuerpos que eran entregados al anatomista para su disección eran de

criminales que habían sido ejecutados, sino que la ilustración de sus cuerpos exhibe

también un proceso en el cual entre más profundiza el anatomista bajo la piel, menor

identidad personal se le confiere al convicto. Esto muestra un castigo en dos sentidos:

“por un lado, la tabla de disección exhibe el cuerpo muerto ante la impudicia de la

mirada pública. Por el otro, contribuye a reforzar la pérdida de identidad a la que se

somete al criminal y, en consecuencia, al incremento de una pena que, contra toda

lógica, solo pude administrarse al cadáver” (Moscoso, 2011, pág. 52).

Como lo señala Moscoso (2011), tanto en su intención de pedagogía de la

anatomía como de difusión de una concepción moral, dichas ilustraciones representaban

un ideal de la estructura del cuerpo. A pesar del

énfasis puesto en la importancia de realizar las

disecciones con las manos y de tener un

conocimiento exacto y legítimo sobre el cuerpo, el

anatomista del Renacimiento “no dibuja lo que ve,

sino lo que sabe; sus imágenes no persiguen

adecuarse al mundo, sino al universo referencial de

la herencia clásica. […] Los cadáveres de los

tratados anatómicos no reflejan los accidentes

corporales, sino que aspiran a proporcionar un

modelo de cuerpo que no existe en la naturaleza”

(Moscoso, 2011, pág. 52). Este ideal no es otra cosa

que la abstracción universal que busca la ciencia moderna para el correcto estudio de la

materia. La idealización o regulación del cuerpo humano en norma es lo que permite que

Imagen 2. Fragmento de la portada de De humani corporis fabrica donde se puede ver a Vesalio, el anatomista, con la mano derecha en el cadáver y la izquierda señalando al cielo. Estudio de Tiziano (1543). En: De Humani Corporis Fabrica.

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lo aprendido de aquel individuo disecado en la plancha pueda ser generalizado a todos

los cuerpos humanos independientemente de su identidad o historia de vida personal.

Solo de esta manera la medicina puede convertirse en ciencia de la salud y aplicar con

legitimidad los mismos métodos de la física y la química en el análisis de los cuerpos.

En las representaciones artísticas del hombre en la época, tanto las anatómicas

como las religiosas, el cuerpo es despojado de su historia: es reducido a su existencia

material (Körper) y desconocida su dimensión vivencial (Leib). A través de las imágenes

violentas en las que el cuerpo es despojado de su piel, de sus músculos y órganos, la

identidad del individuo se pierde y, junto con ella, su experiencia del dolor, considerada

parte de un proceso de purificación y castigo divino. Por ejemplo, en la portada de De

humani corporis fabrica se puede ver una ilustración de Vesalio realizando una

disección pública a la cual asisten no solo los curiosos y estudiantes de medicina sino

también miembros de la Iglesia. Con la mano izquierda el anatomista señala al cielo y,

con la derecha, toca el cuerpo del cadáver tendido en la plancha, un cadáver que, a pesar

de la aprobación divina para su disección, ya ha sido despojado no solo de su dignidad

divina sino de su historia de vida (Imagen 2). En palabras de Moscoso (2011), en estas

ilustraciones:

el dolor no se ve, sino que tan solo se presiente; constituye la precondición de una forma de representación del daño que, sin embargo, lo elimina de su resultado final. El individuo anatomizado comparte la idealización dramática del sufrimiento físico. La conexión entre el dolor y el conocimiento se fusiona con la victoria de la fe, con el triunfo de la muerte o, en el extremo, con el varón de los dolores, con el Cristo que muestra en las cicatrices de su piel y en los signos de su cuerpo los rastros más visibles de su historia reciente (pág. 50).

La abstracción del dolor del cuerpo hace parte

de la comprensión cultural del sufrimiento en la

Imagen 3. La pintura de San Tadeo siendo mutilado por dos hombres no refleja el dolor físico del santo, con el objetivo de resaltar su dignidad moral. Anónimo (Escuela Sevillana) (Siglo XVIII) San Tadeo.

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época que lo interpretaba a la luz del ideal del mártir, aquel que afianza su fe no solo a

pesar sino a través de la tortura y el dolor extremos. Tanto en las representaciones de los

mártires y santos como en las de los dibujos anatómicos, los cuerpos son llamados a

convertirse en ejemplos, ya sea morales o educativos. Por ejemplo, como podemos ver

en la pintura del siglo XVIII de San Tadeo (Imagen 3), el santo, que está siendo

mutilado por dos hombres de manera inmisericorde, no muestra dolor en su rostro,

resaltando de esta manera su dignidad moral. Son cuerpos que se encuentran en espacios

de transición entre lo humano y lo divino, lo particular y lo ideal, lo singular y lo

universal, que no exponen la realidad de la violencia y del dolor sino que las muestran

como una “forma de acceso a un espacio al mismo tiempo cercano e inaccesible”

(Moscoso, 2011, pág. 37), ya sea como modelos de fe, en el caso del mártir, o ejemplos

punitivos, como el criminal disecado.

Aunque en las imágenes anatómicas de Vesalio y las de sus contemporáneos se

pueda ver aún la presencia de las creencias religiosas dominantes de la época, los

avances del estudio de la anatomía y de la ciencia, representaron, en términos de

Sloterdijk (2011), el inicio de la humillación de las “fantasías antropológicas de

centralidad y soberanía” que ponían al hombre, dada su naturaleza divina, como amo y

señor de la naturaleza. Es allí, en la tabla del anatomista, donde se empezó a determinar

el cuerpo moderno, un cuerpo “cuyos dispositivos son imaginados independientemente

de la influencia de los planetas, de las fuerzas ocultas, de los amuletos o los objetos

preciosos. […] con el Renacimiento se aviva un conflicto cultural en el que el cuerpo se

singulariza, especificando funcionamientos que solo por el cuerpo mismo se explican”

(Corbin, Courtine, & Vigarello , 2005, págs. 23-24).

Así, con el estudio del cadáver como objeto de ciencia, nace la medicina

moderna. Este nuevo cuerpo que ha sido naturalizado, en el que lo divino ha sido

progresivamente reemplazado por la nueva visión de la física y por la lógica causal,

seguirá siendo disecado y explorado cada vez con mayor profundidad a manos de

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científicos y médicos que, avalados por la ciencia, buscan develar sus secretos. Después

de Vesalio, durante los siglos XVII y XVIII el estudio de la anatomía floreció en toda

Europa con la popularización de los teatros anatómicos que reunían toda clase de

curiosos deseosos de ver aquello que habita bajo la piel.

A la vez que el aumento en la disponibilidad de los cadáveres permitió rápidos

avances en el conocimiento científico del ser humano, los avances tecnológicos hicieron

posible el estudio de las estructuras microscópicas del cuerpo. Por ejemplo, el

descubrimiento del microscopio en 1665 permitió, por primera vez en la historia, el

análisis de tejidos y sus estructuras minúsculas. Con estos descubrimientos, además de la

introducción de la de la teoría celular en 1830, los estudios de anatomía evolucionaron

en la histología, el estudio de la estructura microscópica del material biológico y sus

funciones. La comprensión del cuerpo se fue transformando desde lo macro hasta lo

micro, de los órganos a las células y, hoy en día, a los genes6.

Los avances tecnológicos y su aplicación al estudio del cuerpo cada vez más

fragmentado, así como la creciente importancia de la observación para la construcción

de conocimiento y la disminución en el poder religioso, hacen posible la transformación

de la medicina tradicional en ciencia médica (Faure, 2005), en la que “el médico deja de

adoptar la figura del curandero, rodeado de misterio de sus poderes mágicos, para pasar

a ser un hombre de ciencia” (EOS, pág. 45). Esta nueva ciencia se nutre de nuevas

preguntas y nuevas exigencias de observación con el objetivo de ir más allá de lo

descubierto hasta ese entonces y encontrar cimientos más sólidos sobre los cuales

erigirse. Con las nuevas tecnologías y la aplicación del lenguaje de la física y la química 6 Paradójicamente, la misma tecnología que nos ha llevado a una mejor comprensión de los astros y los planetas nos ha alejado de la creencia en la influencia de sus movimientos. Como lo afirma Starobinski (1999): “nuestras sondas nos han remitido la imagen más cercana de los planetas, y casi a la vez hemos descendido muy cerca de la maquinaria de lo viviente. Pero las relaciones entre el cuerpo humano y el cielo se han vuelto más distantes. […] Hemos tenido que resignarnos a desligar esos hermosos vínculos cósmicos soñados por la vieja ciencia. No por ello se ha vuelto incoherente el mundo revelado por la ciencia moderna: nos ofrece otra coherencia, en la que Saturno ya no ejerce su influencia sobre el bazo, ni Marte sobre la bilis. Los nostálgicos miran hacia ese pasado más poético” (pág. 157).

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para la descripción del funcionamiento del cuerpo, la medicina espera convertirse en una

disciplina científica más.

Siguiendo los principios de la nueva ciencia, el arte médico se desprende de la

manifestación particular de la enfermedad para buscar un saber sobre lo general, es

decir, sobre las relaciones causales entre los movimientos y las manifestaciones

fisiológicas en el hombre. Como lo anotamos antes, el rápido descubrimiento de nuevos

saberes sobre el cuerpo y su funcionamiento desencadena un largo proceso de

especialización en la medicina, que dio lugar al nacimiento de disciplinas como la

clínica, la fisiología, la epidemiología, la patología y demás. En este marco, la práctica

médica tiende a objetivar cada vez más el cuerpo para así poder realizar diagnósticos

progresivamente más exactos a través de exámenes en los cuales se encuentren las

posibles causas subyacentes a los malestares físicos o psicológicos del paciente que

posteriormente podrán ser tratados gracias a exámenes, terapias o medicamentos. Como

lo anota Mario Parada Lezcano (2015) en su artículo El cientificismo científico y la

medicina, al igual que sucedió con las ciencias exactas, la transformación de la medicina

en medicina científica viene acompañada de una actitud de “soberbia intelectual”, que a

la vez que se erige como paradigma dominante para la comprensión del cuerpo, la salud

y la enfermedad, descalifica toda otra forma de conocimiento que no se produzca a

través del método científico aceptado y que no pueda ser verificado en sus términos.

La transformación en la comprensión del cuerpo por parte de la medicina y la

ciencia se consolida con un profundo y gradual cambio de mentalidad que ocurrió en

Europa. A partir del siglo XVII la sociedad europea dejó de ver el cuerpo como el lugar

de pena y sufrimiento que debía ser superado con el fin de cultivar el alma inmortal. En

el contexto cristiano, la carne, considerada impura, era el lugar del pecado y la culpa, y

la enfermedad era interpretada por muchos como una prueba de fe, y, por ello, como una

“oportunidad del pecador, la ocasión para él de purificar su alma de los miasmas de

corrupción que ponen en peligro su salvación” (Gélis, 2005, págs. 70-71). Entre más

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profundo y prolongado fuera el sufrimiento de la carne, mayor ocasión había para

demostrar la grandeza del alma.

La anatomía de Vesalio y los descubrimientos en física y astronomía por parte de

Copérnico, Kepler, Galileo, y posteriormente Newton, aumentaron las preguntas tanto

de científicos como de la gente común por la organización, las estructuras y el

funcionamiento del cuerpo humano. Que el cuerpo humano sea solo lo que está allí, que

pueda ser estudiado e intervenido por la ciencia y la nueva técnica, hizo que surgiera la

conciencia del cuidado del cuerpo y su preservación, atestiguado por los crecientes

tratados que hablaban sobre la salud corporal y el buen envejecimiento (Gélis, 2005). El

cuerpo despreciable y sufrido dio paso a uno nuevo y emancipado que es fuente de

plenitud y bienestar, un cuerpo individual que debía ser atendido y cuidado en vida.

Esta nueva vivencia del cuerpo se agudiza con el triunfo del sensualismo en el

siglo XIX que percibe al cuerpo como la sede de las sensaciones. Como lo anota Corbin

(2005), en sus Ensayos, Montaigne había anticipado esta transformación cuando escribió

que “el cuerpo ya no es simplemente la prisión del alma; ni se transfigura a imitación de

Jesucristo, ni lo magnifica la belleza que desvela, sino que se asume en la verdad de sus

sensaciones” (pág. 247)7. Es un cuerpo que se vive y se experimenta.

Paradójicamente, en la medida en que se explora como mera extensión (Körper),

se abre paso como cuerpo vivido (Leib). A través de él, el hombre se experimenta a sí

mismo y organiza su experiencia, su temporalidad, su vida. Aparece la conciencia de la

enfermedad y las sensaciones como vivencias subjetivas, así como la noción del

envejecimiento del cuerpo. Se despierta la esperanza de poder desafiar la temporalidad y

aumentar el bienestar en vida a través del cuidado del cuerpo8. Rápidamente el nuevo

7 Palabras de Montaigne citadas por Corbin (2005). 8 En su libro El Gran Escape, el nobel de economía Angus Deaton describe una serie de condiciones sociales e históricas que permitieron el “escape de la muerte y de la privación por la humanidad” que comenzó hace 250 años y que ha posibilitado que hoy en día la vida, en términos de duración y salud, sea mejor que nunca antes en la historia. En el último siglo la expectativa de vida en los países ricos aumentó

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“deseo de acabar con la enfermedad y retrasar la hora de la muerte provoca sobre el

médico una demanda social de cuidados o de curación a la que no puede responder la

medicina galénica” (Faure, 2005, pág. 27). Después de todo, una mejor salud representa

una mejora significativa en la calidad de vida de cualquier persona, permitiéndole poder

hacer más cosas, trabajar de manera más efectiva, tener más ingresos, pasar más tiempo

aprendiendo y persiguiendo sus intereses, así como disfrutar más y mejor el tiempo con

familia y amigos.

La anatomía científica fundada por Vesalio permitió un mejor conocimiento de la

estructura interna del cuerpo que antes había sido resguardada por la cultura y la

religión. Sin embargo, el escalpelo anatómico tan solo permitía adentrarse en el cuerpo

muerto, esto es, en el cuerpo como extensión material y no en ese cuerpo vivido, fuente

de bienestar, sede de las sensaciones y nuevo foco de atención entre la gente. El

conocimiento de la vida interior del cuerpo y de los mecanismos funcionales de sus

órganos, solo se consigue a través del estudio de los cuerpos vivos, que, hasta el

momento, se veía obstaculizado por la impenetrable barrera del dolor. Por este motivo,

el descubrimiento de la anestesia en 1846, año en el que el dentista William T.G. Morton

extrajo por primera vez exitosamente un diente sin dolor, revolucionó la práctica

médica, quirúrgica y la comprensión general del cuerpo y el dolor.

30 años y continúa aumentando en dos o tres años cada década, y la mortandad infantil se ha reducido notablemente en todo el mundo. De acuerdo con su análisis, en la Inglaterra de 1750 la gente dejó de preguntarse “¿cómo puedo salvarme?” para preguntarse “¿cómo puedo ser feliz?”; felicidad que ya no se buscaba en la obediencia a la realeza y a la Iglesia, sino a través del uso de la razón. Esta nueva disposición ante el mundo y la vida llevó a que se encontraran nuevas formas para mejorar la vida en todos sus aspectos, facilitando la divulgación masiva de nuevos tratamientos médicos como la vacunación, de tecnologías de la salud y las primeras campañas de salud pública. Sin embargo, parece que estas innovaciones no fueron lo más determinante en el notable incremento en la expectativa de vida en Inglaterra durante los siglos XIX y XX, pues estos cambios se dieron antes de que los nuevos tratamientos médicos estuvieran disponibles. Deaton (2015) señala, siguiendo el análisis del fundador de la medicina social Thomas McKewon, que “las raíces de la mejoría en la salud consistían en el progreso económico y social, particularmente en mejores condiciones de vida y de nutrición” (pág.112) y no en los desarrollos de la teoría médica.

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En la época, el impacto más inmediato de este descubrimiento se dio para la

práctica de la cirugía que, hasta el siglo XIX, estuvo acompañada de un dolor

inconmensurable que solo la hacía viable en casos absolutamente extremos. En primer

lugar, la supresión temporal del dolor hizo posible la realización de intervenciones más

largas, atentas y precisas. Antes, el cirujano más hábil era aquel que podía terminar sus

intervenciones en el menor tiempo posible, lo que limitaba el tratamiento de algunas

enfermedades y dolores. De ahora en adelante, gracias al uso del cloroformo y otras

sustancias anestésicas, la cirugía podía extenderse, permitiendo más atención al detalle

sobre todo en zonas delicadas antes inaccesibles por la sobreexcitación y el dolor del

paciente. De esta manera, el enfermo mostraba una mayor disposición a someterse a la

práctica del cirujano sin tener que esperar a que su enfermedad se volviera

absolutamente insoportable. En segundo lugar, la anestesia hizo parte de la serie de

medidas que pretendían erradicar los rasgos crueles e inhumanos que habían

acompañado el oficio de la cirugía desde siempre y que afectaban tanto su práctica como

su reputación. La supresión del dolor reivindicó al cirujano al volver su labor más

humana: pasó de ser una tortura a la disciplina médica que, en mayor medida que otras,

desafiaría la muerte y salvaría millones de vidas. Finalmente, la anestesia abrió la

posibilidad de una nueva forma de intervención en cirugías menores o procedimientos

diagnósticos realizados no solo en casos extremos sino para la preservación de los

miembros y de la vida.

Este cambio en la práctica quirúrgica fue determinante para la comprensión del

cuerpo que se impuso en los años siguientes, pues abrió la posibilidad de la intervención

estética, el desarrollo de todo tipo de prótesis y, en general, de toda modificación del

cuerpo por motivos diferentes a la supervivencia. Como lo anota Moscoso (2011), la

intervención dejó de plantearse como una solución de urgencia o de último recurso para

volverse una “forma cotidiana de atender los asuntos del cuerpo, ya se tratara de la

apertura de abscesos, de la realización de drenajes, de la inserción de sondas, de la

aplicación del cauterio o de exámenes traumatológicos” (pág. 177). Bajo el cuchillo el

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cirujano el cuerpo desacralizado se asemeja cada vez a una máquina, mostrándose como

una composición de partes intercambiables, reemplazables por versiones

progresivamente mejorables y fácilmente optimizadas por la técnica.

Pero más allá de la reivindicación de la cirugía y la nueva posibilidad de

intervención del cuerpo extenso, la anestesia trajo consigo una transformación

determinante para la historia de la medicina y del dolor, pues fue solo hasta que su

hallazgo produjo la supresión del dolor que le “fue posible a los investigadores la

contemplación tranquila de lo que sucedía en el cuerpo vivo” (Füllöp-Miller, 1940, pág.

453). De esta manera, la anestesia posibilitó la ampliación de los estudios de Vesalio

que, unos siglos antes, le abrió el camino a la fisiología y la biología. Significó, en otras

palabras, la posibilidad de irrumpir con los instrumentos y la racionalidad de la ciencia

moderna ya no solo en el cuerpo extenso definido por la física y la anatomía, sino

también el cuerpo vivo y en todas sus sensaciones, esto es, en la experiencia subjetiva y

más íntima del sujeto que siente. Con la anestesia, la ciencia se abrió camino no solo al

estudio de los fenómenos fisiológicos del cuerpo vivo, sino también al de los

mecanismos del alma que, más adelante, serán, en tanto conexiones neuronales, objeto

de estudio de la neurología.

El triunfo sobre el dolor

La anestesia del grito

Al permitir la entrada de la ciencia al cuerpo vivo, el descubrimiento de la anestesia

rompe la historia de la medicina y del dolor en dos. Se puede hablar de un antes y un

después en el que el grito del dolor, que por siglos protegió las profundidades más

íntimas del cuerpo, fue reemplazado por el silencio extraño e inquietante de la

inconciencia. Por ello, este acontecimiento ha sido referido reiteradamente en términos

militares como una “conquista”, una “victoria”, como “el triunfo sobre el dolor”,

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sugiriendo una transformación de fondo en el modo en el que los seres humanos se

habían relacionado con el dolor y la cirugía a lo largo de la historia. De esta manera, “la

introducción de la anestesia se celebró como una nueva «revelación», o como una

«liberación» de la esclavitud” (Moscoso, 2011, pág. 165).

Este silencio profundo e inconsciente del grito agonizante del dolor, de un mal

que por tanto tiempo fue considerado inevitable, enciende la esperanza de poder

erradicar, por fin, la fuente del sufrimiento y, de esta manera, poder «perfeccionar la

especie» (Porter & Vigarello, 2005). La técnica finalmente liberó a los hombres y

mujeres modernos de sus tormentos y miedos, marcando la distinción entre ellos y sus

antepasados. Con ella cambia por completo la comprensión del cuerpo enfermo y la

experiencia del placer y del dolor. Así como la práctica anatómica de Vesalio, que

convirtió al cuerpo en objeto de ciencia, estuvo acompañada del surgimiento del

sensualismo y la conciencia del cuidado de sí, la entrada al cuerpo vivo gracias al

dominio del dolor por la anestesia abrió la posibilidad de optimizar e influir en los

afectos y las sensaciones, en experiencias que habían sido relegadas por siglos a la

oscuridad propia de la intimidad.

El dolor físico y emocional, inherente a la existencia humana, siempre ha estado

presente en la historia. No hay cultura ni práctica médica que no se hubiera preocupado

de una u otra manera por su alivio. Antes de la medicina, por ejemplo, había chamanes y

brujos que, con rezos y rituales mágicos, buscaban curar la enfermedad. Se usaban

plantas y sustancias derivadas como remedios paliativos para sobrellevar el dolor9 .

Incluso durante intervenciones quirúrgicas, cuando el dolor era insoportable, se buscaba

reducir la sensibilidad mediante diversos instrumentos que inmovilizaban al paciente o

le hacían desmayarse. Pero, aunque la experiencia del dolor atraviese la historia, antes

9 Cabe destacar que el uso del opio como droga para minimizar el dolor se remonta al año 4000 a.C. en civilizaciones antiguas como Persia, Egipto y Mesopotamia. Hoy, el principal componente del opio, la morfina, se ha convertido en el analgésico modelo ante el cual todos los otros opioides se comparan (McMahon, Koltzenburg, Tracey, & Turk, 2013).

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de la anestesia el debate sobre su posible supresión parecía precipitado o incluso

absurdo. La asociación entre vida, enfermedad, instrumentos cortantes y dolor era

indiscutible y, “puesto que todo lo que corta duele, ¿para qué discutir sobre imposibles?”

(Moscoso, 2011, pág. 172).

A partir del descubrimiento de la anestesia, los pacientes ya no tuvieron que

elegir entre el tortuoso dolor de la operación y el sufrimiento de la enfermedad. Su

descubrimiento, en el que ante todo dominaron el empirismo y la casualidad, así como

su primera aplicación exitosa en una sala de operación, tuvo aspecto de milagro para el

espectador que poco conocía sobre la fisiología de los fenómenos que estaban

ocurriendo ante sus ojos (Füllöp-Miller, 1940): la inconciencia, el silencio propio de la

ausencia de gritos y gestos en medio de la incisión y la sangre, y, al despertar, la

inexistencia del recuerdo.

Sin embargo, a pesar del entusiasmo inicial, la utilización de la anestesia y su

popularización en la práctica médica se encontró con algunas resistencias. Las críticas

que se escucharon en los primeros meses después de la indolora operación de Morton

provenían de todo tipo de lugares en la sociedad. Unas se presentaban en el campo de las

luchas en torno a la profesionalización de la práctica quirúrgica, otras se dirigían al

ámbito moral tomando como argumentos la religión, las opiniones militares o los

alegatos humanistas, y, finalmente, otras provenían de la misma comunidad médica,

donde se consideraba el dolor como una manifestación normal y necesaria para la

preservación de la vida (Moscoso, 2011). Después de todo, no solo se desconocían los

mecanismos internos del dolor, sino que el uso de la anestesia producía un estado de

inconciencia no muy diferente al de una intoxicación etílica que propiciaba todo tipo de

preocupaciones éticas y de seguridad. Por ejemplo, el uso de sustancias como el éter o el

cloroformo en la operación implicaba una transformación en la relación médico-

paciente, en la cual ahora “el enfermo queda totalmente en manos del médico,

privándole de todo control sobre la operación, si es que tenía alguno […] su cuerpo

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individual y su vida están más sometidos al médico de lo que estaban antes” (Faure,

2005, pág. 37). La anestesia hizo necesaria la revisión de siglos de conocimientos y

presupuestos sobre un fenómeno que, a pesar de haber estado siempre presente, se

desconocía en su naturaleza más básica. Como anota Moscoso (2011),

La anestesia obligó a algunos cirujanos a tomar partido en torno a la traducción de algunos fragmentos del Génesis y, a la inversa, muchos sectores religiosos debieron pronunciarse sobre la posibilidad de subvertir lo que entendían como un elemento retributivo de la condición humana tras la Caída o como un valor ligado a la maternidad o al espíritu militar. Puesto que el dolor era natural, se razonaba, debía ser necesario; una cruz que los seres humanos solo podían aprender a soportar, ya fuera como forma de expiación, como vía de salvación o como un instrumento de fortalecimiento físico y espiritual (pág. 166).

A pesar de las opiniones contrarias, en general la mayor parte de los doctores y

cirujanos se mostraron partidarios del uso de gases anestésicos como métodos para

evitar el dolor quirúrgico. Además de los evidentes beneficios médicos de su

implementación, el éxito de la anestesia en la opinión pública fue influenciado por otra

serie de factores socio-culturales de la época como, por ejemplo la desaparición de la

masacre y el uso de la guillotina, el retiro de los mataderos y de toda escena de

derramamiento de sangre de la vista del público, el progreso de los derechos del

individuo, el aumento del consumo y de la demanda por lujos y comodidades, y el

creciente interés en el cuidado de sí y del cuerpo como elementos constitutivos de una

buena vida (Corbin, 2005).

El uso cada vez más generalizado de la anestesia fomentó la investigación sobre

el dolor y los mecanismos para eliminarlo, de tal manera que se fue convirtiendo

progresivamente en objeto de estudio científico. En consecuencia, tan solo unos años

más tarde, en 1857, se descubre la anestesia local y, en los años posteriores, las drogas

analgésicas básicas para uso sistemático, como morfina, aspirina, antipirina y fenacetina

(Merskey, Loeser, & Dubner, 2005).

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Dentro de las nuevas teorías fisiológicas del dolor, que pretendían explicarlo a

partir de sus mecanismos de acción en el cuerpo, cabe destacar por su importancia e

impacto en la medicina del siglo XX la teoría de la especificidad. Esta teoría, anunciada

siglos atrás por Descartes en Tratado del hombre (Imagen 4)10, establece que a cada

modalidad de estímulo somatosensorial (como el tacto, la temperatura o el dolor) le

corresponde un sistema de receptores específicos que actúan en la piel, el músculo

esquelético, los huesos, las articulaciones, los órganos

internos y el sistema cardiovascular, y que envían sus

señales correspondientes a una parte del cerebro que la

interpreta y produce la sensación particular (Moayedi &

Davis, 2013). En otras palabras, esta teoría define el

dolor como una modalidad de sensación equivalente a la

audición o la vista con sus propios receptores

sensoriales en el cuerpo y el cerebro que producen la

sensación del dolor.

Adicionalmente, en 1965, Ronald Melzack y

10 En Tratado del hombre, Descartes fue uno de los primeros en describir detalladamente los caminos somatosensoriales del cuerpo. El filósofo francés describió el dolor como una percepción que existe en el cerebro y distinguió entre el fenómeno neural de transducción sensorial y la percepción del dolor. Aunque previamente Galeno ya había desarrollado una teoría similar de la sensación, el aporte del filósofo consistió en postular que existía una especie de compuerta entre el cerebro y las estructuras tubulares que conducían a él la información activada por un estímulo sensorial. Descartes comparó este mecanismo a una cuerda atada a una campana: al halar del otro extremo de la cuerda, la campana suena (Moayedi & Davis, 2013). Esta teoría constituye uno de los antecedentes más importantes de la teoría de la especificidad del dolor, comprobada y establecida posteriormente en el siglo XIX gracias a los nuevos descubrimientos en fisiología. Su descripción en el Tratado del hombre viene acompañada de una imagen considerada hoy una de las más importantes en la historia de la neurociencia (Imagen 4). En ella se puede ver el mecanismo de percepción sensorial del calor producido por el fuego, descrito por Descartes (1980) de la siguiente manera: “si el fuego A se encuentra próximo al pie B, las pequeñas partículas de este fuego que, como saben, se mueven con gran rapidez, tienen fuerza para mover a la vez la parte de piel contra la que se estrella; de ese modo, estirando el pequeño filamento cc que se encuentra unido al pie, abren en ese instante la entrada del poro d, e, en el que se inserta el pequeño filamento: sucede todo de igual modo cuando se provoca el sonido de una campana, unido a una cuerda, pues este se produce en el mismo momento en que se tira del otro extremo” (TH, pág. 70-76).

Imagen 4. René Descartes (1664), ilustración de Tratado del hombre. En ella se muestra el mecanismo mediante el cual se produce la sensación del calor al acercar el cuerpo al fuego.

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Patrick D. Wall publicaron, en un artículo titulado Pain Mechanisms: A New Theory,

una nueva teoría del dolor que ha influenciado de manera determinante los estudios y la

comprensión de este fenómeno hasta el día de hoy, aunque algunos de sus detalles se

han mostrado inadecuados. Esta nueva teoría, llamada la teoría de la compuerta (gate

control theory), sugiere que existe una compuerta o sistema de control en el asta dorsal

de la médula por donde pasa (o no) toda la información relativa al dolor antes de llegar

al cerebro donde se produce la sensación. Su novedad radica en poder dar cuenta de la

complejidad del dolor, incluyendo no solo sus mecanismos fisiológicos sino también los

factores psicológicos que influyen en su experiencia, como, por ejemplo, la experiencia

pasada, la atención y las emociones (Melzack & Wall, 1965).

Un mercado para combatir el dolor

Ahora bien, el éxito de esta comprensión orgánica del dolor se debió no solamente al

rápido desarrollo de estas teorías y de tratamientos efectivos para aliviarlo, sino también

al paso del dolor desde el hogar hacia el mercado. Tras el logro de la abolición del dolor

quirúrgico en el siglo XIX, el siguiente gran triunfo en esta batalla fue la introducción

masiva de analgésicos en la cultura de consumo del siglo XX (Moscoso, 2011). Según

David Morris (1993), “el marketing del dolor desde la Guerra Civil en adelante ha

colaborado en la diseminación de la creencia general en que el dolor opera únicamente

mediante la transmisión de impulsos nerviosos desde el sitio del daño en los tejidos

hasta el cerebro” (pág. 308), y que, en consecuencia, siempre puede ser tratado también

fisiológicamente con intervenciones médicas y analgésicos. De esta manera, ha habido

una creciente demanda de analgésicos y remedios para diversos malestares por parte de

un público que, quizás en exceso, busca con afán ser tratado a toda costa11.

11 Cada vez son más los ámbitos de la vida humana que son estudiados bajo los lentes de la ciencia y los intereses de la industria farmacéutica. Por ejemplo, en años recientes los estudios en neurología de las emociones han abierto el debate sobre una posible ‘medicalización del amor’. Puesto que tras los

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Sobre esta situación, el filósofo Karl Jaspers (1988) trae a la luz el comentario

exagerado de un prestigioso farmacólogo en su conferencia inaugural en Heidelberg,

quien afirmó: “Tenemos una docena de remedios eficaces; todo lo demás es producto del

miedo de los enfermos y de los intereses de la industria farmacéutica” (págs. 13-14). En

este modelo, el cuidado de los enfermos pasó de las manos de la madre en el hogar y del

médico de familia al de un sistema institucionalizado de la salud, con médicos externos,

cuidado hospitalario y la administración de medicinas patentadas. La salud y, con ella, el

dolor, se convirtieron en productos de intercambio, en bienes transables al beneficio de

intereses privados con fines de lucro.

Sin embargo, la guerra contra el dolor aún no había terminado. Aunque el rápido

avance de la técnica médica que mejoró notablemente la salud de la población general y

las expectativas de vida en el siglo XX, las consecuencias físicas de la modernización y

la aparición de nuevos padecimientos tras las grandes guerras de los siglos XIX y XX

transformaron, una vez más, la noción de dolor y de enfermedad.

Como lo muestra Moscoso, este cambio es anunciado al final de la Guerra Civil

Americana cuando el neurólogo y escritor norteamericano S. Weir Mitchell, describió en

1863 detalladamente la reiterada ocurrencia de dolores extremos, de larga duración y sin

causa fisiológica aparente, como neuralgias 12 post-traumáticas, dolor en miembros

sentimientos de atracción romántica hay una colección de sistemas cerebrales interrelacionados, así como una serie de sustancias químicas (como la dopamina), algunos científicos han estudiado la posibilidad de influenciar estas emociones a través de la administración o bloqueo de determinados compuestos. En otras palabras, cada vez estamos más cerca de tener en nuestras manos medicamentos que aumenten o disminuyan algo por lo general considerado tan espontáneo como la atracción amorosa (Earp, Sandberg, & Savulescu, 2015). Si todo es susceptible de ser estudiado a cabalidad por la ciencia moderna, ¿qué escapará el día de mañana a la patologización y la medicalización?

12 La neuralgia es definida hoy como un dolor en la distribución de un nervio o nervios. Se suele describir como un dolor punzante, ardiente e intenso a menudo causado por daños en un nervio que puede estar localizado en cualquier parte del cuerpo, más comúnmente en el cuello o el rostro, y que genera un severo debilitamiento del cuerpo. Aunque puede ser causado por diversas afecciones, por lo general su diagnóstico carece de una causa certera (UCLA Neurosurgery). El dolor producido por una neuralgia puede ser tan intenso que, por ejemplo, la neuralgia del trigémino (un nervio craneal mixto) es conocida coloquialmente como la «enfermedad suicida», ya que antes del descubrimiento de tratamientos eficaces

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fantasmas13 y causalgias14 (Merskey, Loeser, & Dubner, 2005) en heridos de guerra.

Aunque no era la primera vez en la historia que se registraban casos de personas

acosadas por este tipo de dolores, su aparición fue considerada siempre una excepción,

una anomalía médica que desafiaba la racionalidad que conducía del síntoma a su cura

(Moscoso, 2011). Sin embargo, la circunstancia de las guerras, tanto de la Guerra Civil

Americana como de la Primera y la Segunda Guerra Mundial, hizo que el número

creciente de heridos “transformara lo infrecuente en cotidiano”, de tal manera que lo que

alguna vez fue considerado una excepción, se convirtió en un lugar común de relevancia

médica. Según el autor, fue la similitud de un número considerable de casos dentro de un

grupo social que debía ser restituido —los militares heridos en guerra— lo que permitió

mantener los relatos de dolor intratable de estos soldados en el esquema de la

racionalidad clínica cuyo marco teórico, hasta el momento, se mostraba insuficiente para

tratarlos.

Ante la necesidad de comprender y dar respuesta a este nuevo tipo de dolores que

aquejaban a la sociedad, en el siglo XX por primera vez el dolor es tratado por si solo

como foco de investigación científica. Su materialización institucional, corporativa e

investigativa, propia de la estructura de emplazamiento moderna, da origen a una nueva

medicina del dolor que, por primera vez, lo convierte explícitamente en objeto de

un número significativo de personas que la padecían se quitaban la vida como alternativa preferible al dolor.

13 El dolor en un miembro fantasma es la percepción de sensaciones de dolor en un miembro amputado como si aún estuviera conectado al cuerpo y funcionando con él. El dolor se puede manifestar inmediatamente después de la lesión o hasta años después (UCLA Neurosurgery). Esta afección es de particular importancia para nuestra investigación pues representa un quiebre definitivo en comprensión causal del dolor que lo asocia necesariamente a una lesión corporal. Aunque existen tratamientos para este dolor, no se ha descubierto una cura definitiva.

14 La causalgia, mejor conocida como síndrome del dolor regional complejo, es comprendida hoy como una enfermedad crónica, progresiva y caracterizada por un dolor intenso que sobrepasa el esperado por la causa y que no suele responder a tratamientos médicos. Normalmente se asocia a lesiones parciales del nervio periférico (UCLA Neurosurgery).

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estudio científico y de cuantificación15. De esta manera, el interés clínico y académico

por este condujo a que se fundaran, alrededor de 1970, la Sociedad de Dolor Intratable y

la Asociación Internacional para el Estudio del Dolor. Uno de los fundadores de esta

última, el anestesiólogo norteamericano John J. Bonica, ya había anticipado este

nacimiento cuando, en 1953, publicó un texto titulado The Management of Pain, que,

según Moscoso, constituye una verdadera legislación en torno al manejo o tratamiento

del dolor. En este texto, el autor

reivindicaba el saber técnico, una capacidad de operar de manera artesanal con un fenómeno de muy difícil determinación teórica. La expresión «clínica del dolor», que introdujo el propio Bonica, dirigía la atención hacia el esfuerzo por transformar el sufrimiento privado en un asunto de responsabilidad, a través del establecimiento de una práctica médica delimitada y de una cohesión social lo suficientemente amplia como para hacer del dolor, y especialmente del dolor crónico, un objeto de reflexión pública y de atención primaria (Moscoso, 2011, pág. 302).

El establecimiento de esta especialización de la disciplina médica significaba

para sus fundadores la última batalla de la gran guerra contra el dolor. Tras los triunfos

parciales otorgados por la anestesia en el siglo XIX y la popularización de los

analgésicos en el siglo XX, aún faltaba dar una respuesta al dolor crónico y la

enfermedad incurable. La entrada de la institucionalidad científica en estas dimensiones

oscuras y tortuosas del ser, a las que nunca había tenido acceso, presupone no solo la

creación de teorías y tratamientos sobre una serie de malestares, sino la reinterpretación

de una serie de experiencias que por siglos habían representado el límite de la medicina

15 Además del desarrollo de teorías fisiológicas sobre el dolor, parte de su determinación como objeto de estudio científico implica la creación de métodos y escalas para cuantificarlo, medirlo, y compararlo. En la medicina moderna, de esto depende la distinción de distintos tipos de dolor por sus características e intensidad, su diagnóstico y tratamiento, así como la evaluación de la efectividad de medicamentos e intervenciones. En los últimos 40 años se han desarrollado algunas escalas para medir el dolor agudo y crónico que se enfocan en diversos aspectos de la experiencia del dolor como su intensidad, su grado de alivio, entre otros (Bendinger & Plunkett, 2016). Las mediciones contemplan tanto aspectos subjetivos (como la descripción de la experiencia de dolor del paciente) como objetivos (valoración por parte de un observador, la medición de respuestas fisiológicas al dolor, y la traducción bioquímica de las alteraciones físicas producidas por el dolor) (Serrano-Atero, Caballero, Cañas, García-Saura, Serrano-Álvarez, & Prieto, 2002). En ambos casos, esta experiencia subjetiva es traducida a un dato objetivo y numérico que es utilizado como mero dato en la investigación y el tratamiento del dolor.

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del hombre: se proclama victoria en aquellos lugares donde, por siglos, solo había

habido derrota.

De ahora en adelante la población acosada por el dolor físico incesante no sería

desatendida. La medicina del dolor se funda con la promesa de investigar sus causas y

mecanismos de acción de tal manera que se puedan desarrollar avances en los métodos

de diagnóstico y alivio. A la falta de una cura para esos dolores permanentes —que hasta

el día de hoy no ha sido descubierta— la esperanza de esta medicina es poder, por lo

menos, desarrollar cualquier tipo de tratamiento que permita a los pacientes aliviar la

tortura de sus síntomas y poder llevar sus vidas con la mayor normalidad posible. La

meta, sin embargo, es continuar con la investigación que permita, eventualmente,

prevenir el dolor crónico y crear un “medicamento ideal” contra el dolor16 (National

Institute of Neurological Disorders and Stroke, 2016).

Utopía de la salud perfecta

La búsqueda de un medicamento ideal contra el dolor no es exclusiva de la aparición del

dolor crónico como enfermedad, pues corresponde, de manera más general, con la

expectativa producto de la racionalidad del dominio sobre lo natural. Como lo anota

Jaspers (1988), en el marco del paradigma científico moderno nada que sea

experimentable puede quedar fuera del campo de la competencia científica. Todo

16 En la página web sobre el dolor crónico del National Institute of Neurological Disorders and Stroke (Instituto Nacional de Trastornos Neurológicos y Accidentes Cerebrovasculares), se afirma sobre el futuro de la investigación en dolor que: “Prevenir el dolor crónico y desarrollar mejores tratamientos contra el dolor constituyen los objetivos principales de la investigación sobre el dolor conducida por estos centros e institutos. Una mayor comprensión sobre los mecanismos básicos del dolor tendrá implicaciones profundas en el desarrollo de medicinas futuras. Las siguientes áreas de investigación nos acercarán más a un medicamento ideal para el dolor” Traducción y énfasis mío. Cita en el idioma original: “Preventing chronic pain and developing better pain treatments are the primary goals of pain research being conducted by these institutes and centers. An increased understanding of the basic mechanisms of pain will have profound implications for the development of future medicines. The following areas of research are bringing us closer to an ideal pain drug” (National Institute of Neurological Disorders and Stroke, 2016).

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aquello que, en apariencia, se manifiesta como irracional —en este caso, el dolor crónico

e incurable— no constituye sino otro tema más de investigación que alienta el

interminable, pero necesario, proceso de autocorrección de las ciencias sobre el cual se

fundamenta su desarrollo.

En coherencia con ello, la salud se comprende dentro de una “concepción

mecánica donde la salud-enfermedad es entendida como el buen o mal funcionamiento

biológico, analizado y estudiado por las ciencias duras como la biología celular y

molecular” (Llambías, 2015, pág. 10). Según la Organización Mundial de la Salud

(OMS), la salud es un estado completo de bienestar físico, mental y social (Organización

Mundial de la Salud, 2017). En contraposición, la ‘enfermedad’ se comprende de

manera negativa como una ausencia de salud, como un estado indeseable del cuerpo y de

la mente que, como manifestación de cierta irracionalidad, puede ser superado con el

desarrollo adecuado de la teoría médica y las nuevas tecnologías. La salud, así definida,

establece un nuevo ideal, un parámetro que guía no solo el desarrollo de las ciencias de

la salud, sino también parte de las políticas públicas en la actualidad. Esta medicina

científica no acepta derrotas pues, como lo afirma Laín Entralgo (1969), según su

concepto de bienestar:

en lo tocante a la enfermedad, la medicina de los siglos XIX y XX lleva en su seno con creciente firmeza las siguientes tres convicciones: 1.ª No hay enfermedades mortales o incurables «por necesidad»; nada en la enfermedad poseería para el hombre una necessitas absoluta. Las dolencias que hoy parecen incurables, la medicina del mañana las curará. 2.ª No hay enfermedades de aparición necesaria, todas en principio son evitables. 3.ª El progreso de la técnica permite una penetración asintótica así diagnóstica como terapéutica, en la realidad de la alteración morbosa (pág. 112).

Tanto Redeker (2014) como Zajicek (2001), señalan cómo esta concepción de la

enfermedad recuerda el viejo paradigma, atribuido por la ciencia moderna a sociedades

antiguas e incivilizadas, según el cual los malestares físicos eran causados por demonios

y maldiciones que debían de ser exorcizadas por chamanes y curanderos. Aunque el

lenguaje y los métodos han cambiado, aún hoy la enfermedad —en particular aquellas

que no podemos aún comprender científicamente— es tratada como un estado

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indeseable de la condición del hombre, una condición casi demoniaca que muestra la

imperfección de la naturaleza que aún no ha sido iluminada por la luz de razón humana

y que debe ser erradicada a toda costa con la ayuda de los nuevos instrumentos técnicos

que se desarrollan con una velocidad cada vez más sorprendente17.

Como vimos anteriormente, los desarrollos de la anatomía y de las diversas

especialidades médicas transformaron la concepción del cuerpo para su rigurosa

observación y manipulación. Mas con la anestesia se da la posibilidad de pensar otro

cuerpo aún más accesible a los instrumentos de la ciencia. Este cuerpo, que Redecker

(2014) nombra egobody, trasciende la vieja distinción entre alma y cuerpo al reemplazar

a la primera por conexiones neuronales explicables fisiológicamente en términos del

segundo. En él, el Yo es reducido a su cuerpo y, como este, puede ser igualmente

intervenido y modificado. Aquello que antes constituía la identidad del hombre (el alma

y el ego) se confunde con el cuerpo determinado por la medicina, los medios de

comunicación, el deporte, la seguridad social, el Estado, la cirugía, la estética, los

gimnasios, y demás (Redeker, 2014). El cuerpo ahora representa el lugar de

perfeccionamiento y logro de la virtud y la felicidad.

Con la mecanización de esta a manos de la cibernética y la neurología, el cuerpo,

también mecanizado, puede prescindir del dolor y de la enfermedad que ya no tienen

ningún sentido más que el de sus mecanismos físicos, imperfectos pero modificables.

Recordamos ahora el trabajo de Lucien Sfez mencionado al principio de este capítulo en

el cual el autor explica que la utopía del siglo XXI, una vez superadas las utopías

sociales y políticas del siglo XIX, es la utopía de la salud perfecta. Tras las atrocidades

cometidas durante la Segunda Guerra Mundial, se mantiene aún la esperanza de poder

cambiar al hombre. La fuente del mal no se piensa como algo externo; no hay demonios

17 En palabras del mismo Redecker (2014): “Nuestra época se ha creído despojada de la brujería. Sin embargo, la manera como, sobre el fondo de ateísmo y de tecnicismo, la enfermedad, el dolor y la muerte son rechazadas, demonizadas, mientras que el diablo ha sido eliminado, acarrea temores irracionales que todavía pueden inscribirse en el orden mágico-religioso, como una “demonización” sin diablo…” (Redeker, 2014, pág. 95).

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ni fuerzas sobrenaturales que den una explicación al sufrimiento que nos aqueja. El mal

contemporáneo, al contrario, se encuentra ahora en nosotros mismos, en nuestro cuerpo

enfermo, en nuestros genes, en nuestras culturas, estructuras y costumbres por las que

contaminamos el planeta, creamos armas nucleares, financiamos la guerra y no la

educación, oprimimos al otro y, por las que hoy representamos un peligro real no solo

para la continuación de nuestra especie sino para la del planeta. En este sentido, y

siguiendo a Redecker (2014), el cuidado de la salud, como “la necrópolis de todas

nuestras utopías”, representa para el hombre de hoy una suerte de imperativo categórico

social (pág.99).

Así, este nuevo cuerpo, posibilitado tanto por la primacía de la medicina y los

sistemas de seguridad social, como por la sociedad del consumo y las condiciones socio-

políticas del último siglo, se posiciona como paradigma para la experiencia de nosotros

mismos por su potencial de transformación y perfeccionamiento. No solo es que todo en

él pueda ser comprendido e intervenido por la ciencia, sino que, habida cuenta de que lo

no comprendido e intervenido es fuente también de sufrimiento y de mal, todo esto debe

serlo 18 . Por esto, las aspiraciones casi mesiánicas a las que nos abre la medicina

científica, junto a los desarrollos tecnológicos, pretenden no solo tratar la enfermedad de

manera cada vez más eficiente, sino atacarla antes de que aparezca. Como lo anota Sfez,

la medicina preventiva, fomentada por los instrumentos médicos que nos permiten

detectar aberraciones en el cuerpo y posibles fuentes de enfermedad antes de que se

manifiesten en síntomas, tiende a la búsqueda de una prevención sistemática que

progresivamente ha ido transformando la relación del individuo con la medicina y la

salud en una relación totalitaria y permanente. De hecho, ya no es necesario sentirse

18 Este deber del cuidado de la salud no solo queda en manos del individuo y de su médico, sino también —y sobre todo— del Estado y del sistema de salud que se ven comprometidos a la preservación de la salud individual y pública. En palabras de Redecker (2014), “en efecto, la salud hoy es reivindicada no como virtud cívica, sino como derecho personal, egótico, un derecho del ego como un derecho a la salud. Por esta razón la salud se vive como un derecho del individuo que el Estado tendría el deber de garantizarle, paralelamente al deber prescrito de garantizar la salud” (pág. 91).

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enfermo para estarlo y para necesitar tratamiento e intervención. Así, toda imperfección,

vulnerabilidad y evidencia de finitud es pensado como algo que debe ser transformado y

optimizado para preservar la salud, el bienestar y la felicidad general del individuo19.

Los límites del triunfo

Sin embargo, a pesar de las promesas de la ciencia, el dolor no ha desaparecido y está

lejos de hacerlo. La centralidad del dolor en la medicina y en la cultura del siglo XX ha

llevado a su multiplicación en vez de su reducción. Como lo anota Moscoso (2011),

nunca antes “el sufrimiento físico o el padecimiento moral habían sido tan visibles en

todos los órdenes de la escena pública, desde el mundo de las artes, incluyendo la

cinematografía, hasta el periodismo o las formas de consumo” (pág. 306). Parece que

cada día nuestro mundo se encuentra habitado por más dolores, causados tanto por las

nuevas enfermedades características de la vida moderna, como por las interminables

guerras e inequidades en todo el mundo. No hemos podido erradicar virus y bacterias

que se suponía iban a estar controlados antes del final del siglo XX, las enfermedades de

la pobreza siguen presentes en numeroso países y sectores vulnerables, y las

19 La esperanza de poder perfeccionar el cuerpo a manos de la técnica transforma, a su vez, la experiencia de la muerte que, como la enfermedad y el dolor, es asumida por el discurso científico y comprendida culturalmente como una negatividad eliminable que produce una aspiración obsesiva por la inmortalidad pues, como afirma Redeker, (2014) “cuando uno solo tiene su cuerpo para vivir, su inmortalidad se convierte en obsesión” (pág.84). En El estado oculto de la salud, Gadamer (2001) muestra igualmente cómo con la desmitificación de la vida a manos de la ciencia, que la reduce a su experiencia material, se da también un proceso de desmitificación de la muerte que a la vez que la reprime, la convierte en otro proceso productivo más de la vida económica moderna. Sin embargo, a pesar de la estructura institucional que se ha formado a su alrededor, son los mismos procesos técnicos desarrollados para la preservación de la vida los que ponen de manifiesto los límites de nuestras capacidades, pues, en sus palabras, “la prolongación de la vida termina siendo una prolongación de la agonía y un desdibujarse de la experiencia del yo; y esto culmina con la desaparición de la experiencia de la muerte. La actual química de los sedantes despoja de toda sensación al sufriente, al tiempo que el mantenimiento artificial de las funciones vegetativas del organismo convierte al hombre en el eslabón de un proceso mecánico. La muerte, en sí misma, pasa a ser una decisión del médico a cargo del caso” (EOS, pág.78). Morir deja de ser un evento íntimo que se da en el hogar junto a familia y amigos para convertirse en un problema público más a la espera de ser solucionado.

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enfermedades crónicas y de la civilización se han incrementado en vez de disminuirse

como resultado de las transiciones demográficas y de los nuevos modos de vida en un

mundo industrializado (Llambías, 2015).

Paradójicamente, el dolor empieza a ser parte de la teoría médica no como un

solo objeto de estudio sino como varios. Una de las primeras diferenciaciones del dolor

aceptadas es considerada por historiadores de la medicina como el origen de la

mencionada medicina del dolor. Esta fue introducida explícitamente por Patrick D. Wall

y Ronald Melzack en un texto de 1986 titulado The Challenge of Pain, y es la distinción

entre dolor agudo y dolor crónico. Se entiende por dolor agudo una sensación normal

producida por el sistema nervioso como un signo de alerta ante una herida o situación

peligrosa que, aunque puede ser intenso, no es de larga duración. El dolor crónico, por

otro lado, no es un signo sino un estado de dolor que perdura en el tiempo. Aunque su

origen puede ser alguna enfermedad o lesión, en algunos casos los pacientes sufren de

dolor crónico en ausencia de una herida o evidencia de daño (National Institute of

Neurological Disorders and Stroke, 2016).

Aunque el término ‘dolor crónico’ ya había sido utilizado previamente, solo

cobra relevancia en la segunda mitad del siglo XX, cuando su experiencia se convierte,

en el marco de la investigación científica, en una enfermedad. La noción del dolor como

enfermedad fue utilizada por primera vez en 1936 por el cirujano francés René Leriche,

quien relacionaba el dolor insoportable con una disfunción del sistema nervioso

simpático. Este veía la necesidad hacer tal precisión con el objeto de restarle valor al

dolor como una herramienta de diagnóstico médico que con frecuencia desencadenaba

en tratamientos insuficientes y sufrimiento innecesario, así como en ayudarle a los

pacientes con dolores incesantes que eran declarados como neuróticos (Merskey, Loeser,

& Dubner, 2005).

La novedad del dolor crónico como enfermedad radicaba no tanto en una

expresión particular de sus síntomas o su duración, sino más bien en que este tipo de

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sufrimiento no encajaba en las definiciones, en las taxonomías ni la racionalidad causal

de la medicina científica. Ni las teorías fisiológicas del dolor ni, en general, las teorías

sobre la enfermedad, lograban dar cuenta de este fenómeno en el que no se cumplían las

expectativas fisiológicas del cuerpo. Como explica Moscoso (2011),

del mismo modo que el dolor sin lesión sugiere la presencia de una disfunción psicológica que podemos caracterizar como alucinatoria, el dolor crónico también produce desconfianza. La presencia de un malestar que comienza y que no acaba pone en tela de juicio el esquema de racionalidad que ha servido para encuadrar durante siglos la experiencia de enfermar (pág. 278).

Con esta determinación, el dolor dejó de ser un signo o un síntoma de algo más,

que permitía a los doctores y pacientes saber que había algo mal en el cuerpo y que

facilitaba su diagnóstico. Antes se consideraba relevante en tanto sensación que

mostraba algo diferente a sí misma, y que, por lo tanto, tras su alivio como síntoma,

conducía a otras disciplinas médicas que atendían la verdadera causa de la enfermedad.

La determinación del dolor crónico como enfermedad o como un conjunto de síndromes

lo convierte en una condición determinada cuyo estudio y tratamiento demanda

especialización en sus estudios, una acotación de su experiencia, una definición de sus

conceptos básicos y la aparición de un nuevo grupo humano: el enfermo de dolor

(Moscoso, 2011).

Vale la pena resaltar, siguiendo la teoría de Moscoso (2013) sobre el surgimiento

del dolor crónico como enfermedad, el hecho de que no es una preocupación

desinteresada por el sufrimiento humano lo que conduce a la creación de esta medicina

del dolor. Tan solo en el momento en el que determinadas dolencias a las que la teoría

médica no puede dar respuesta se vuelven relevantes estadísticamente, la comunidad

científica toma la decisión de asumir al dolor como un problema que amerita su

investigación (Moscoso, 2013). Por más extrema y debilitante que sea, la experiencia

subjetiva del doliente, plasmada en su narración, gestos y lamentos, no es suficiente para

convertirla en objeto de ciencia, pues no es cuantificable: aunque es tenida en cuenta en

la práctica clínica como ayuda para el diagnóstico, no hace parte de la teoría médica

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desde la cual se comprende la naturaleza de la enfermedad20. Aun cuando el dolor cobra

una importancia central en la teoría y la cultura, lo hace como forma abstracta, como

dato adecuado a los instrumentos epistemológicos y técnicos de la ciencia.

La distinción entre dolor agudo y dolor crónico, y la dificultad para encontrar

tratamientos y explicaciones satisfactorias para este último, llevó a la distinción entre el

dolor útil y el dolor inútil. Si bien toda experiencia del dolor es poco placentera e

incómoda, la medicina ha aceptado que el dolor agudo tiene una función importante

como parte del sistema de defensa de nuestro cuerpo. Este tipo de padecimiento ha sido

considerado por médicos a lo largo de la historia como ‘el ladrido de un perro guardián

de la salud’, como una señal de peligro fundamental para la preservación de la vida y de

la salud. Una prueba de esto se evidencia en el riesgo en el que se encuentran

permanentemente las personas que padecen de insensibilidad congénita al dolor, una

extraña condición del sistema nervioso por la que el paciente es incapaz de sentir dolor

físico. Sin la percepción de dolor, estas personas están expuestas constantemente a sufrir

fuertes quemaduras, lesiones y fracturas, potencialmente letales, sin siquiera darse

cuenta de ello. Necesitan, por lo tanto, tomar medidas normalmente innecesarias (como

revisar constantemente la integridad de su cuerpo) para poder sobrevivir.

En contraste, el dolor crónico, que se presenta como inútil y, hasta ahora,

incurable, ha sido descrito como un infierno, como una forma maléfica que le impone al

enfermo, a su familia y a la sociedad una fuerte presión emocional, física, económica y

social. Es como “una residencia ultramundana en la que el cuerpo sufre de manera

inmisericorde y eterna sin entrever una solución o una salida” (Moscoso, 2011, pág.

278), un dolor tan profundo que aísla completamente al sujeto que lo sufre, lo encierra

en su cuerpo que deviene cárcel, no permitiéndole estar en ningún otro lugar. En este

20 Esto mismo sucede con las enfermedades huérfanas, esto es, padecimientos que son ignorados o que ocurren con una frecuencia tan baja que son irrelevantes para la industria farmacéutica y por ello su estudio no suele tener ningún tipo de financiación o atención.

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caso, el dolor ya no funciona como señal de una causa que deba ser atendida y, por ello,

se convierte en una afección autónoma que debe ser tratada, en sí misma, como una

enfermedad; pero una que cuestiona y hasta contradice los elementos teóricos sobre los

cuales se había comprendido la relación entre lesión, daño y padecimiento (Moscoso,

2011).

Es quizás por la pretensión de abstracción y cuantificación que, en tanto objeto

de ciencia, el dolor parece eludir los métodos con los cuales se le estudia. Los esquemas

tradicionales para pensar la enfermedad, la lesión y la cura, no aplican para muchos

pacientes de dolor crónico. Esto se puede ver, por ejemplo, en el caso de algunas

neuralgias en las cuales aún si se conoce con certeza la causa inicial del dolor, como una

lesión o un trauma, esta es insuficiente para explicar por qué el padecimiento continúa

aún después de que la afección ha sido efectivamente curada. También es el caso del

dolor del miembro fantasma en el que duele una parte del cuerpo que no se tiene.

Como sucede con el dolor crónico, otras enfermedades crónicas como la diabetes

y la hipertensión, ante las cuales no se ha podido determinar una causa particular,

externa y definitiva, cuestionan el paradigma de causa y efecto que por siglos ha

utilizado la medicina para explicar la enfermedad. Eso ha sucedido, por ejemplo, con el

estudio sobre el cáncer que, a pesar de los esfuerzos invertidos en su investigación, aún

se considera, en muchas de sus manifestaciones, incurable. En su artículo Cancer and

metaphysics (2001), el profesor Zajicek explica la inutilidad de la comprensión de la

enfermedad en términos de parásito-huésped para el estudio y tratamiento del cáncer, así

como de las enfermedades crónicas. Por ejemplo, a diferencia de otros padecimientos,

parece que el tumor cancerígeno no se produce por un agente patógeno externo (no se ha

podido establecer una conexión causal directa entre agentes cancerígenos y el desarrollo

del tumor), sino por un crecimiento excesivo de las propias células del cuerpo: no existe

una diferencia cualitativa entre el tumor y el cuerpo como lo trata de explicar la

medicina tradicional. El cáncer sería, en otras palabras, un exceso de cuerpo.

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La aplicación del paradigma de causa-efecto para el estudio de enfermedades en

los últimos siglos ha sido útil para el desarrollo de la ciencia médica y ha permitido el

tratamiento efectivo de enfermedades agudas —aquellas que tienen un inicio y síntomas

claramente definidos y son de corta duración— así como la mejora significativa de la

expectativa de vida de la población general21. Sin embargo, la incurabilidad y dificultad

de comprensión de las enfermedades crónicas, principal causa de mortalidad en el

mundo22, hace necesario que, como lo indica Zajicek, se cuestionen algunos de los

principios de la medicina moderna y su capacidad de dar cuenta de la totalidad de la

experiencia de la enfermedad. Pues, ¿qué pasa si la causa de la enfermedad, entendida en

términos fisiológicos, no puede ser conocida? ¿Puede ser que el conocimiento de esta

causa sea irrelevante para alcanzar tratamientos efectivos? ¿Sería posible pensar que la

expresión de la enfermedad trascienda sus síntomas y la lesión fisiológica particular de

la cual se acompañe? ¿Será que la comprensión tradicional de la enfermedad nos está

llevando a malinterpretaciones que hacen aún más difícil el tratamiento efectivo de los

padecimientos crónicos?23

21 Uno de los importantes aportes de esta visión a la medicina contemporánea fue el desarrollo de los antibióticos, que funcionan bajo el presupuesto de que determinadas bacterias causan infecciones específicas en el organismo. Sin embargo, aún con el éxito aparente de estos tratamientos incluso en el caso de las infecciones la explicación causa-efecto parece insuficiente pues, por ejemplo, aún no es claro cómo es que solo algunos organismos expuestos a patógenos desarrollan la enfermedad (Zajicek, 2001).

22 Según la Organización Mundial de la Salud (2017): “Las enfermedades crónicas son enfermedades de larga duración y por lo general de progresión lenta. Las enfermedades cardíacas, los infartos, el cáncer, las enfermedades respiratorias y la diabetes, son las principales causas de mortalidad en el mundo, siendo responsables del 63% de las muertes. En 2008, 36 millones de personas murieron de una enfermedad crónica, de las cuales la mitad era de sexo femenino y el 29% era de menos de 60 años de edad”.

23 No solo es la lógica causal con la cual se comprende la enfermedad la que puede representar un obstáculo para el tratamiento de la enfermedad crónica, sino, en general, el cientificismo de la medicina que la ha convertido en empresa y la ha conducido por el camino de la interminable especialización. Por ejemplo, ante la imposibilidad de encontrar una causa y tratamiento efectivo para el cáncer después de tantos años de investigación, Zajicek (2001) se pregunta qué herramientas le quedan a la medicina para comprenderlo. Porque, en sus palabras, para la medicina de hoy: “¿Qué es el cáncer? ¿Una enfermedad genética? ¿Una aberración celular? ¿Una reacción psicosomática? Cada pregunta supone una aproximación terapéutica diferente. Los genetistas sugieren el remplazo de los genes del cáncer. Los cirujanos creen en la remoción del tumor. Los psicólogos tratan de fortalecer la psique. La confusión se intensifica con la disputa por la aproximación médica correcta. ¿Debe uno adherirse al reduccionismo o al

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En el encuentro con el dolor extremo y crónico, la medicina científica encuentra

límites a sus métodos y pretensiones de dominio que la llevan a revisar sus presupuestos.

El triunfo que se proclamó con el descubrimiento de la anestesia como el tan esperado

fin del eterno mal del dolor, y cuya investigación siempre se había visto entorpecida por

“los más sublimes poderes de la inteligencia humana, la religión, la fantasía, [y] la

compasión” (Füllöp-Miller, 1940, pág. 442), no es tan definitivo como se había

planteado en un principio. La investigación del dolor como objeto de ciencia, es decir,

como objeto susceptible de ser medido y comprendido exclusivamente bajo una lógica

causal, es insuficiente para una aproximación a ciertos padecimientos.

Este encuentro con el límite de los métodos de la medicina del dolor, ha hecho

evidente la necesidad de ampliar los estudios del dolor y la comprensión de su

padecimiento sobre todo en el tratamiento de pacientes de dolor crónico. Por este

motivo, en 1973, la Asociación Internacional para el Estudio del Dolor actualizó su

definición del dolor para comprenderlo de manera más integral como “una experiencia

sensorial y emocional desagradable asociada con daño tisular real o potencial o descrito

en términos de tal daño” (Asociación Internacional para el Estudio del Dolor, 2012)24.

Que el dolor sea comprendido como una experiencia resalta su carácter subjetivo y

complejo, así como la posibilidad de que se presente, contrario a lo propuesto por sus

explicaciones fisiológicas anteriores, en la presencia o ausencia de un trauma en los

tejidos. Consecuentemente, en la década de 1980 toma fuerza un modelo cognitivo-

conductual del dolor, según el cual este es una experiencia compleja que trasciende su holismo? ¿Será que el proyecto del genoma humano realmente arrojará luces sobre la naturaleza de la enfermedad? ¿O será que la enfermedad solo es significativa en el contexto del organismo?” (Zajicek, 2001, pág.245). La traducción es mia. Cita en el idioma original: “What is cancer? A genetic disease? A cellular aberration? Or a psychosomatic reaction? Each question involves a different therapeutic approach. Geneticists suggest the replacement of cancer genes. Surgeons believe in removing the tumor. Psychologists try to strengthen the psyche. Since they all fail in nearly all cases, their suggestions ought to be regarded with suspicion. Confusion is highlighted by the dispute about the correct medical approach. Should one adhere to reductionism, or holism? Will the human genome project really shed light on the nature of disease? Or, is disease meaningful only in the context of the organism”.

24 La traducción es mía. Cita en el idioma original: “An unpleasant sensory and emotional experience associated with actual or potential tissue damage, or described in terms of such damage”.

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manifestación fisiológica, al afectar y se afectado por cogniciones (como pensamientos,

creencias o memorias), emociones y comportamientos (Merskey, Loeser, & Dubner,

2005).

Entender el dolor como experiencia y no solamente como una sensación, indica

la necesidad de ampliar el discurso médico y abrirle el espacio a otras disciplinas como

la psicología, la sociología, o la filosofía, entre otras, para pensar el dolor y los modos de

atenderlo individual y socialmente. Parece que hay algo de su experiencia que se le

escapa al discurso médico y que debe ser escuchado en conjunto a sus comprensiones

científicas.

Sin embargo, el obstáculo para poder atender a estas miradas va más allá de la

teoría médica del dolor. La expectativa que se ha venido alimentando en el último siglo

con los progresos tecnológicos en el alivio del dolor y la intervención del cuerpo, esto

es, la utopía de la salud perfecta, contribuye de manera significativa a la negación

colectiva del sufrimiento, que impide, en la cotidianidad, la escucha de esas otras voces

del dolor que la medicina han empezado a reconocer.

Dada la asociación entre intervención médica y dolor, actualmente ante el más

mínimo dolor, nuestra reacción casi instintiva es la de ir a la farmacia y comprar un

analgésico de venta libre que, por lo general (y, por lo general, en contra de las

indicaciones médicas25), consideramos inofensivo. La auto-medicación como solución a

malestares básicos está tan generalizada en nuestra cultura que rara vez la cuestionamos.

Para el consumidor promedio, la pregunta por la causa de su dolor es irrelevante, incluso

si la ciencia ya tiene los medios para conocerla. No solo el dolor crónico parece inútil,

sino también el agudo, pues, dada la facilidad para tratar y reducir la percepción de

25 Cada vez más estudios indican las contraindicaciones de consumir medicamentos básicos como el acetaminofén (perjudicial para el hígado) y el ibuprofeno (perjudicial para los riñones) en exceso.

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cualquier dolor, su presencia, en cualquier circunstancia, parece excesiva e inoportuna,

como un malestar incómodo que nos aísla y nos hace menos funcionales26.

Prima en la cultura la expectativa creada por la nueva técnica según la cual

bienestar y felicidad equivalen a una ausencia de enfermedad, dolor y sufrimiento. La

utopía de la salud perfecta, creemos, se encuentra al alcance de cualquiera entre el

gimnasio, el mercado orgánico y el botiquín de su hogar. El afán de suprimir el dolor

como síntoma a toda costa —al igual que cualquier enfermedad—es coherente y

comprensible dentro del esquema racional y económico moderno que favorece la

apariencia de bienestar, el consumo y la productividad.

En el afán por la supresión del dolor, se oculta la pregunta por sus causas y

efectos en la vida. Pues, ¿qué importa qué tipo de lesión —grave o no— esté detrás de

una migraña si, sin necesidad de acceder al sistema de salud, con frecuencia inhóspito

para el paciente, fácilmente se pueden conseguir medicamentos que proporcionen una

sensación de bienestar suficiente para continuar con la normalidad de la vida? Detrás de

discursos y recetas que prometen una salud eterna, la pregunta por el dolor y la

profundidad con la que puede llegar a afectar a un individuo se olvida y se hace a un

lado. Además del silencio del grito que se ganó a través del descubrimiento de la

anestesia y la analgesia, prima en el proclamado triunfo médico sobre el dolor el silencio

que queda cuando desaparece la pregunta y solo queda la inutilidad de una sensación

incómoda que obstaculiza el alcance de una vida feliz.

26 No es solo el dolor crónico el que se manifiesta en su inutilidad. La idea de que el dolor agudo tenga alguna utilidad biológica también ha sido debatida pues, como mecanismo de alarma y protección, el dolor con frecuencia se muestra torpe, retardado e ineficiente. Respecto a esto, René Leriche, citado por Moscoso (2011), comenta: “Los médicos están dispuestos a admitir muy rápidamente que el dolor es una reacción de defensa, una advertencia afortunada que nos pone en aviso sobre los peligros de una enfermedad. Pero ¿a qué llamamos una reacción de defensa? ¿De defensa contra quién? ¿Contra qué? ¿Contra el cáncer que con tanta frecuencia produce síntomas cuando ya es demasiado tarde? ¿Contra las afecciones cardiacas, que se desarrollan siempre en silencio?” (pág. 285).

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Sin embargo, el silencio se rompe necesariamente cuando la presencia del dolor

no permite respiro. Cuando el dolor se manifiesta, a través de un trauma, un accidente o

una enfermedad grave, propia o de un ser querido, se quiebra la ilusión creada por la

utopía de la salud perfecta de que es posible una vida en ausencia del sufrimiento. Mas

cuando se asume como cierto el presupuesto de que una ‘vida buena’ prescinde de

enfermedad y dolor, entonces esta ruptura es mucho más fuerte, más angustiante y

profunda, en la medida en que se le ha despojado de un lugar en la vida humana al dolor.

La expectativa de una vida en ausencia del dolor, aumenta el sufrimiento en su presencia

que, finalmente y sin importar qué caminos se tomen para prevenirlo, es inevitable y una

parte importante de cualquier vida humana. Siguiendo el lenguaje de Sloterdijk, quizás

podríamos hablar del aumento de la humillación del hombre a causa del dolor, pues de

cara a las promesas y el optimismo de la medicina, contribuye a profundizar la

conciencia de la desventaja de ser lo que somos: cuerpos vaciados de sentido,

condenados por las leyes de la naturaleza a la finitud, la enfermedad y el dolor.

El dolor, entonces, presenta un límite a la pretensión de un conocimiento lógico

causal y objetivo como forma de alcanzar el dominio del hombre sobre la naturaleza y

demanda otra forma de comprensión que trascienda la voluntad de dominio y supresión.

La inevitable pregunta de ‘¿por qué yo?’ y ‘¿ahora qué?’, que no encuentra respuesta en

los datos y las estadísticas médicas, abre nuevamente el camino a otras formas de

comprensión de lo que significa el dolor y una vida con él.

Conclusiones

Como se ha mostrado a lo largo del capítulo, la noción del dolor como un problema

enteramente médico es propia de nuestro mundo actual, industrial, tecnificado y

occidental (Morris, 1993). Hoy experimentamos el dolor como “mero zumbido

negligente a lo largo de los nervios” (Morris, 1993, pág. 5), como una “negatividad

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eliminable por diversas técnicas” (Ocaña, 1997, pág. 30), como un desequilibrio cruel de

la naturaleza que nos acosa sin descanso haciendo nuestra vida miserable y que, por lo

tanto, buscamos comprender a toda costa con el fin de poder controlarlo, optimizarlo y

erradicarlo. Esta es una consecuencia del cambio en el modo de estar en el mundo que

describe Heidegger, un mundo que el hombre moderno conquista como imagen, como

una totalidad representable causal y cuantitativamente por una ciencia dominante que

investiga, se materializa y legitima institucionalmente como empresa. Es también un

mundo que habita con la ayuda de la técnica, demandándole a la naturaleza que se

presente como existencias que luego puedan ser utilizadas, ordenadas y optimizadas.

En esta concepción de lo real, en principio nada escapa a la luz inquisidora de la

racionalidad lógico-causal. Así como Copérnico introdujo la ciencia a los astros y

Galileo a la física, Vesalio la condujo al cuerpo extenso bajo la piel del cadáver y la

anestesia a los misterios del cuerpo vivo, de mi cuerpo que siente, que tiene una historia,

que duele. De esta forma, tanto el cuerpo extenso como el vivido es incitado a mostrarse

como una trama de fuerzas calculables y predecibles, emplazado por la técnica médica

con instrumentos y medicamentos para su optimización y progresiva mejora. Nada

queda en la vida del hombre que no pretenda ser abarcado en términos de conexiones

neuronales, causas fisiológicas e interacciones bioquímicas. Hasta las más oscuras

profundidades de la intimidad y la subjetividad son amenazadas con ser traídas

forzosamente a los ojos de la ciencia como existencias, como datos objetivos,

susceptibles de ser manipulados, transformados y optimizados a voluntad del hombre.

Pero en la investigación del dolor, en el intento de reducirlo a sus

manifestaciones fisiológicas, la ciencia moderna y este modo de estar en el mundo

encuentra un límite. Si conocer significa solo el conocimiento de las causas materiales y

eficientes, entonces el dolor humano, tanto en su forma física como psicológica, se

presenta como un objeto que no puede ser conocido en su totalidad, ya que la luz de la

ciencia no lo alcanza en todas sus dimensiones. A través de ella, se resalta la oscuridad

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muda del dolor. La exploración rigurosa de sus causas y mecanismos, que alimentan la

expectativa desmedida de alcanzar un estado de salud perfecta caracterizado por la

ausencia de enfermedad y del dolor, llevan paradójicamente a la intensificación del

sufrimiento en la presencia del dolor que, al ser despojado de su utilidad, lanza a la

búsqueda desenfrenada de los mecanismos para erradicarlo.

El grito de guerra que se dio con el primer triunfo sobre el dolor proclamado en

la sala de cirugía con el descubrimiento de la anestesia fue el silencio del grito tortuoso

del dolor. La nueva medicina del dolor, que anunciaba ser el fin de esta larga batalla, se

muestra en realidad como el inicio de una nueva historia marcada por la “existencia

habitualmente secreta, silenciosa” y oculta del dolor (Morris, 1993, pág. 4). Ahora, ese

mismo silencio, en principio sinónimo de victoria, se muestra también como el silencio

de las otras dimensiones de la experiencia del dolor, el silencio del doliente, que, al ser

objetivado, es despojado por la técnica y los modernos métodos de diagnóstico de sus

gestos, sus gritos, y su historia. El dolor moderno es un dolor mudo más no por ello

menos voraz, menos agresivo y destructor. Tras la experiencia de la insuficiencia de la

ciencia, el dolor se muestra como lo que siempre ha sido, como el verdadero límite de la

comprensión.

Sin embargo, debemos preguntarnos si el problema radica en que aún no hemos

encontrado el código para descifrar los misterios del dolor humano, como si tengamos

que permanecer a la espera de un mejor instrumento y un mejor remedio, o si, por el

contrario, la cuestión radica en el dolor mismo. ¿Qué hay en la experiencia del doliente

que se oculta a las pretensiones de conocimiento certero de la ciencia?

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LO QUE EL DOLOR NOS MUESTRA

Las dificultades con las que se encuentra la medicina en el estudio del dolor crónico han

demostrado la necesidad de expandir su discurso y atender a otras dimensiones de estos

malestares que trascienden sus mecanismos y causas fisiológicas. El dolor es una

experiencia multidimensional que no se limita a su expresión localizada y que,

independientemente de cuál sea su causa, irrumpe en la totalidad del ser que lo padece,

afectándolo emocional, física y socialmente. Por eso, el diagnóstico médico y el

tratamiento con medicamentos u otros tipos de terapias, si bien cumplen una función

importante en el alivio del dolor, son limitados en la aproximación a la experiencia del

sufrimiento del paciente.

Esto se manifiesta con mayor claridad en pacientes de dolor crónico. En estos

casos se puede ver cómo las líneas que se cree separan las sensaciones físicas de las

emociones y las interacciones sociales se disuelven en padecimientos que no permiten

respiro. Cuando el dolor es muy intenso y prolongado, se muestra en sus verdaderas

dimensiones como un abismo oscuro que rompe con la vida como la conocemos y aísla

en un silencio profundo de lo que no puede ser comunicado y que, sin embargo,

demanda una respuesta. Con este abismo es con el que choca la ciencia en la búsqueda

de objetivar la experiencia del dolor en datos que puedan ser medidos y verificados. Un

abismo que, como trataremos de mostrar en este capítulo, es característico del dolor

mismo y que nos lanza, en su profundidad, a la pregunta por el hombre y la relación que

ha tenido con su sufrimiento a lo largo de la historia.

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La forma en la que el hombre responda a su dolor depende de cómo decida

afrontar ese abismo al que le abre la experiencia del sufrimiento. Esta profundidad

resulta tal que es imposible para el hombre pensar un contacto directo e inmediato con

él. Este se manifiesta en el dolor de una forma tan devastadora que, necesariamente,

demanda una respuesta, sea con el grito, con el llanto, con la solicitud de un abrazo o

con la demanda de un analgésico. La necesidad de enfrentamiento con el dolor es una

necesidad vital que antecede su articulación en el lenguaje de lucha de la medicina

moderna. Por ello, nuestra relación con el dolor está mediada por la búsqueda de

maneras para aliviarlo y hacerle frente. De acuerdo con Enrique Ocaña (1997), las

filosofías y religiones de Oriente y Occidente han pretendido mitigar el dolor mediante

diversas técnicas o, por lo menos, conferirle sentido como sendero de conocimiento de la

naturaleza propia del hombre. En sus palabras: En el contexto de esas doctrinas toda técnica para afrontar el sufrimiento arraiga en una ética y en una interpretación del dolor […] La inquietud que mueve a buscar terapias para tratar dolencias en cuerpo o ánimo rezaría así: ¿cómo comportarse para evitar el sufrimiento? Y si la vida nos niega esa posibilidad, ¿cómo soportar el mal vivir? Diagnosticar, descifrar e interpretar ayudan a sobrevivir sobre un fundamento que alivie la angustia. Puesto que no siempre cabe huir o evitar el mal, el ser humano se ve obligado a saber sufrir (pág. 22).

En ambos casos, se trata de encontrar una manera de evitar una exposición ‘sin

mediación’ a la realidad abrumadora del dolor, que nos niega cualquier amparo y

hospitalidad no solo en el mundo sino también en nuestro propio cuerpo, pues la realidad

del dolor no se agota en sus manifestaciones particulares. La respuesta que demanda la

experiencia del dolor va más allá de la atención a una migraña o la sanación de una

lesión, sea física o emocional, pues el dolor no es simplemente síntoma de un cuerpo

lastimado: lo es de un ser cuya existencia es una herida abierta; un ser que anda por el

mundo expuesto al peligro, vulnerable y de cara a la muerte.

En este capítulo exploraremos cómo el hombre le hace frente a su dolor y de qué

manera se articulan estos enfrentamientos desde una comprensión de su vulnerabilidad y

capacidad de ser afectado. Para poder hacerlo en primer lugar, nos aproximaremos a una

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consideración antropológica del dolor humano, tomando, como punto de partida, el

trabajo que el filósofo Hans Blumenberg realizó en torno a la relación del hombre con lo

que él denomina el absolutismo de la realidad. En segundo lugar, exploraremos cómo tal

vulnerabilidad y su experiencia en el dolor, demandan una respuesta a modo de

interpretaciones y creación de sistemas simbólicos que le permitan al hombre llevar su

vida a pesar de ello. Veremos, entonces, cómo la relación del hombre con su dolor se

encuentra a la base de su relación con el mundo y de la creación de la cultura. En tercer

lugar, revisaremos cuáles son los límites de estas construcciones narrativas para hacerle

frente al dolor y lo que estos nos dicen del dolor mismo. Terminaremos con unas

consideraciones sobre el sentido del dolor en la experiencia humana, teniendo en cuenta

sus oscuridades, silencios y las dificultades que presenta para su comprensión, que son

las que permiten su aproximación como ‘la llave a lo más íntimo del ser humano’.

El reconocimiento de una realidad antigua

Sufrimos porque existimos; porque nuestra existencia es vulnerabilidad. La condición de

fragilidad del hombre subyace a su relación con el mundo y consigo mismo, pues a un

ser carente y débil, la realidad se le presenta cruda y prepotente, como un universo

inhóspito, extraño e impasible donde la muerte le sale al encuentro por doquier. Esta es

la experiencia del absolutismo de la realidad, concepto con el cual el filósofo alemán

Hans Blumenberg describe nuestra relación con un universo que se manifiesta como

carente de fundamento y propósito, y que “se comporta de manera despiadada,

indiferente y sin miramientos frente a los intereses de supervivencia y de sentido de los

hombres” (Wetz, 1996, pág. 78). Cómo el hombre le haga frente a esta realidad y cómo

atienda a su vulnerabilidad enmarca el modo en el que responde a su dolor y encuentra

medios para su alivio.

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La noción del absolutismo de la realidad se desprende, dentro de la obra de

Blumenberg —en especial en su texto La legitimación de la Edad Moderna (2008)—, de

lo que el filósofo denomina el absolutismo teológico, esto es, la creencia, afirmada por el

nominalismo del medioevo tardío, según la cual Dios posee una soberanía absoluta que

es incomprensible para el hombre. De acuerdo con esta postura, Dios, como potentia

absoluta, posee un ilimitado poder de voluntad y libertad que le permite elegir y actuar

en cualquier momento sin que el ser humano pueda comprender o predecir sus motivos.

Esto significa, en palabras de Franz Joseph Wetz (1996), que “lo que Dios acaba de

crear lo puede destruir al momento siguiente […]. Todo puede transformarse de un

momento a otro; si así le place, Dios puede alterar o incluso eliminar la existencia del

mundo” (pág. 28). De esta manera, con el aumento del poder divino, aumenta así mismo

su ocultación en el mundo: el Dios absolutamente onmipresente pero indiferente es un

Dios mudo y lejano; y un Dios oculto y mudo, equivale para el hombre a un Dios muerto

que, para fines prácticos, bien podría ser reemplazado por el azar.

Cuando el fundamento de la realidad se oculta, el mundo se convierte para el

hombre en una realidad incalculable, insegura y radicalmente contingente. Acontece una

pérdida del orden del mundo antes comprendido por el racionalismo escolástico-

medieval como un “ensamblaje ordenado de sentido y con una estructura de

tranquilizante estabilidad, fiabilidad y armonía” (Wetz, 1996, pág. 30). Que Dios sea

potentia absoluta, en los términos descritos anteriormente, lleva a que se ponga en duda

el supuesto tradicional según el cual el mundo ha sido creado para el hombre y ha tenido

en cuenta sus intereses existenciales. La creación no sería otra cosa que una

demostración de su soberanía y voluntad incuestionables (LEM). No puede haber

confianza en un Dios omnipotente que no le ha dado al hombre garantía y seguridad

metafísicas.

Para Blumenberg, el nominalismo conduce de esta manera a la necesidad de

cuestionar la fiabilidad del mundo y, en este sentido, es el puente de transición de la

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Edad Media a la Modernidad como una época de autoafirmación del hombre frente a

una realidad que no lo toma en consideración. Cuando el hombre experimenta la

realidad como indiferente a sus intereses, se ve obligado a asumir la responsabilidad de

cuidar de sí y asegurar su supervivencia empoderándose en ese mismo mundo que le ha

dado la espalda. De esta manera, la transformación en el modo de comprender la

relación del cosmos con el hombre “deja entrar en un horizonte de las intenciones

posibles la alternativa de la autoafirmación inmanente de la razón mediante el dominio y

la transformación de la realidad” (LEM, pág. 135), es decir, le abre el paso a la ciencia y

a la técnica como medios tanto para procurarse una nueva comprensión de sí mismo

como para someter al mundo a su disponibilidad e intervención. Así, al menos en un

primer momento, la racionaliad científico-técnica cumple la función de emancipar al

hombre de esa naturaleza todopoderosa al permitirle dominar el mundo.

Sin embargo, como vimos en el primer capítulo del presente trabajo, el poder de

elevación del hombre por encima de un mundo desdivinizado es a la vez la fuente de una

profunda humillación, que lo pone de frente a su finitud y límites de comprensión. La

ciencia natural moderna, que en La legitimación de la Edad Moderna Blumenberg

presenta como el mecanismo por excelencia de autoafirmación del hombre frente al

mundo en la modernidad, se muestra posteriormente en La génesis del mundo

copernicano como el desenmascaramiento de la realidad despiadada, prepotente e

indomable. Nuevamente el hombre es despojado de la ilusión de ocupar un lugar

privilegiado en el mundo, pues la realidad que conoce y devela la ciencia es la de un

universo infinito, siempre en expansión y cuyas reglas no tienen miramientos frente a

sus intereses. Con la ciencia, “la autoafirmación humana ya no se enfrenta […] con la

arbitrariedad de un Dios absoluto, sino más bien con la frialdad respecto al hombre de

una naturaleza también absoluta” (Wetz, 1996, pág. 77). De esta manera, el ser humano

se enfrenta, en primer lugar, a la inconmensurabilidad del cosmos que pone de

manifiesto la irrelevancia de su existencia y de su actuar en el planeta que, de cara al

universo, es desproporcionadamente pequeño e imperceptible. En segundo lugar, al

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mutismo del cosmos que ya no le transmite ningún mensaje al hombre ni manifiesta la

grandeza de su creador. Y, en tercer lugar, a la indiferencia y falta de consideración del

cosmos frente a su precaria situación, su supervivencia y sus aspiraciones de sentido.

De acuerdo con la lectura que Wetz (1996) hace de la obra de Blumenberg, a

pesar de que el absolutismo de la realidad solo pueda ser comprendido históricamente

desde la Modernidad, en realidad se trata de un asunto que subyace a todos los sistemas

interpretativos como una cuestión a la que, necesariamente, la humanidad debe

enfrentarse. Dicho concepto, en un principio trabajado concretamente como

consecuencia del absolutismo teológico de la Edad Media, tiene un desarrollo dentro de

la obra de Blumenberg que se lleva a cabo “en el marco más amplio de un creciente giro

hacia la antropología” (Schmieder, 2015, pág. 117). De esta manera, en su obra de 1979

Trabajo sobre el mito (2003), el absolutismo de la realidad es utilizado como concepto

central en su concepción antropológica, como un hecho que se encuentra a la base de

toda relación del hombre con su entorno y frente al cual la historia del pensamiento

occidental puede ser entendida como una “historia de los esfuerzos por hacer frente con

éxito al universo” y ponerse “a salvo del absolutismo de la realidad” (Wetz, 1996, págs.

79-80).

Continuando con la tradición de la antropología filosófica de Gehlen, Plessner y

Cassirer, entre otros, Blumenberg sostiene que el hombre es un «ser carencial» que no

ha sido fijado biológicamente por su entorno27 (Hernández, 2015). Es decir, se trata de

un ser para el cual, a diferencia de los otros animales, sus dotaciones biológicas le son

insuficientes como medio de supervivencia en la naturaleza. El hombre es un ser

biológicamente desvalido; carece de garras para atrapar su presa, de mecanismos de

defensa para protegerse de los predadores, de un pelaje grueso que lo mantenga caliente

en la intemperie. De acuerdo con esto, en su primer contacto desnudo con el entorno, 27 O, al menos, es así como se ha mostrado en la historia de la metafísica. La cual, en palabras de Blumenberg, “no ha sabido decir nada sobre un ser como el humano, que se considera único” (RV, pág.118).

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debemos pensar al hombre como un ser que “no tenía en su mano, ni mucho menos las

condiciones determinantes de su existencia —y, lo que es más importante, no creía

tenerlas en su mano” (TM, pág. 11).

En este sentido, el absolutismo de la realidad, como condición antropológica, se

entiende en la relación que un ser deficitario tiene con el medio hostil en el cual se ve

obligado a sobrevivir. El hombre indigente experimenta su entorno como un

absolutismo, esto es, como un medio inmensamente abierto e indeterminado en el cual

las fuentes de peligro abundan y lo único que se manifiesta con certeza es su fragilidad.

En consecuencia, arguye el filósofo, si quisiéramos formular un hipotético estado de

naturaleza del hombre que cumpla con las exigencias del status naturalis de algunas

teorías filosóficas de la cultura y el Estado, es decir, que permitiera pensar un supuesto

estadio previo a la cultura y la vida en sociedad, este sería un estado de angustia y

perplejidad (TM).

Este primer encuentro tiene, para Blumenberg, su imagen en la salida de los

primeros hombres de la selva a la sabana. Para los hombres primitivos, esta salida

significó el abandono de la comodidad de la marcha en cuatro patas y de la vida oculta

tras el espesor de los árboles con el fin de encontrar mayores posibilidades de sustento

en un medio de mayor amplitud. La posibilidad de caminar erecto, aunque le trajo al

hombre el beneficio de aumentar la visibilidad en un paisaje abierto, supuso, a la vez,

una mayor exposición a los riesgos de su nuevo horizonte de percepción (Martínez,

2015). La capacidad de ver a una larga distancia en una sola dirección se ve contrastada

con la posibilidad de ser visto desde todas las direcciones. Para el hombre naturalmente

inadaptado este horizonte se convierte, al menos en un primer momento, “en una

totalidad de direcciones desde las cuales «aquello» puede acercarse” (TM, pág. 12).

La indeterminación del peligro, así como de la dirección y el momento en el que

puede acercarse, producen como reacción en el ser carente que se enfrenta a ellos un

estado constante de prevención, de incertidumbre y de angustia. Aquello que precede a

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la cultura y la sociedad no es la admiración y contemplación de la belleza del cielo

estrellado, sino el espanto y miedo frente a una realidad contradictoria, extraña y amorfa

que produce desconfianza, desazón y temor. El cosmos no representa, al menos en un

primer momento, el encuentro con la divinidad y la perfección, sino con lo extraño y

distante. En su estado natural, el hombre no se siente parte del mundo que habita, mas no

a causa de un exceso de trascendencia, sino, en palabras de Blumenberg, “por una

carencia que le es inmanente: carencia de estructuras de adaptación y regulaciones dadas

y preparadas de antemano con vistas a un contexto que mereció el nombre de kósmos,

donde cada cosa pudiera ser denominada una parte del mismo” (RV, pág. 119).

Para Blumenberg, si hay algo que pudiera ser considerado lo específicamente

humano, es justamente la perplejidad de saberse carente ante esa realidad abrumadora.

Su capacidad de ver a la distancia significa, a la vez, la posibilidad de anticipar su propia

muerte. Es un ser que es consciente de su limitación en un mundo que ve como

abrumadoramente más vasto y extenso que sí mismo, pero en el cual se ve obligado a

subsistir. Al ser humano le atormenta la conciencia de saber que tras su muerte el

universo seguirá siendo el mismo y perdurará su existencia como si nunca hubiese hecho

presencia en él, de que, en palabras de Paul Valéry, “todo ser dejará solamente un

amasijo informe de fragmentos atisbados, de dolores rotos contra el mundo, de años

vividos en un minuto, de construcciones inacabadas y gélidas, inmensos trabajos

captados con un simple vistazo y muertos” (Starobinski, 1999, pág. 99)28. El hombre

vive como un drama el limitado tiempo de su vida. Sin importar qué tanto alcance a

extenderla con el uso de técnicas y artificios, para el individuo su vida es siempre

demasiado breve de cara a la muerte.

Este sentimiento lo encontramos representado en Micromegas de Voltaire. En él,

Micromegas, habitante de Sirio, se encuentra dialogando con el secretario de la

Academia de Saturno e inquiriéndole sobre la vida que llevan los habitantes de ese

28 Palabras de Paul Valéry en Cuadernos, citado por Starobinski, 1999, pág 99.

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planeta. Tras comparar la cantidad de sentidos que se tienen en este y en otros lugares

del universo, siempre más complejos y numerosos que los que tienen los hombres de la

Tierra, el siriano alcanza lo que parece una innegable conclusión sobre la existencia: en

todos sus viajes nunca ha conocido una raza cuyos deseos no superen sus necesidades y

sus necesidades su sentimiento de satisfacción. Ni una mayor cantidad de sentidos o de

colores para ver, una sabiduría infinita o cuerpos que todo lo pueden son suficientes para

alcanzar una complacencia absoluta frente a una vida que es, siempre, finita y limitada.

Respecto al tiempo dicen los dos protagonistas:

«¿Cuánto tiempo vivís?, dijo el siriano. — ¡Ah!, muy poco, replicó el hombrecillo de Saturno. — Todo es igual que entre nosotros, prosiguió el siriano: siempre nos quejamos de lo poco que es. Ha de ser una ley universal de la naturaleza. — ¡Ay!, dijo el saturniano, nosotros no vivimos más que quinientas grandes revoluciones del Sol. (Esto equivale a quince mil años aproximadamente, contando a nuestro modo.) Ya veis que eso es morir en el momento en que se nace; nuestra existencia es un punto, nuestra duración un instante, nuestro globo un átomo. Apenas comienza uno a instruirse un poco cuando la muerte llega antes de que se tenga experiencia. En cuanto a mí, no me atrevo a hacer ningún proyecto; me encuentro como una gota de agua en un océano inmenso. Me avergüenzo, sobre todo ante voz, de la ridícula figura que hago en este mundo.»

Micromegas le replicó: «Si no fueras filósofo, temería afligiros informándoos que nuestra existencia es setecientas veces más larga que la vuestra; pero sabéis de sobra que, cuando hay que rendir el cuerpo a los elementos y reanimar la naturaleza bajo otra forma, esto es lo que se llama morir; cuando ese momento de metamorfosis ha llegado, haber vivido una eternidad, o haber vivido un día, es exactamente lo mismo (MM, pág. 97).

El hombre presencia constantemente el cambio y el desgaste de las cosas y los

organismos que lo rodean. La transformación de los cuerpos se vive en carne propia en

los procesos de crecimiento y envejecimiento que nos acompañan desde el nacimiento.

Más a pesar de la normalidad con la cual estos movimientos se observan y se integran a

la vida cotidiana, el choque abrupto con el fin de la vida propia o de aquellos más

cercanos a nosotros trastoca la experiencia del tiempo en el que vivimos.

El encuentro con la muerte hace visible la brevedad de la vida, lo efímero del

tiempo. La exposición y la fragilidad físicas, producto de la carencia de órganos

especializados para la supervivencia, a la que se encuentra sometido el hombre primitivo

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en la salida a la sabana, son acompañadas por la conciencia de su fragilidad que es, a la

vez, fuente de sufrimiento. El hombre es un ser que padece su contingencia, que la siente

en su carne como una ruptura que le recuerda que no pertenece. Si bien la muerte solo se

presenta una vez en el ocaso de la vida, el dolor y la enfermedad acompañan al ser

humano desde sus inicios como mensajeros que no le permiten el olvido de su fragilidad.

El dolor, afirma F.J.J. Buytendijk (1965), no es otra cosa sino “la sombra de la muerte y

su aviso” (pág. 31).

El dolor es la manifestación de la herida abierta que es el hombre. Este nos enseña

qué tan limitados e indefensos nos encontramos, así como cuán transitorio es nuestro

paso por el mundo. “El dolor pasa, no así el hecho de haber sufrido”29, pues su paso no

deja inalterado al ser que sufre y que, aunque rápidamente pueda olvidar la sensación

física, queda para siempre marcado por la conciencia de su vulnerabilidad (Buytendijk,

1965, pág. 31). Los sufrimientos y los caminos tomados para hacerles frente hacen parte

necesaria de la narrativa de vida del ser humano que no puede comprenderse únicamente

como el producto de sus acciones y aspiraciones.

La vulnerabilidad que acompaña la indigencia y la conciencia de sí, hace del

hombre un ser que no puede ser pensado solo en términos de su autonomía y capacidad

de acción en el mundo. Esta es la tesis que defiende Corine Pelluchon en La autonomía

quebrada (2013) donde, a la luz de sus experiencias como filósofa y espectadora en

hospitales, donde presenció la vida y muerte de personas con enfermedades

degenerativas y terminales, realiza una crítica a las filosofías que, tras la Ilustración, han

pretendido encontrar el fundamento de la dignidad humana únicamente en la autonomía

y la razón. En la atención propia de los cuidados paliativos, afirma la autora, se puede

ver con más claridad a través de ciertas palabras y gestos el “hecho de que la humanidad

del hombre no reside en su conciencia” (Pelluchon, 2013, pág. 231). La libertad del

hombre que muere no puede ser comprendida como búsqueda de sí, sino como 29 Palabras de que Buytendijk (1965, págs. 31ss) toma de León Bloy, Lé Pélerin de l’Absolu.

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abandono y desposesión, como una retirada que designa “una pasividad más pasiva que

toda pasividad”, un esfuerzo que es un padecer (Pelluchon, 2013, pág. 233). De esta

manera, tampoco su dignidad radica en su capacidad de independencia, sino en el

reconocimiento de su humanidad en su fragilidad. Quizás lo humano, sugiere, no se

encuentra después de todo solo en su capacidad de razón y palabra, sino también en la

vulnerabilidad que es constitutiva de su modo de habitar el mundo.

Así pues, sufrimos porque existimos. Parece que el absolutismo de la realidad,

expuesto por Blumenberg a través de metáforas que señalan la experiencia de

encontrarse de frente a un universo inclemente, apunta al modo en el que

originariamente el hombre se encuentra en el mundo. Su vulnerabilidad, como capacidad

de ser afectado y herido, es el absolutismo del cual no hay escapatoria. A pesar de que su

presencia generalmente se encuentre localizada en una parte del cuerpo, el dolor se

experimenta siempre como ruptura, como una crisis de las relaciones que consideramos

normales con el cuerpo y el entorno, como un desgarro cuya extensión se impone a la

totalidad del ser que lo padece.

El inevitable encuentro con este absolutismo hace que la pregunta de la

antropología se convierta, no sin algo de asombro, en la cuestión de cómo es posible que

un ser constitutivamente carente haya podido sobrevivir, de hecho, durante tanto tiempo.

¿En qué consiste ese salto de situación que acontece en la salida a la sabana del hombre

primitivo y qué le permitió superar la angustia para habitar el mundo abierto? ¿Cómo un

ser que se sabe contingente y por ello sufre ha sido capaz, no obstante, de orientar su

acción en el mundo y elegir la vida?

La imposibilidad de huir a voluntad del dolor y de sus carencias hace del hombre

un ser que necesita de consuelo para sobrevivir (DSH). El dolor demanda una respuesta,

exige una interpretación. Necesita poder delegar el dolor y descargar la experiencia del

mundo como un absolutismo que padece en su cuerpo y mente. Al no poder escapar, la

alternativa para salir de ese callejón sin salida se encuentra, en términos de Blumenberg,

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en la capacidad del ser humano de la actio per distans, esto es, de reaccionar frente al

peligro manteniéndolo a distancia, anticipándose a los hechos para ganar el tiempo del

que el hombre carece. Son el miedo y el deseo de sobrevivir lo que, según Wetz (1996),

motivan al hombre a configurar su campo de experiencia y a “trazar un horizonte

orientador de sentido que se sitúe a modo de telón delante del absolutismo de la

realidad” (pág. 83). Horizonte que, como veremos, se construye simbólicamente a través

de la palabra.

El rodeo de la actio per distans

El poder de la metáfora

Blumenberg (2003) nos recuerda que, tras el abandono del bosque, la vida del hombre

primitivo se reparte entre la cueva y el territorio de caza. Es en la cueva donde

encuentra, inicialmente, la posibilidad de protegerse y distanciarse del espacio abierto de

la sabana en el que es una presa fácil para cualquier predador. Mas no es esta la única

función que cumple la caverna, pues tanto la necesidad de alimentación como de

subsistencia lo obligan a regresar al mundo abierto y habitarlo de una manera en la que

la angustia de la indeterminación no le prive de cualquier acción. La intimidad de la

cueva le permite hacer lo que el espacio abierto impide: el dominio de la ilusión y del

deseo, de la preparación anticipada del efecto mediante el pensamiento. El homo pictor,

afirma Blumenberg, “no es únicamente el productor de pinturas rupestres para las

prácticas mágicas de caza, sino también un ser que juega a saltar por encima de su falta

de seguridad mediante una proyección de imágenes” (TM, pág. 16). En la pintura

rupestre se puede ver la capacidad del hombre de anticiparse, por medio de la

representación, a la acción y al peligro con el fin de aminorarlo. El tiempo y el espacio

que se ganan al reflexionar y poder arrojar flechas a la distancia para cazar, disminuyen

el alto riesgo que significa, para un ser carente y limitado, el enfrentamiento cuerpo a

cuerpo con la realidad.

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Si espera sobrevivir, el hombre ha de aprender a moverse en el mundo, que se le

presenta a primera vista como incognoscible y despiadado, como si lo pudiera conocer,

predecir y, en consecuencia, transformar. Para superar la angustia, debe poder

racionalizarla y determinarla en miedos concretos frente a los cuales le sea posible

emprender alguna acción de huida. Por ello, en la caverna se crea un mundo nuevo y

diferente para sí mismo que ya no se le presente como un absolutismo. Una construcción

que cumple la doble función de, por un lado, ofrecerle un marco conceptual y epistémico

desde el cual relacionarse con su entorno, y, por el otro, conformar una nueva realidad

en la que se pueda mover y llevar su vida a distancia del absolutismo.

Para lograr este objetivo, el hombre se ve obligado a hacer uso de una serie de

artimañas y técnicas como el desarrollo de instrumentos, la retórica y las construcciones

simbólicas como herramientas para la “producción de acuerdos e instituciones” que le

permitan orientar y regular su acción en el mundo (Hernández, 2015). Su carencia

natural lo impele a convertirse en un ser cultural y social que, a través de instituciones y

aparatos, regula y ordena la realidad hostil que lo rodea para sobrevivir.

Los instrumentos y la habilidad técnica que, como vimos en el primer capítulo,

cobran protagonismo como medio de dominación de la naturaleza en la Modernidad,

permiten reemplazar, descargar o extender las funciones del cuerpo haciéndolo más

extenso, más fuerte, y más capaz. Mas es sobre todo a través del uso de símbolos y

lenguaje que el hombre consigue recrear, aún en el espacio abierto, la intimidad y

seguridad que le otorgaba la caverna. Por ello, la retórica, de acuerdo con Blumenberg

(1999), constituye el correlato de una interpretación del hombre como un ser carente,

pues, en tanto arte de las apariencias, es lo que le permite arreglárselas en el mundo al

hacer posible su acción en él (Martínez, 2015). Es solo a través de ella que es posible

pensar el salto de situación que convierte el horizonte indeterminado en una fuente

abierta de esperanza y porvenir.

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El hombre, afirma el filósofo alemán Ernst Cassirer (1979), es un ‘animal

symbolicum’, esto es, un ser que ha encontrado en la creación de símbolos un nuevo

método para adaptarse a su medio ambiente. Además de permitirle la supervivencia, esta

adaptación transforma radicalmente la totalidad de su experiencia, pues a través del

símbolo el ser humano construye su vida en una nueva dimensión de la realidad, en un

universo simbólico del cual no hay salida y que es formado en el lenguaje, el mito, el

arte, la religión y la ciencia. El símbolo cumple la función de ordenar el mundo y su

multiplicidad siempre cambiante en una totalidad disponible, comprensible y predecible,

liberando así al hombre de su indomable prepotencia (FFS). Como si de una realidad

paralela se tratara, en este universo simbólico, el hombre ya no trata directamente con

las cosas sino con sus representaciones (AF). En palabras de Cassirer (2001),

el hombre ya no puede enfrentarse con la realidad de un modo inmediato; no puede verla, como si dijéramos, cara a cara. La realidad física parece retroceder en la misma proporción en la que avanza su actividad simbólica. En lugar de tratar con las cosas mismas, en cierto sentido, conversa constantemente consigo mismo (AF, pág. 48).

Siguiendo las indagaciones de Cassirer30, para Blumenberg esto quiere decir que la

relación del hombre con la realidad es “indirecta, complicada, aplazada, selectiva y, ante

todo, «metafórica»” (RV, pág. 125). Su capacidad racional y lingüística supone, por lo

tanto, el rodeo, la distancia, la dilación (Martínez, 2015). Se trata de una relación

metafórica en el sentido en el que Aristóteles primero definió la metáfora en su Poética

como “la translación de un nombre ajeno” (P, 1457 b5). Sin embargo, no es el estudio

lingüístico de estas figuras retóricas ni su contenido particular en la historia lo que le

interesa a Blumenberg como parte esencial de un estudio antropológico. Lo fundamental

de la metáfora en sus estudios radica en la función que cumple no solo en el discurso

30 A pesar de que Blumenberg se inspire en esta parte de su obra en las reflexiones de Cassirer, a diferencia de este último, para quien la capacidad simbólica del hombre es la característica que lo distingue de los animales, para el primero esta no constituye una señal de ‘riqueza’ antropológica ni, en consecuencia, una condición privilegiada respecto del mundo natural. La cultura y la teoría no son, en palabras de Blumenberg, una suerte de galardón «metafísico». Creamos mitos, narraciones y ciencia por necesidad. Los símbolos, como herramientas de un ser que, a pesar de todo, vive, representan más bien “un «certificado de pobreza», en el sentido literal de la expresión” (RV, pág. 137).

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sino en la existencia, como una herramienta que hace posible la sustitución de algo por

un nombre. El animal symbolicum, explica Blumenberg (1999), “domina una realidad

genuinamente mortífera para él haciéndola reemplazar, representar; aparta la mirada de

lo que le resulta inhóspito y la pone en lo que le es familiar” (RV, pág.125).

Entre la serie de ‘artimañas’ o ‘instancias imaginativas’ que el hombre articula por

medio de la retórica se encuentran, por ejemplo, “la suposición de que hay algo familiar

en lo inhóspito, de que hay explicaciones en lo inexplicable, nombres en lo

innombrable” (TM, pág. 13). La realidad simbólica que crea el hombre se articula en

torno a presupuestos de totalidad, causalidad o familiaridad, entre otros, de los cuales no

hay experiencia empírica posible pero que son necesarios como fundamento de una auto

comprensión articulada de sí mismo y de su entorno.

Estas suposiciones son elaboradas, según Blumenberg (2010), en metáforas

absolutas, esto es, en metáforas consensuadas y articuladas en narraciones que son

gestadas por diversas sociedades a lo largo de la historia. Son imágenes lingüísticas que

se consideran ‘absolutas’ en tanto hacen posible la expresión de intuiciones que son

irreductibles a conceptos y se resisten a cualquier intento de conversión a un lenguaje

lógico (PM). Para el desarrollo de esta teoría, el filósofo se inspira en el parágrafo 59 de

la Crítica del juicio (2014), donde Kant explica el mecanismo mediante el cual es

posible un conocimiento de las ideas de la razón, esto es, de aquellos conceptos de los

cuales no es posible intuición o experiencia alguna y que, por lo tanto, se encuentran por

fuera de los límites de la razón teórica. Dicho conocimiento es posible, de acuerdo a

Kant, cuando su objetivo no es “un principio de la determinación teórica del objeto, de

lo que en sí él sea, sino de la práctica, de lo que la idea de él deba venir a ser para

nosotros y para el uso de la misma conforme a fin” (CJ, Ak. v,353). En este caso se hace

posible aludir al símbolo como una intuición que se refiere a los conceptos de la razón

pero que los expone solo indirectamente por analogía, o, en palabras de Blumenberg,

metafóricamente.

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De acuerdo con esta lectura de Kant, aun cuando no sea posible un conocimiento

teórico de las ideas de Dios, alma o mundo, sí es posible un conocimiento práctico y

simbólico de ellas. En ello reside el estatus epistemológico de las metáforas absolutas de

Blumenberg, que le permiten al hombre crear para sí una realidad en la que pueda

subsistir, aun cuando la experiencia que tiene del universo sea de naturaleza hostil. Pero

no podemos reducir la función de la metáfora a dicho estatus, pues para Blumenberg las

metáforas absolutas poseen un carácter pragmático, en la medida en que su función

radica en poner en movimiento una verdad por hacer. Por esta razón, estas metáforas

tienen un carácter antropológico, ya que son lo que el hombre es y su hacer. En ellas “la

representación simbólica del mundo en concepto y nombre genera un campo de juego

para la conducta que, en tanto actio per distans, nos ahorra la confrontación inmediata

con la realidad” (Mauerer, 2015, pág. 195).

Con la palabra y la metáfora, el ser humano consigue burlar el absolutismo de la

realidad al interponer entre ambos un velo simbólico que impide su encuentro desnudo

con él. Se trata de un elaborado engaño que recuerda las hazañas de las cuales Odiseo se

valió para regresar a casa. Esto sucede, por ejemplo, cuando el héroe se encuentra preso

en la cueva de Polifemo junto con sus compañeros de travesía. Tras la petición de

hospitalidad en nombre de Zeus por parte de Odiseo, el Cíclope responde cruelmente,

alegando su desdén por las leyes de los dioses y de los hombres, antes de proceder a

comerse a un par de los compañeros de Odiseo. Desesperados, los hombres elevan sus

manos a Zeus, y al héroe se le ocurre sacar su espada y atacar directamente al Cíclope

que descansa tras su brutal cena. Se detiene, sin embargo, consciente de que aún si fuera

capaz de embestir a esa bestia no tendrían la fuerza suficiente para quitar la piedra que

bloqueaba la salida de la cueva. Entonces, decide esperar al otro día, bajar las defensas

de la bestia con vino y engañarla con su palabra para poder dominarla. Así, cuando el

vino ya había invadido la mente del Cíclope, Odiseo le dice:

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» “Cíclope, ¿me preguntas mi célebre nombre? Te lo voy a decir, mas dame tú el don de hospitalidad como me has prometido. Nadie es mi nombre, Nadie me llaman mi madre y mi padre y todos mis compañeros”

» Así hablé, y él me contestó con corazón cruel:

» “A Nadie me lo comeré el último entre sus compañeros, y a los otros antes. Este será el don de hospitalidad”

» Dijo, y reclinándose cayó boca arriba. […]

» Entonces arrimé la estaca bajo el abundante rescoldo para que se calentara y comencé a animar con mi palabra a todos los compañeros, no fuera que alguien se me escapara por miedo. Y cuando en breve la estaca estaba a punto de arder en el fuego, […] me acerqué y la saqué del fuego, y mis compañeros me rodearon, pues sin duda un demón les infundió gran valor. Tomaron la aguda estaca del olivo y se la clavaron arriba en el ojo, y yo hacía fuerza desde arriba y le daba vueltas […] y la sangre corría por la estaca caliente. […] Y lanzó un gemido grande, horroroso, y la piedra retumbó en torno, y nosotros nos echamos a huir aterrorizados.

» Entonces se extrajo del ojo la estaca empapada en sangre y, enloquecido, la arrojó de sí con las manos. Y al punto se puso a llamar a grandes voces a los Cíclopes que habitaban en derredor suyo, en cuevas por las ventiscosas cumbres. Al oír éstos sus gritos, venían cada uno de un sitio y se colocaron alrededor de su cueva y le preguntaron qué le afligía:

» “¿Qué cosa tan grande sufres, Polifemo, para gritar de esa manera en la noche inmortal y hacernos abandonar el sueño? ¿Es que alguno de los mortales se lleva tus rebaños contra tu voluntad o te está matando alguien con engaño o con sus fuerzas?”

» Y les contestó desde la cueva el poderoso Polifemo:

» “Amigos, Nadie me mata con engaño y no con sus propias fuerzas.”

» Y ellos le contestaron y le dijeron aladas palabras:

» “Pues si nadie te ataca y estás solo…es imposible escapar de la enfermedad del gran Zeus, pero al menos suplica a tu padre Poseidón, al soberano.”

» Así dijeron y se marcharon. Y mi corazón rompió a reír: ¡cómo los había engañado mi nombre y mi inteligencia irreprochable! (Odisea, 360-410).

Así como Odiseo logra escapar de las garras del Cíclope gracias a su astucia, ante

la realidad inclemente que no tiene miramientos frente a los intereses de la humanidad el

hombre posee la palabra engañosa que, finalmente, permite el escape y la supervivencia.

Es interesante notar que el sentido de engaño también se encuentra, como lo explica

Blumenberg en Historia del espíritu de la técnica (2013), en las primeras concepciones

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de técnica mecánica31. Cuando en la Edad Moderna surgió un interés por las ‘máquinas

simples’ como, por ejemplo, aquellas en las cuales una pequeña fuerza mueve un gran

peso, estos mecanismos eran presentados “bajo el punto de vista de la producción de

efectos extraordinarios obtenidos burlando a la naturaleza” (HET, pág.19). Dicho

significado, explica el autor, se encuentra ya en el origen griego de la expresión

‘mecánica’, mekhané, en el sentido de ‘ardid’ o ‘artificio’. Significado que permite una

comprensión de la técnica según la cual esta puede ser una doble vía para aligerar la

carga del hombre: tanto como imitación de la naturaleza, como una transgresión de sus

leyes.

El hombre, entonces, es un ser que cuenta cuentos para sobrevivir. “Narrare

neccessare est”, afirma Odo Marquard (2000, pág. 104). Cuando la verdad se manifiesta

como contingencia, cambio y muerte, el ser humano necesita contar historias para poder,

a pesar de ello, vivir. Las grandes narraciones de los hombres, en forma de mitos,

religiones, cosmovisiones o discursos científicos, proveen un punto de orientación al

hombre dentro de una sociedad desde el cual se comprende a sí mismo y al mundo que

lo rodea. Sus contenidos determinan actitudes y conductas, le “dan estructura a un

mundo, representan el todo jamás experimentable, nunca apreciable, de la realidad”

(PM, pág. 23). Constituyen, en determinadas épocas y lugares, aquellos presupuestos

que permanecen incuestionados en el trasfondo de la vida cotidiana y que la hacen

posible.

La creencia de que el mundo en el que nos movemos nos es familiar y conocido,

de que es posible un conocimiento evidente y objetivo de la realidad, de que siquiera hay

un mundo o una realidad que sea susceptible de ser conocida, son las artimañas

imaginativas —los engaños odiséicos— que emplea el hombre para sobrevivir, pues le

31 Este sentido que asocia la técnica a un engaño a la naturaleza pierde su fundamento con el desarrollo de la técnica y la ciencia modernas. Los descubrimientos de Galileo llevaron a comprender la relación entre técnica y naturaleza de manera opuesta, pues “los efectos de la técnica no pueden conseguirse contra las leyes de la naturaleza, sino únicamente según las leyes de la naturaleza” (HET, pág. 25).

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permiten dominar el miedo. Son símbolos, rodeos metafóricos que hacen posible ver, a

partir de un objeto temático, otro distinto; que permiten reemplazar lo no disponible por

lo disponible, el espacio abierto por el espacio íntimo, la sabana por la cueva. En

palabras de Blumenberg (1999), “el ser humano se comprende a sí mismo yendo más

allá de sí mismo, solo a través de lo que él no es. No es su situación lo primero en él

potencialmente metafórico, sino ya su propia constitución” (RV, pág.149).

A través de estas historias, el hombre tiene la posibilidad de producir acuerdos y

un ‘buen entendimiento’ que hacen posible el obrar (RV). En ellas, explícita o

implícitamente, se establece qué es permitido esperar del mundo y cómo se debe actuar

en él. Hacen posible la organización de las relaciones sociales, la división de labores, y

la vida en comunidad como formas adicionales de ganancia de tiempo y de espacio para

la acción. El consenso sobre una concepción particular de la realidad permite la creación

de instituciones y de normas para la acción que compensa la limitación del ser humano

de alcanzar conclusiones sustanciales y definitivas.

Las narraciones míticas y religiosas que han sido desprestigiadas en la modernidad

como discursos pre-científicos que oscurecen el conocimiento verdadero y objetivo

sobre el mundo, son, según esta lectura, lo que antecede y posibilita toda actividad

humana, incluido el conocimiento teórico, al hacer posible la vida en la mortalidad. En

ellas se pone en juego la dicha o la desdicha del hombre (Marquard, 2000), pues es a

través de las historias que el hombre consigue aliviar el peso de la angustia que le

significa tener que cargar con su mortalidad y vulnerabilidad en su cuerpo. En la

capacidad para la retórica el hombre encuentra el poder de descargarse de la realidad

absoluta al conseguir hacerla más llevadera (Marquard, 2001).

La necesidad de auto comprensión del hombre y la inexistencia de fundamentos

absolutos que la satisfagan, hacen de la historia occidental un proceso violento, de crisis

y rupturas en la búsqueda y los esfuerzos del hombre por ponerse a salvo del

absolutismo de la realidad (Wetz, 1996) (Borck, 2015). La función que cumplen las

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narraciones de la totalidad de la realidad se conserva en la historia, pero no sus

contenidos. Como aclara Wetz (1996), “no importa si la historia sagrada y la historia del

mundo son dos cosas totalmente distintas, […] lo decisivo es que, de hecho, la historia

profana del mundo ha acabado ocupando el lugar que antes ocupaba la historia sagrada”

(pág. 45). A una metáfora la sucede otra y a esa otra de acuerdo con los cambios

culturales y las necesidades del hombre en momentos determinados. Por ello, en esta

lectura mitos, religión y ciencia son equiparadas no en términos de contenidos sino por

la función de distanciamiento y descargo que han cumplido en diferentes sociedades. La

línea fronteriza entre el mito y el logos, afirma Blumenberg en Trabajo sobre el mito

(2003), es imaginaria, pues el mito mismo es una muestra del trabajo de sustitución que

cumple el logos.

La facultad de la imaginación es reivindicada al no poder ser ya considerada como

el mero substrato del paso a lo conceptual, sino como una ‘esfera catalítica’ en la cual el

universo de conceptos constantemente se renueva a sí mismo (PM). Las narraciones y

las metáforas absolutas hacen posible la vida del hombre al permitir dar una respuesta a

esas grandes preguntas que la razón no puede eludir pero que tampoco puede responder

y que son necesarias para la construcción del mundo humano. Preguntas que, aunque

trascienden las capacidades de conocimiento teórico, son ineludibles, porque apuntan a

lo más íntimo y lo más importante de la existencia humana: al sentido de la vida, la

esencia de lo humano, la felicidad, el mal, la muerte, la contingencia, el dolor…

El rodeo del dolor

De acuerdo con lo anterior, la pregunta por el dolor y la articulación de sus

interpretaciones, como un rodeo para hacerle frente, son una necesidad vital para el ser

humano. Más allá de la experiencia misma del dolor, que dependiendo de su ubicación e

intensidad se hace más o menos soportable, es de la posibilidad del encuentro desnudo

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con el sinsentido del sufrimiento, con el absolutismo de nuestra vulnerabilidad, de lo que

el ser humano huye en los sistemas simbólicos que ha construido para sobrevivir. Las

construcciones simbólicas del hombre deben cumplir la función de protegerlo frente a

esta realidad que, como vimos anteriormente, se evidencia en situaciones limítrofes que

amenazan con quebrantar todo orden establecido como son, por ejemplo, el desconcierto

ante lo ininteligible, el sufrimiento intenso, la sinrazón moral y el sinsentido de la

muerte (Ocaña, 1997).

En particular, el dolor, por manifestarse como crisis y ruptura, como un síntoma

directo de la vulnerabilidad humana, es una experiencia que, mucho más que cualquier

otra, demanda una interpretación y una respuesta simbólica. Como afirma el psicólogo

David Bakan, citado por Morris (1993), “el intento de comprender la naturaleza del

dolor, de indagar su significado, ya es responder a un imperativo del dolor mismo. No

hay otra experiencia que exija o insista en una interpretación del mismo modo que esta”

(pág. 38)32. La vivencia del dolor intenso lleva con frecuencia a las preguntas: ‘¿por qué

yo?’, ‘¿por qué este sufrimiento no termina?’. Necesitamos respuestas, necesitamos de

una explicación que integre en alguna suerte de orden probable nuestros profundos

padecimientos. Sin ello, se abre espacio a la desgarradora pregunta de si, en esas

circunstancias, la vida vale la pena ser vivida.

Así lo explica Viktor Frankl (1979) en su conocido texto El hombre en busca de

sentido. El prisionero en el campo de concentración, aún tras haber sido sometido a las

peores atrocidades, guarda para sí la libertad interior de decidir quién quiere ser

espiritual y mentalmente pues, para el autor, incluso en esas circunstancias el hombre es

capaz de conservar la dignidad de seguir siendo un ser humano. La posibilidad de

otorgarle sentido al sufrimiento vivido y a la propia vida aún en Auschwitz, marca para

Frankl la línea divisoria entre la renuncia y la esperanza. En sus palabras (1979):

32 Palabras de David Bakan, 1968, Disease, Pain, and Sacrifice: Towards a Psychology of Suffering citadas por David Morris, 1993, pág. 38.

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La principal preocupación de los prisioneros se resumía en esta pregunta: ¿Sobreviviremos al campo de concentración? De no ser así, aquellos atroces y continuos sufrimientos ¿para qué valdrían? Sin embargo, a mí personalmente me angustiaba otra pregunta: ¿Tienen algún sentido estos sufrimientos, estas muertes? Si carecieran de sentido, entonces tampoco lo tendría sobrevivir al internamiento. Una vida cuyo último y único sentido consistiera en salvarse o no, es decir, cuyo sentido dependiera del azar del sinnúmero de arbitrariedades que tejen la vida en un campo de concentración, no merecería la pena ser vivida (pág. 92).

Aún tras haber vivido en un régimen de barbarie, de haber presenciado la muerte

injusta de tantos en cámaras de gas, por inanición o por la crueldad de los trabajos

forzados, aún incluso después de haber padecido la tortura, el hambre y la humillación

en su propio cuerpo, la posibilidad de la esperanza del mañana se conserva en la

capacidad de darle sentido al sufrimiento vivido, incluso cuando parece que no pueda

llegar a tenerlo. Perder el horizonte y el significado puede llegar a ser para el hombre

mucho más devastador que el más profundo de los dolores. Cuando el lenguaje le es

arrebatado, el sufrimiento sin sentido se convierte él mismo en el más profundo de los

absolutismos, en el despotismo de una realidad despiadada que no permite respiro.

Por ello, a lo largo de la historia, el hombre, tanto a nivel individual como

colectivo, ha buscado responder a las preguntas del porqué del mal y del sufrimiento a

través de mitos y filosofías que permitan integrarlos en un orden sistemático en el que se

les asigne un lugar determinado y métodos concretos para su tratamiento (Ocaña, 1997).

Incluso la metafísica occidental, agrega Ocaña, se ha enfrentado al desafío de proteger al

ser humano contra el dolor, la enfermedad y la muerte en su aspiración por encontrar un

fundamento sólido para ellos que le proporcione al hombre más garantías (Ocaña, 1997).

Como vimos anteriormente, además de proteger, los sistemas simbólicos

transforman a su vez la experiencia que tiene el hombre del mundo. Por ello, el

padecimiento del dolor, aunque posee una dimensión biológica incuestionable que

remite a nuestro sistema nervioso y configuración genética, es una experiencia

multidimensional que trasciende lo biológico y ha de ser comprendido también desde lo

psicológico, cultural, sociológico e histórico. Esta tesis ha sido defendida y elaborada

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por escritores mencionados a lo largo de este ensayo, como Enrique Ocaña, Javier

Moscoso, David Morris y Elaine Scarry. En sus obras, estos autores han profundizado en

los estudios sobre el dolor desde diversos campos como la historia de la filosofía o la

historia del arte reconociendo que, como lo afirma Morris (1993), las mentes de los

individuos y las culturas específicas modifican la experiencia misma del dolor.

En la antigüedad, por ejemplo, la interpretación del dolor y la enfermedad en el

marco de la medicina antigua se encontraba en estrecha relación con la presencia o

ausencia de dioses (como, por ejemplo, Isis, Ishtar, Dhanvantari, Eusculapio o Apolo)

que proporcionaban una explicación tanto para la aparición de los males como de las

técnicas para aliviarlos (Morris, 1993). El médico y el sacerdote eran, con frecuencia, la

misma persona. Aún hoy, afirma Morris (1993), “los shamanes de los asiáticos y los

indios americanos siguen desempeñando abiertamente ese doble papel: en estas culturas

el poder de curar a los enfermos fluye directamente del poder de comunicarse con el

mundo de los espíritus” (pág. 37).

Ejemplos de esto se pueden ver, como lo señala

Morris, hasta en las obras de algunos artistas del siglo

diecinueve, como Cruiskshank, Gillray (Imagen 5) o

Daumier, en las que muestran representaciones

demoniacas a las que se les atribuye el origen de

enfermedades y dolencias de todo tipo como, por

ejemplo, la gota, el dolor de cabeza, los cólicos, entre

otras (Morris, 1993).

De manera similar, en el cristianismo medieval, el dolor y la enfermedad eran

interpretados como signos y medios de purificación del cuerpo para entrar en contacto

con Dios tanto en vida como después de la muerte. Para Morris (1993), de negar el

dolor, el cristianismo hubiese suprimido así mismo todo el valor espiritual de sus

enseñanzas. Esto llevó a que el dolor físico y moral, como forma de expiación, tuviera

Imagen 5. Representación de la causa demoniaca de una enfermedad hoy fácilmente tratada como la gota.

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un lugar central en el escenario público como, por ejemplo, se puede ver en el caso de

los flagelantes que se azotaban públicamente reconociendo su culpa y esperando piedad.

Así mismo, las representaciones de las vírgenes mártires, de los Cristos de la Pasión o

los masacrados en las guerras de religión, muestran una intención que trasciende la

exhibición de la violencia y que se enmarca en un contexto moral y religioso. En éstos,

más que la exposición, a veces grotesca, del dolor o la enfermedad en sí, se busca

mostrar la trascendencia de éstos en el encuentro con Dios con fines pedagógicos y

explicativos (Moscoso, 2011).

Aunque los sistemas brevemente mencionados sean radicalmente diferentes en su

concepción y enfrentamiento del dolor, parece que toda metaforización e interpretación

del dolor está estrechamente ligada a la intención de dominarlo (Starobinski, 1999). La

distancia que supone la capacidad de elaboración de un sistema simbólico que dé cuenta

de él es condición necesaria para el desarrollo de técnicas y el establecimiento de vías de

acción concretas para el alivio del dolor. Por ejemplo, gracias a la exhumación de huesos

humanos en antiguos enterramientos, se ha descubierto que para atender el dolor que se

creía era producido por la acción de demonios u otras entidades sobrenaturales enviadas

por algún enemigo, en algunas culturas se practicaban las trepanaciones, un

procedimiento en el que el médico o brujo quitaba un fragmento del cráneo del paciente

con el fin de darle una salida a los malos espíritus (Morris, 1993).

Similarmente, la técnica médica contemporánea y los desarrollos alcanzados en

la creación de medicamentos analgésicos dependen, como lo vimos en el primer

capítulo, de una comprensión científica de la naturaleza y del estudio anatómico del

cuerpo, así como de una decisión cultural en torno al envejecimiento y la muerte. Que

hoy el dolor nos lleve casi instintivamente a la clínica y al médico, y que sea pensado

como un malestar incómodo frecuentemente injustificado que limita nuestra

productividad y capacidad de acción en el mundo, se debe a los cambios culturales en el

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modo en el que las sociedades hoy en día se narran a sí mismas y comprenden su lugar

en el mundo.

A pesar de que ciertamente el dolor determina el remedio utilizado para evitarlo,

el remedio y, en este caso, las estructuras simbólicas para responderle también

determinan la experiencia misma del sufrimiento. De acuerdo con Ocaña (1997) “el

dolor mitigado por una oración no es idéntico al dolor exorcizado por un chamán o al

mal anestesiado con terapia médica” (pág. 35). El dolor es una experiencia compleja que

se encuentra a la base de la creación simbólica y cultural del hombre y a la vez se ve

determinado por él. Cuando el individuo sufre, encuentra respuestas a su padecimiento

personal en el sistema simbólico compartido con los otros. Hoy, dicho contexto se

encuentra dominado por la medicina científica contemporánea, la cual cumple la función

necesaria de ayudarle al hombre a hacerle frente al poder de la naturaleza y a su

vulnerabilidad constitutiva de manera satisfactoria. La asociación entre dolor y

medicina, fármacos y terapias en Occidente no es necesaria e intemporal, sino que se

encuentra mediada por las transformaciones culturales y sociales en el modo de concebir

la realidad desde la Modernidad.

Marquard (2007) explica el auge de la medicina y del valor de la terapéutica en

el siglo XIX como parte de un proceso de reconciliación con el poder de la naturaleza

que, a través de los desarrollos científicos, se manifestaba cada vez más superior al de la

razón y libertad humanas. La terapéutica, explica el filósofo, se convirtió, a partir del

nacimiento del psicoanálisis de Freud a principios del siglo XX, en la manera más

eficiente de conseguir domar la naturaleza imperante en el hombre y la mente humana

hasta convertirla en algo no amenazante dada la insuficiencia de la filosofía y la estética

para cumplir el mismo propósito. En sus palabras (2007),

cuando la razón –obligada por necesidad– se infunde coraje para reconocer el poder de la naturaleza con el consecuente riesgo de negarse a sí misma, entonces necesita del artista y del médico como de los órganos de un –respetable– miedo ante ese coraje. Les emparenta una misma función: el arte del genio y el arte médico adoptan –ante el

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arriesgado retorno a la naturaleza como instancia de salvación– una función filosófica común como son los intentos, tan necesarios como impotentes, del hombre para salvarse de esa instancia de salvación (págs. 104-105).

La importancia de tal esfuerzo radica en el giro que se anticipa en la Ilustración

hacia la naturaleza. Solo cuando esta última es ‘tomada en serio’, es decir, aceptada en

sus leyes como algo que está por fuera del control absoluto del ser humano y que, sin

embargo, lo determina completamente (somos solo naturaleza), el hombre se ve

afrontado con la obligación de encontrar técnicas y discursos que le permitan, aún en el

reconocimiento del poder de la naturaleza, ser capaz de soportarlo y, a pesar de ello,

seguir viviendo como hombre. La medicina se presenta, entonces, como un modo

efectivo y ejemplar de auxiliar al ser humano para vivir con su realidad natural y salir

bien librado de ella. Cuando ya no se encuentran satisfactorias las explicaciones estéticas

o metafísicas de las condiciones de la naturaleza del hombre que desde su interior lo

amenazan, se hace necesario intentar curarlas como enfermedades para “hacerlas no

peligrosas y humanamente vivibles” (Marquard, 2007, pág. 107).

Por ejemplo, el llamado a este cambio de comprensión lo encontramos en un

texto escrito por la escritora y paciente de cáncer, Susan Sontag. En su conocido texto

La enfermedad y sus metáforas de 1977, Sontag habla de las metáforas que rodean la

comprensión del cáncer para mostrar los efectos personales y sociales que tienen en

aquellos que padecen la enfermedad. Arguye que dichas metáforas cumplen un papel

negativo que le impide al paciente encarar de manera auténtica su enfermedad al

rodearlas de un halo místico que entorpece y oscurece sus verdaderos mecanismos

naturales y los tratamientos para aliviarla, de acuerdo con la ecuación Groddeck: “lo que

no es fatal no es cáncer” (Sontag, 2017, pág. 29). La asociación inmediata entre cáncer y

muerte, o entre cáncer y sentimientos reprimidos o conflictos irresueltos, antes que

ayudar, desmoralizan al enfermo e infunden en él sentimientos de terror y culpa que se

convierten en fuentes de sufrimiento adicionales. La metaforización de la enfermedad

resulta, para la autora, extremadamente tendenciosa, “buena para paranoicos, para

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quienes necesitan transformar una campaña en una cruzada, para los fatalistas”. Pero, en

sus palabras, “hasta tanto la descripción y el tratamiento del cáncer vayan acompañados

de tanta hipérbole de corte militar, la metáfora parecería singularmente inepta a todo

amante de la paz” (Sontag, 2017, pág. 100). ‘Paz’ que, para la autora, se encuentra al

calmar la imaginación, considerar a la enfermedad como una ‘mera enfermedad’

producto del cuerpo que no es más que cuerpo, consultar a los médicos, informarse bien

y someterse a los tratamientos disponibles.

A través del análisis de Sontag, podemos ver cómo la capacidad de interpretación

del hombre, reivindicada por Blumenberg como una función fundamental de

supervivencia en el rodeo que permite al absolutismo, esta es capaz de engendrar tanto

alivio como tormento (Ocaña, 1997). Por su carácter siempre provisional y limitado, las

metáforas siempre están sujetas a revisión y cambio, a modificaciones que permitan el

cumplimiento de su función. En el caso propuesto por la autora, se muestra la necesidad

de cambiar metáforas que, independientemente de su origen, violentan al paciente

lanzándolo de manera precipitada al horror de su condición en vez de aliviarlo.

Dado que las metáforas absolutas se encuentran justamente en el terreno de lo

que no puede ser reducido a conceptos, cuando se deben cambiar o transformar siempre

deben ser reemplazadas por otras metáforas. Tras el rodeo que hemos realizado de la

mano de Blumenberg, podemos sugerir que el discurso médico y la concepción ‘realista’

y cientificista de la naturaleza cumplen también la función de mantener a distancia la

realidad, esto es, de conservar nuestra relación metafórica con ella. Aún la narración

racional del mundo que pretende despojarse de todo carácter mítico y religioso bajo el

escudo de la ciencia y la técnica modernas, constituye un sistema simbólico articulado

desde el cual se organiza la experiencia del hombre en el universo a través de la

distancia con la cruda realidad.

Sin embargo, si las metáforas además de producir un alivio epistémico

configuran el mundo y determinan actuar del hombre en él, podemos preguntarnos si el

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conocimiento ‘desnudo’ de la realidad y de la enfermedad que propone Sontag y al que

aspira la ciencia como mecanismo para hacerle frente de manera más auténtica al

sufrimiento, es humanamente deseable. Este es un discurso que, si bien pretende cumplir

la función de alivio existencial del dolor en vez de la religión y la metafísica, se diezma

a sí mismo en la negación de la importancia del símbolo y el rodeo. Una comprensión

del dolor que lo reduce a sus manifestaciones fisiológicas, a sus datos y dimensiones

cuantificables, y que rechaza cualquier mirada simbólica a la experiencia del dolor, ¿no

corre el riesgo de lanzarnos a la angustia paralizante del encuentro con el dolor vacío y

sin sentido?

El dolor como límite del lenguaje

Hasta ahora, hemos visto de qué manera la experiencia del dolor llama al significado y

demanda una explicación articulada para que, al prevenir el encuentro desnudo con él, se

haga más soportable. Sin embargo, con la misma claridad con la que el dolor parece

llamar necesariamente a la interpretación y la búsqueda articulada de su significado, este

se muestra, a la vez, como el verdadero límite del lenguaje y de la comprensión.

Si bien la articulación del dolor en sistemas simbólicos compartidos es necesaria

para la vida humana como mecanismo de distanciamiento del absolutismo de su

vulnerabilidad, no podemos olvidar que la experiencia del dolor es siempre individual e

intransferible. El dolor es padecido por cuerpos concretos, situados y con nombre

propio. Por este motivo, aún si afirmamos la posibilidad de un estudio histórico del dolor

desde sus interpretaciones y significados colectivos, una mirada al problema del dolor

demanda también una atención especial a la experiencia personal del doliente a la que

con frecuencia solo tenemos acceso a través de testimonios o de nuestra propia

experiencia.

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Sin embargo, cuando el padecimiento del dolor se mira en su manifestación

concreta, se muestra su resistencia a todo intento de comprensión o racionalización. Este

se impone a la totalidad del ser que lo padece, ensimismándolo, aislándolo del mundo al

interponerse entre sí mismo y cualquier intento de contacto con lo exterior. Todo

pensamiento, todo movimiento, se refiere solo a sí mismo como si su ‘yo’ fuera reducido

a la presencia localizada de la afección. Durante una migraña, el doliente se reduce a

cabeza y dolor, al desespero que produce aquella sensación extrema que se intensifica

con el movimiento, con la exposición a la luz, o con cualquier intento de habla o

pensamiento.

Cuando se padece, el dolor es crisis, impedimento, aislamiento, ruptura con el

mundo externo que, en ese momento, deviene cuerpo. El dolor representa, por ello, un

peligro inminente al orden del mundo, pues amenaza con un regreso al caos, con

convertir “el cuerpo biológico y cultural en un lugar inhóspito” (Ocaña, 1997, pág. 26).

Además de encerrarnos, así sea brevemente, en nuestro cuerpo y mente, en su extensión

y sus límites, respecto del otro, el dolor nos aísla en un estado incomunicable que, aún a

través del gesto y el grito, no se puede transmitir en su totalidad. Respecto de la vida, el

dolor rompe con el flujo de la cotidianidad, impidiendo un desempeño normal de

nuestras funciones más básicas al dificultar la movilidad, entorpecer la interacción con el

entorno, disminuir la productividad y la capacidad de reacción a situaciones

normalmente inofensivas.

En el intento de comunicar su dolor, aquel que sufre se enfrenta con la

inexistencia de lenguajes que permitan su expresión adecuada. En estos casos, como lo

afirma el antropólogo David Le Breton (2006), “las palabras no sirven, pues carecen de

la intensidad necesaria para llegar a lo más hondo de la persona; y no hay más salida que

vivir dentro de uno mismo sin poder relacionarse con los demás” (pág. 183). El dolor, en

este sentido, señala uno de los límites del lenguaje que es incapaz de expresar la

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profundidad de su herida y las dimensiones de lo que está sintiendo. Esto agudiza la

sensación de aislamiento y ahonda la brecha en el intento de enmendarla.

Sobre el problema del dolor y el lenguaje, Elaine Scarry (1985), afirma que la

dificultad de expresar y relatar el sufrimiento no radica en una limitación del lenguaje o

de los idiomas y las culturas que lo enmarcan. Por el contrario, considera que este es un

asunto que apunta a una ‘rigidez’ esencial del dolor que impide su objetivación en el

lenguaje. En sus palabras, “el dolor físico no se resiste simplemente al lenguaje, sino que

activamente lo destruye, trayendo consigo una reversión inmediata a un estado anterior

del lenguaje, a los sonidos y los llamados que un ser humano hace antes de que el

lenguaje sea aprendido” (Scarry, 1985, pág. 4)33. La atención adecuada al dolor no se

encuentra, entonces, a la espera de un mejor lenguaje, de una mejor técnica que, al poder

abarcarlo en su totalidad, le dé solución y lo pueda ocultar definitivamente. El dolor,

como experiencia, excede por sí mismo toda capacidad de articulación, dejando espacio

solo para el grito, el lamento y el llanto que, al final, resultan quizás más espontáneos,

pero igualmente insuficientes.

Bien sea en un lenguaje científico, médico, jurídico, literario, poético o de

conversación, hay algo del dolor que siempre queda por decir, algo que escapa a toda

conceptualización. Como se afirmó en la sección anterior, todo intento de comprensión,

de interpretación y articulación del dolor dentro de un sistema simbólico, dentro de una

narración que pretenda dar cuenta de su razón de ser, presupone la capacidad de la actio

per distans, esto es, la distancia necesaria para la reflexión y la reconstrucción de los

hechos por la imaginación en la seguridad de la caverna. Sin embargo, el dolor es la

experiencia que acorta esa distancia y la impide, que nos lanza de regreso a la

vulnerabilidad de la cual tratamos de ocultarnos tras el velo del símbolo y la técnica.

33 La traducción es mía. Cita en el idioma original: “physical pain does not simply resist language but actively destroys it, bringing about an immediate reversion to a state anterior to language, to the sounds and cries a human being makes before language is learned”.

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En tanto límite del lenguaje, el dolor es, igualmente, el límite de nuestro estar

metafórico en el mundo. Su presencia transforma la sensibilidad y la apertura al mundo

en vulnerabilidad (Ocaña, 1997). Aún tras el velo, el dolor nos enfrenta una y otra vez,

aunque sea solo en momentos fugaces –y de manera mucho más definitiva en casos de

dolores extremos o crónicos– con la experiencia del absolutismo de la realidad y de

nuestra vulnerabilidad. Es un recordatorio constante que, acompañado de la enfermedad,

anuncia la inevitabilidad de la muerte y la restringida presencia del hombre en el mundo.

El dolor es experiencia del límite, sea físico, emocional o existencial. Límite de

un cuerpo que choca con otros pero que, en el desgarro y la herida se encuentra siempre

consigo mismo. Límite de una conciencia que aspira al absoluto, pero que ante la

inevitabilidad de su muerte se revela como una voluntad que quiere más de lo que

puede, y cuya capacidad de soñar está más allá de sus posibilidades de realización.

Límite que siempre es desgarro, experiencia de aquello que tratamos de olvidar, de

aquella realidad que tras nuestras concepciones de mundo se oculta, pero nunca deja de

estar allí. Si, como lo dijo Ernst Jünger (1995), el dolor es una de esas llaves que abre la

puerta a lo más íntimo, entonces a través de él el hombre puede, de alguna manera,

revivir su pasado más lejano que, a la vez, es su realidad más cercana y su intimidad más

humana: esto es, la perplejidad y la angustia que sintió el hombre primitivo en el

encuentro desnudo con lo indeterminado. El silencio que quiebra el lenguaje y se

impone en la experiencia del dolor, anuncia la profundidad de la herida que somos y que

en la cotidianidad permanece superficialmente oculta tras los mitos de la autonomía, el

control y el poder.

Entre la palabra y el silencio

Como lo hemos afirmado, el dolor es ruptura que llama al significado, que lo convoca en

la necesidad de distancia, esto es, de un velo y un rodeo, que le permitan al hombre

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convivir con sus carencias para que pueda habitar el mundo sin hacerle frente de manera

directa. Sin embargo, también hemos dicho que el dolor es ruptura del lenguaje,

imposición de silencio y cercanía con la realidad más abrumadora de su vulnerabilidad.

El dolor es, entonces, una experiencia paradójica en la cual, en palabras de Ocaña

(1997), “exilio y éxodo, evasión desesperada y búsqueda esperanzada se confunden en el

horizonte” (pág. 25).

En el intento de hacerle frente a su vulnerabilidad, la vida del hombre se

desenvuelve entre el ocultamiento de su fragilidad y el padecimiento de ella en el dolor,

la enfermedad y la muerte. Ante la experiencia abrumadora del sufrimiento, toda

búsqueda de distancia y de dominio se hace necesaria a la vez que se muestra

insuficiente. Tarde o temprano, sin importar qué artificios se utilicen, el hombre se ve

obligado a hacerle frente a sus limitaciones y a la brevedad de su vida.

La función que cumple la palabra de distanciamiento no es, por lo tanto,

absoluta. El sutil ‘velo’ blumenberguiano que se interpone entre el hombre y el

absolutismo de la realidad, no constituye una barrera inamovible que lo defienda de la

realidad de su existencia física. A través de las construcciones simbólicas, el ser humano

se descarga del peso de su mortalidad momentáneamente. Más que un ocultamiento

definitivo, a través de ellas el hombre puede darse un respiro, un poco más de tiempo

para poder sobrevivir una noche más. Por ello, como epígrafe del Trabajo sobre el mito,

Blumenberg (2003) recuerda las palabras de Kafka cuando escribe34:

No podían pensar lo suficientemente lejos de sí lo divino que decidía sobre ellos; todo el mundo de dioses no era sino un medio de mantener a distancia del cuerpo humano ese poder concluyente y definitivo, de tener aire para una respiración humana.

34 Kafka a Max Brod, 7 de agosto 1920. Citado por Blumenberg, 2003, pág 11.

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De acuerdo con Odo Marquard (2000), el hombre se encuentra en el mundo

como la princesa Scherezade quien, en la famosa recopilación de cuentos árabes Las mil

y una noches, encuentra en la narración de historias la clave para sobrevivir, una noche a

la vez. De acuerdo con la historia, el sultán Shahriar, a manera de venganza por la

infidelidad de su primera esposa, desposaba una mujer virgen cada noche y la mandaba a

decapitar la mañana siguiente. Scherezade, quien voluntariamente se ofrece a las manos

del sultán con la intención de calmar su ira, cada noche le narra historias que lo

mantienen despierto pero que nunca alcanzan su final antes del amanecer. De esta

manera, Shahriar la conserva con vida día tras día en la expectativa de escuchar el final

de la historia, que siempre se alcanza al empezar la noche y justo antes del inicio de una

nueva narración.

Así, entre historia e historia, la princesa sobrevive cada noche y consigue romper

el ciclo de muerte que había instaurado su esposo. De manera similar, el hombre se vale

de su capacidad retórica para hacerle frente a la hostilidad del mundo y sobrevivir en él.

Se cuenta historias que conservan su validez funcional en la medida en que van

cambiando y adaptándose a las preguntas y necesidades del hombre. La imagen del

rodeo metafórico como la actitud que tiene el hombre frente a la realidad no solamente

señala una relación distante e indirecta, sino también en constante movimiento: las

metáforas cambian y son reemplazadas una y otra vez por otras que expresen de manera

más adecuada los sentimientos de una época. El hombre rodea sin parar la realidad,

haciéndola suya en su caminar, pero nunca enfrentándola directamente.

Al ser un punto de partida desde donde se origina la cultura y la técnica como

formas de rodeo, el dolor se muestra también paradójico en tanto propicia el encuentro

con el otro a la vez que aísla al doliente del mundo en el que se encuentra inmerso. El

doliente encuentra la profundidad de la soledad en su sufrimiento y en la dificultad de

expresar aquello que siente en todas sus dimensiones. La inadecuación del lenguaje para

lograr esto ahonda la brecha existente entre aquel que sufre y el resto del mundo que

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carece de evidencia para comprender qué y cómo siente el otro cuando siente. Sin

embargo, aún si la descripción del dolor se queda siempre corta, hay en sus modos de

expresión más básicos un llamado al otro que busca acortar la distancia.

Teniendo esto en cuenta, Veena Das (2008), por ejemplo, no admite la tesis

defendida por Scarry de la incomunicabilidad esencial del dolor. Para aquella, la

afirmación subjetiva “tengo dolor” no constituye una afirmación indicativa, aunque

tenga la forma de una. La intención de esta afirmación no es la de señalar un objeto

interno o externo, o informar y describir al otro la existencia de un hecho cuya veracidad

deba –o pueda– ser corroborada. Si este fuese el objetivo, entonces deberíamos hablar,

tal como lo hace Scarry, de una inadecuación del lenguaje al mundo del dolor dada la

imposibilidad de una experiencia compartida del sufrimiento de una persona. Por el

contrario, de acuerdo con el trabajo de Das, la afirmación “tengo dolor”, más que ser una

afirmación fáctica, es una expresión de lo que se afirma (Cavell, 2008). A través de ella,

el doliente busca el reconocimiento de su dolor en el otro. Dolor que, en este sentido, es

expresable en la medida en que su presencia, a la vez que significa ruptura, es un

llamado al consuelo, un llamado a la compañía del otro en la cual sea posible escapar a

la privacidad silenciosa y la sofocación del dolor (Das, 2008).

La palabra, en construcciones simbólicas culturales compartidas por sociedades,

representa un camino válido de respuesta –así sea momentánea– al sufrimiento y un

marco en el cual se posibilita la creación de técnicas concretas para su tratamiento,

porque en la experiencia misma del dolor hay un llamado al otro –esté presente o no–,

una búsqueda irreflexiva y primigenia de reconocimiento. Un llamado en el que quizás

podemos encontrar el impulso del hombre primitivo de Blumenberg a buscar el espacio

de la caverna, no como consecuencia de un pensamiento racional que deduce de las

circunstancias peligrosas la necesidad de refugio, sino como una necesidad previa de

consuelo a su dolor en el encuentro íntimo con el otro, es decir, en la creación de

intimidad y familiaridad.

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Por este motivo, con frecuencia no es necesaria la proclamación de una

afirmación como “tengo dolor” para que el otro entienda que, de hecho, “tengo dolor”.

El grito, el gemido, el gesto de agonía hacen parte del ‘lenguaje silencioso’ del dolor que

comunica sin necesidad de decir y que, con frecuencia, antecede a la posibilidad misma

de articulación lingüística del dolor. Consciente o inconscientemente, la petición de

reconocimiento de mi dolor, lleva en sí, como una especie de pacto implícito, la

aceptación del silencio y de la limitación misma del lenguaje. Un pacto que también

comparte aquel que atiende al llamado y reconoce el sufrimiento en el otro. El alivio que

puede significar la compañía del otro en un momento de dolor va más allá de la

capacidad de expresión de lo que sucede. En esos instantes, el lenguaje corporal y los

gestos con frecuencia tienen un mayor valor para el doliente que articulaciones

abstractas en torno a su dolor. Cuando la voz se quiebra, explica Le Breton (2006), el

silencio se impone. En esos momentos, los interlocutores deben aceptar la regla

implícita de callar, de no pedir explicaciones y expresar su compasión mediante el

abrazo, la distancia, la mirada, o el simple hecho de estar allí. El nivel de expresión que

es posible en este contexto es aquel que permite reestablecer un contacto con el mundo

reconociendo el silencio propio de su experiencia y excluyendo la posibilidad de

comunicarlo en su totalidad.

Este acercamiento al dolor y al silencio que lo acompaña se encuentra también en

las narraciones y representaciones artísticas del sufrimiento. A través de estas, escritores

y artistas ofrecen un recurso único para el estudio del dolor puesto que, en palabras de

Morris (1993), “utilizan el lenguaje de un modo que paradójicamente reconoce y toma

nota (sin falsificarlos necesariamente) de los silencios y de las luchas inarticuladas que

casi siempre solemos pasar completamente por alto” (pág. 3). Al hacerle frente al dolor

en su profundidad y resistencia a la conceptualización, el arte se permite encontrar otras

formas de comunicabilidad de lo incomunicable por fuera del lenguaje lógico y sus

límites. Hacen posible, tanto en lo dicho como en lo que, entre líneas, queda por decir,

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un acercamiento (metafórico) a la intimidad del dolor en el reconocimiento de lo terrible

en su profundidad.

En este contexto, el discurso científico, que busca un conocimiento objetivo de la

realidad, se muestra como un camino insuficiente para el estudio del dolor humano. Los

principios de certeza y claridad, que resultan indudablemente fructíferos como guías en

la investigación de otros campos de la realidad, no consiguen penetrar en las

dimensiones más íntimas del dolor que se caracterizan por la paradoja, los claroscuros,

el silencio. En su búsqueda de una definición del dolor a partir de sus mecanismos

fisiológicos, sus manifestaciones físicas y sus datos estadísticos, así como de una técnica

que consiga reducir su sensación lo más posible, la medicina científica contemporánea

reemplaza el silencio profundo del dolor y su lenguaje sutil, por el silencio absoluto de

la anestesia, la analgesia y la estadística. Un silencio superficial y vacío que socava la

profundidad de la experiencia del sufrimiento y la condena al olvido. Un silencio que

destierra al testimonio, la herida, la búsqueda de consuelo y la necesidad de sentido, y

pone en su lugar el sin sentido y lo innecesario de una sensación incómoda que se

interpone entre el hombre y su felicidad.

Una vida en la presencia del dolor

Como se dijo al principio de este capítulo, el ser humano no solo es un ser que puede ser

herido y que siente dolor, sino uno que sufre por su vulnerabilidad. Una vez el hombre

consigue asegurarse dentro de una sociedad y un sistema simbólico las condiciones

básicas para su supervivencia, y la inmediatez del absolutismo es ocultada tras el velo de

la palabra, el horizonte abierto deja de ser origen de angustia y terror para convertirse en

fuente de esperanza y una vida en la que es posible la felicidad. El dolor rompe con ese

orden, amenazando con el retorno al caos y a la angustia silenciosa frente a la

vulnerabilidad. Aunque la sensación del dolor pase, la misma capacidad de anticipación

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y previsión que permite la actio per distans que hace posible su supervivencia, abre al

hombre a la conciencia de su propia muerte y del sufrimiento venidero.

La conciencia de su inminente fin, que tarde o temprano se vuelve inevitable y

definitiva, agudiza su sufrimiento y la percepción de la brevedad de tiempo del que

dispone. El horizonte en el cual puede imaginar el futuro de su vida, de desarrollo y

creación, se ve opacado por la anticipación del dolor venidero y de la muerte. En la

experiencia del dolor que penetra todo velo y no permite el olvido de la vulnerabilidad,

el hombre abandona la preocupación por la mera supervivencia y se abre a la pregunta

por el sentido de la vida, pues si el sufrimiento es inevitable y necesariamente opaco,

¿qué hace que la vida con dolor merezca la pena ser vivida?

La pregunta por el sentido de la vida, por la vida bien vivida, entonces, cobra

particular importancia y urgencia ante la experiencia del dolor extremo y de la

conciencia de la brevedad del tiempo del que disponemos. Esta es la experiencia que

tuvo el doctor Paul Kalanithi, un neurocirujano estadounidense, quien, a sus 36 años fue

diagnosticado con un cáncer de pulmón en estadio 4 y que, antes de morir, dejó por

escrito el testimonio de su enfermedad y las reflexiones que lo acompañaron el proceso

de su muerte, en un libro titulado When Breath Becomes Air (2016). Nunca había sido

fumador y llevaba un estilo de vida saludable, aunque acompañado del estrés propio del

trabajo en un hospital. Su experiencia y conocimiento como médico le permitían

interpretar con mucha mayor precisión que un paciente regular el significado de su

diagnóstico. Su cáncer no era cualquier cáncer, puesto que, por sus características y

progreso, constituía en principio un caso difícil y con pocas probabilidades de

supervivencia.

Un diagnóstico, en particular cuando se trata de una enfermedad terminal, no

cumple una función epistemológica en la que se informa al paciente, las contingencias

que suceden en su cuerpo. El diagnóstico transforma la vida de la persona que lo recibe,

así como el de aquellos que lo rodean. Para el doctor Kalanithi, quien antes de la

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aparición de su enfermedad había tratado decenas de casos de cáncer como el suyo,

recibir la información de su condición lo lanzó, a pesar de su experiencia, a un estado de

confusión y a la inevitable pregunta que, tras el llanto, llega: ‘¿y ahora qué?’, ‘¿cuándo

terminará todo esto?’.

La vida cambia absolutamente para el que padece una enfermedad como esta. La

información médica, que si bien ayuda a ilustrar qué sucede en su cuerpo y a determinar

posibles tratamientos para ello, tiene una relevancia diferente para el doctor y el

investigador de la que lo tiene para el paciente. Esto lo aprendió el Dr. Kalanithi a través

de su experiencia en los dos lados del espectro. En sus palabras (2016):

se me ocurrió que mi relación con las estadísticas cambió tan pronto como me convertí en una. […] Lo que los pacientes buscan no es el conocimiento científico que los doctores esconden, sino la autenticidad existencial que cada persona debe encontrar por sí misma. Profundizar demasiado en las estadísticas es como tratar de saciar una sed con agua salada. La angustia del encuentro con la mortalidad no tiene remedio en la probabilidad (págs. 134-135)35.

Para el enfermo, su dolor y condición son vividas no solo en el espectro de lo

biológico y lo médicamente esperado, sino como un drama en el cual la vida que

conocía y la identidad desde la que se reconocía, dejan de existir. Sin embargo, aunque

en la enfermedad, la vida continúa. El diagnóstico cambia las condiciones en las que esta

se desenvuelve, pero la vida no termina sino hasta que llega, de hecho, la muerte. ¿Qué

hacer, entonces, con el tiempo que queda? Por un lado, someterse a los tratamientos

existentes. Pero, por otro, surge la necesidad de revisar los sueños y las expectativas para

establecer prioridades de tal manera que se pueda aprovechar el tiempo que queda.

La inminencia de la muerte pone en perspectiva la vida. Obliga a la persona a

preguntarse por aquello que tiene más significado para ella, aquello que hace que su

35 La traducción es mía. Cita en el idioma original: “It occurred to me that my relationship with statistics changed as soon as I became one. […] What patients seek is not scientific knowledge that doctors hide but existential authenticity each person must find on her own. Getting too deeply into statistics is like trying to quench a thirst with salty water. The angst of facing mortality has no remedy in probability”.

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vida, situada en condiciones materiales particulares, valga la pena ser vivida. Para el Dr.

Kalanithi, estas preguntas lo llevaron a diversas respuestas que marcaron el modo en el

cual decidió asumir su tratamiento y los pocos años que vivió tras el diagnóstico. Por un

lado, quiso terminar su residencia como neurocirujano y obtener el título de médico que

tanto había esperado. Por el otro, cuando los tratamientos dejaron de funcionar y la

inminencia de la muerte se hizo patente, decidió cumplir su sueño de ser escritor y

escribió el libro que dejó como legado. Sin embargo, quizás la decisión más impactante

que tomaron él y su esposa fue la de tener un bebé y darle curso a su deseo de construir

una familia juntos. Cuando estaban teniendo la conversación en que tomaron esta última

difícil decisión, su esposa, Lucy, le pregunta si no cree que tener que despedirse de su

bebé haría su muerte mucho más dolorosa. A esto, él responde: “¿no sería maravilloso

que así fuera?” (Kalanithi, 2016, pág. 143). Había aprendido del encuentro abrupto con

el dolor extremo y la muerte, que la vida no consistía en evitar el sufrimiento, sino en

aprender a vivir con él.

Lo que el testimonio del Dr. Paul Kalanithi nos permite comprender es algo que

se ha insinuado a lo largo de esta investigación. Esto es, que la pregunta que se le

presenta a todo ser humano en algún momento u otro tras la experiencia de crisis y

ruptura que acompañan el dolor, es una pregunta proyectiva, una pregunta por el sentido

de la vida y de lo humano. El estudio del dolor que reduce la pregunta por este a la

búsqueda de sus causas, mecanismos y técnicas para aliviarlo, pierde de vista esta

dimensión del dolor que, en su ambigüedad y profundidad silenciosa, tiene el potencial

de abrir al hombre a las preguntas más esenciales por el horizonte de su vida y el sentido

de su humanidad.

Blumenberg advierte el peligro que existe en la elevación de la ciencia y sus

métodos como fundamento de toda experiencia humana posible. Cuando se asume esta

posición, la ciencia aparece como un extraño Jano bifronte que a la vez que funciona

como el instrumento a través del cual el hombre consigue la domesticación y el dominio

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de la naturaleza, la devela en su carácter indiferente y todo poderoso (Wetz, 1996). Esto

no implica problema alguno para la ciencia misma, cuyo propósito es el de alcanzar un

conocimiento objetivo de la realidad y no la fundamentación metafísica de la misma. Sin

embargo, para el hombre, cuya necesidad de ocultar su vulnerabilidad y hacer del mundo

su hogar nunca cesa, la exigencia de sentido permanece y no se agota en la acumulación

de datos y teorías. Por esto, la ciencia es insuficiente en su función de aminorar la

angustia existencial del hombre.

La distancia que hay entre el discurso médico sobre la enfermedad y el dolor, y

la experiencia que el paciente tiene, se puede ver en el prólogo a El emperador de todos

los males. Una biografía del cáncer (2011), escrito por el doctor Siddhartha Mukherjee.

En este libro se narra la historia (o, como lo dice el autor, la biografía) del cáncer desde

el punto de vista de sus tratamientos e interpretaciones. Se trata de un abordaje de una

enfermedad caracterizada por fuertes dolores y un alto índice de mortalidad, que se ha

convertido, en la actualidad, en uno de los enemigos más inmediatos de la medicina. A

pesar del enfoque histórico y técnico, el prólogo del libro inicia con la historia de Carla,

una paciente del doctor Mukherjee y profesora de un jardín infantil que, en el 2004, fue

diagnosticada con leucemia linfoblástica aguda. Tras recibir la noticia de su condición y

discutir junto con su médico los posibles tratamientos y expectativas de supervivencia, él

salió de la habitación y, al cerrar la puerta, afirma: “Una corriente de aire me depositó

fuera de la habitación, mientras sellaba a Carla en su interior” (pág. 27). Esta corriente

crea una brecha irremediable entre el doctor y el paciente, pues, aunque el primero tenga

más conocimiento y experiencia en el trato de la enfermedad del cáncer, su discurso no

alcanza a llegar al profundo abismo que se le abre a una persona que se enfrenta, de

repente, con su pronta muerte.

A la espera de mejores evidencias, instrumentos o preguntas, en el plano

científico se pueden aplazar o descartar preguntas por la naturaleza buena o mala del

hombre, por su constitución, o los factores que lo determinan, pero lo mismo no sucede

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en la práctica (RV). Hay una brecha irreconciliable entre el tiempo que poseen las

disciplinas científicas, cuya tarea nunca termina, y el tiempo breve de la vida del hombre

que necesita en su cotidianidad de seguridades metafísicas que le aligeren el peso de su

existencia (RV). Las necesidades del hombre van más allá del plano de lo

empíricamente verificable y cuantificable, aunque lo incluyan. El hombre necesita de

narraciones que no solo describan el universo tal como es y le permitan dominarlo, sino

que también lo lleven enfrentar un duelo, una enfermedad propia o de un ser querido, un

desamor, en la profundidad oculta de su experiencia. Tras su reflexión en torno al

ateísmo, el papel de la ciencia en la vida del hombre y su enfermedad, el Dr. Kalanithi

llegó a una conclusión similar. En sus palabras (2016):

Sin embargo, el problema eventualmente se volvió evidente: hacer a la ciencia el árbitro de la metafísica es desterrar no solo a Dios del mundo sino también al amor, el odio y el sentido — es creer que el mundo es uno que, evidentemente, no es el mundo en el que vivimos. Esto no quiere decir que si uno cree en el sentido, entonces también deba creer en Dios. Quiere decir, sin embargo, que, si uno cree que la ciencia no proporciona ningún fundamento para Dios, entonces se encuentra casi obligado a concluir que la ciencia no proporciona ningún fundamento para el sentido y que, por lo tanto, la vida no tiene ninguno. En otras palabras, que las afirmaciones existenciales no tienen ningún peso, y todo el conocimiento es conocimiento científico (pág. 169)36.

La reducción del dolor a sus causas y mecanismos fisiológicos, a escalas creadas

para cuantificarlo, y a datos estadísticos para tratarlo, oculta la experiencia dramática del

padecimiento del dolor, la angustia que produce el encuentro con la mortalidad y el

silencio de lo que no puede ser comunicado y la aumenta. Al ser que duele, la

información que pueda darle la medicina no es suficiente para poder seguir viviendo,

esto es, para poder responder a la pregunta del Dr. Kalanithi: ‘¿y ahora qué?’. Conocer

el porqué del dolor en términos fisiológicos puede marcar caminos de tratamientos, pero

36 La traducción es mía. Cita en el idioma original: “The problem, however, eventually became evident: to make science the arbiter of metaphysics is to banish not only God from the world but also love, hate, meaning —to consider a world that is self-evidently not the world we live in. That’s not to say that if you believe in meaning, you must also believe in God. It is to say, though, that if you believe that science provides no basis for God, then you are almost obligated to conclude that science provides no bases for meaning and, therefore, life itself doesn’t have any. In other words, existential claims have no weight; all knowledge is scientific knowledge”.

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no atiende a la herida profunda del encuentro con la vulnerabilidad que ningún

medicamento puede sanar. Herida que hace parte de lo que somos y lo que, en últimas,

nos hace seres humanos. Que nos abre al encuentro en el amor y la compasión con el

otro, a todo aquello que le da sentido a la vida por fuera de la articulación conceptual, la

verificación y la estadística.

La concepción del dolor en el mundo contemporáneo que lo asocia

necesariamente a médicos y a analgésicos como si fuera una negatividad susceptible de

ser erradicada, alimenta, como vimos en el primer capítulo, la expectativa creada por la

técnica moderna de poder alcanzar un estado de salud perfecta, una vida cuya felicidad y

plenitud sea igualada a la ausencia de enfermedad, sufrimiento y tristeza, como si “los

achaques y las limitaciones causadas por las enfermedades fueran indignas” (Redeker,

2017, pág. 85). En la presencia del dolor, esta expectativa y visión de lo que es una

buena vida anula la pregunta por su sentido al lanzarnos, a través del uso de fármacos, a

la búsqueda de regreso rápido y fácil a la inmediatez del trabajo y la cotidianidad, sin

permitir la distancia a la que nos obliga el dolor y que es necesaria para el preguntar. La

negación del dolor aumenta la ansiedad frente a su inevitable aparición, obstaculizando

así mismo la posibilidad de apertura a la pregunta por el sentido y encuentro con lo

humano que aquí se provoca. Oportunidad que no significa que la herida duela menos,

pero que acepta, como lo hicieron el Dr. Kalanithi y su esposa, que una vida bien vivida

no se consigue en la ausencia del sufrimiento, sino a pesar y a través de él.

El dolor humano no ha sido erradicado porque, como lo pretende la medicina del

dolor, aún no hayamos encontrado el código necesario para descifrar todos sus enigmas.

Como lo anota Morris (1993), el lenguaje triunfalista de la medicina que busca plantear

la relación con el dolor en términos de una batalla de la que eventualmente saldremos

victoriosos, se basa en la idea de que el dolor es un enigma o un acertijo, esto es, un

problema que está a la espera de ser solucionado. El descubrimiento de la anestesia, en

particular, hizo plausible esta expectativa y concepción del dolor al erradicarlo del lugar

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donde se manifestaba con mayor intensidad: la sala de cirugía. Sin embargo, este

lenguaje, que ha caracterizado a la medicina del dolor y que tantos avances ha logrado

en su materia, niega la experiencia del doliente y lo pone a él y a su médico en una

actitud defensiva, de batalla, en contra del enemigo no deseado. Esta negación fue

posible, en parte, gracias a la anestesia.

Pero el dolor no es un acertijo o un problema que deba o pueda ser solucionado.

Como lo sugiere Morris (1993), más que un enigma, el dolor es un misterio. Como tal,

es una dimensión de la experiencia y la verdad que se encuentra necesariamente cerrada

a su plena comprensión (Morris, 1993). Pensar el dolor como misterio, nos permite

aceptarlo en su opacidad, en la paradoja que encierra como experiencia que nos arroja a

la necesidad del lenguaje y a la vez se presenta como su límite. El dolor no es algo que

existe para ser resuelto, pues hace parte, en sus contradicciones, de la vulnerabilidad

constitutiva del ser humano. Es una experiencia que nos es arrojada y que no podemos

evitar, que irrumpe en la cotidianidad de la vida transformándola para siempre.

Precisamente por ser misterio, por ser ruptura y opacidad, la experiencia del

dolor nos lanza a la búsqueda del sentido. Es pues experiencia que abre a la interminable

pregunta por el modo en el que queremos vivir nuestra vida, por el modo de priorizar

nuestros deseos en el poco tiempo que tenemos, por las cosas que, al final de todo, son

las que verdaderamente importan y humanizan nuestro breve paso por el mundo. Frente

a la reiterativa presencia del dolor en la vida, este preguntar se vuelve, igualmente,

constante y necesario, obligándonos a evaluar una y otra vez cuáles son aquellos valores

que nos mueven y por los cuales vivimos. En palabras del doctor Kalanithi, “la parte

difícil de la enfermedad es que, a medida que se atraviesa por ella, tus valores están

cambiando constantemente. Tratas de encontrar qué es lo que te importa a ti, y luego

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sigues tratando de encontrarlo. […] Puede que la muerte sea un evento de una sola vez,

pero vivir con una enfermedad terminal es un proceso”37 (Kalanithi, 2016, pág. 161).

En esto radica otra forma de la paradoja del dolor, pues la apertura al sentido y a lo

humano no quita el hecho de lo que hemos sufrido, no disminuye la oscuridad de la

desgracia, el sufrimiento tras el trauma, el aislamiento en lo incomunicable. Sin

embargo, en él se encuentra ‘la llave al mundo y a lo más íntimo’, se encuentra la

posibilidad de apertura a lo humano, la posibilidad de alcanzar una vida humanamente

plena no en la ausencia del dolor sino con él.

Conclusiones

A lo largo de este capítulo, se ha buscado mostrar la complejidad y la profundidad de la

experiencia del dolor. Esta, que a primera vista puede parecer un problema del

funcionamiento del sistema nervioso, se muestra como una experiencia opaca y

paradójica que nos abre a la pregunta por lo humano y el sentido de la vida. La causa del

dolor, si es que hay una sola, nos remite al ser humano mismo y a su vulnerabilidad e

indigencia constitutivas. Sufrimos porque existimos, porque el hombre es una herida

abierta, es sensibilidad frente al mundo en el cual puede ser afectado desde todas las

direcciones. Frente a ello, el hombre se narra historias, crea cultura, instituciones y

técnicas para sobrevivir y habitar el mundo sin tener que relacionarse directamente, en

toda su vulnerabilidad, con él. Sus rodeos metafóricos, sin embargo, no son definitivos

y, por la fragilidad constitutiva del hombre, se deben reinventar constantemente en un

proceso constante de distanciamiento por la palabra y acercamiento en el dolor. El

37 La traducción es mia. Cita en el idioma original: “The tricky part of illness is that, as you go through it, your values are constantly changing. You try to figure out what matters to you, and then you keep figuring it out. […] Death may be a one-time event, but living with terminal illness is a process”.

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hombre se ve forzado a habitar el mundo oscilando entre la búsqueda de la ocultación de

su vulnerabilidad en el símbolo y la metáfora como mecanismos de supervivencia, y el

padecimiento de su dolor que amenaza con romper sus defensas al ponerlo de frente a su

limitación y mortalidad una y otra vez durante la vida.

Ante su inevitabilidad y la anticipación del sufrimiento venidero, el dolor se

muestra, adicionalmente, como una experiencia que lo lleva más allá de la búsqueda de

supervivencia y abre el espacio de la pregunta por el sentido de su vida como una

necesidad vital de la cual no puede desprenderse. En ello, el dolor aparece como

misterio, como una experiencia humana que trasciende su capacidad de comprensión,

conocimiento e intervención, pero que abre las puertas a lo más íntimo de nuestra

humanidad en el encuentro consigo mismo y con el otro.

Al poner al dolor y a la enfermedad como contrincantes en la batalla por la vida

feliz, el hombre no se enfrenta más que consigo mismo. Su vulnerabilidad, que es fuente

de limitación y muerte, es, a la vez, punto de encuentro con el mundo y con el otro. En la

negación del dolor y del sufrimiento, en su reducción a datos susceptibles de ser

medidos y utilizados, el hombre se niega a sí mismo la apertura a la pregunta por el

sentido de su vida y su felicidad. Por esto, se hace necesario revisar el lenguaje

triunfalista que ha caracterizado a la medicina del dolor contemporánea, para contemplar

nuevas estrategias de enfrentamiento y alivio del sufrimiento que lo integren a la vida

sin desconocer sus oscuridades y sus silencios. Estrategias que favorezcan la escucha del

lenguaje silencioso del dolor y su articulación en otros discursos diferentes del médico, y

que permitan respuestas al dolor que no nieguen la vulnerabilidad del hombre y lo

acompañen en la inevitable tarea de aprender a vivir con el dolor. Ya que, como se dijo

al principio de este capítulo, en palabras de Ocaña (1997), cuando no cabe huir o evitar

el mal, el hombre se ve obligado a saber sufrir.

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CONCLUSIONES

Me desperté con dolor, enfrentando un nuevo día — no parecía plausible hacer planes más allá del desayuno. No puedo seguir, pensé, y, de inmediato, su antífona respondió, completando las palabras de Samuel Beckett, palabras que había aprendido hace mucho tiempo como estudiante: voy a seguir. Salí de la cama y di un paso adelante, repitiendo la frase una y otra vez: “No puedo seguir, voy a seguir”38 (Kalanithi, 2016, pág. 149).

Finalmente, hemos concluido nuestro recorrido. Iniciamos con un campo de batalla. Las

armas, las estrategias y el enemigo se han venido perfilando en los últimos dos siglos

con los avances de la medicina, disciplina en la cual hemos puesto la confianza para

darle fin, de una vez por todas, al problema del dolor humano. Sin embargo, en la

medida en que nos acercamos más al contrincante, este se desvanece en el reflejo de

aquello que despreciamos de nosotros mismos, lo que no queremos ver y buscamos

olvidar en la intervención técnica y la capacidad de acción. Reflejo que, sin embargo, es

una imagen de lo más íntimo del hombre, de lo que lo hace ser lo que es. En este

encuentro, la confrontación cede su lugar, para dar paso, así, a la experiencia del

reconocimiento. En ello, el hombre queda, nuevamente, solo en el espacio abierto,

librando una suerte de “batalla” que, aún sin enemigo, tiene que luchar para sobrevivir.

38 La traducción es mía. Cita en el idioma original: “I woke up in pain, facing another day —no project beyond breakfast seemed tenable. I can’t go on, I thought, and immediately, its antiphon responded, completing Samuel Beckett’s seven words, words I had learned long ago as an undergraduate: I’ll go on. I got out of bed and took a step forward, repeating the phrase over and over: “I can’t go on. I’ll go on”” (Kalanithi, 2016, pág. 149).

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Una batalla en la que, si deseamos “ganar”, se hace necesario redefinir qué

comprendemos por victoria39.

Para poder hacerlo, es necesario atender a otros problemas cuyo desarrollo

excede las posibilidades de este trabajo. En primer lugar, es imprescindible continuar

con el desarrollo de narrativas del dolor, diferentes a las del discurso médico, que

aporten miradas desde otros ángulos al problema a la experiencia del doliente, las

técnicas para su alivio y las interpretaciones que el hombre ha construido de ello. Se

necesita una pluralidad de aproximaciones al dolor que permitan ver, hasta donde sea

posible, la complejidad de su naturaleza en todas sus dimensiones como, por ejemplo,

muestran las obras ya mencionadas de Javier Moscoso, Elaine Scarry, Susan Sontag,

David Morris o Enrique Ocaña, entre otros.

En segundo lugar, se abre la necesidad de profundizar en miradas del cuerpo

humano que aporten a una comprensión de este no solo como extensión, sino como

vivencia. Las distinciones comunes entre los dolores del alma y el cuerpo, si bien

permiten esclarecer matices para su tratamiento, corren el riesgo de perder de vista la

cercana conexión entre ambos en la experiencia del sufrimiento donde los límites entre

uno y otro se disuelven. El dolor, como el placer, afirma Platón, clava el alma al cuerpo

y la fija como un broche y la hace corpórea (Fedón, 83d). Este tipo de discusiones

podrían beneficiar la comprensión médica del dolor, así como la discusión ética sobre

las posibilidades de intervención y perfeccionamiento del cuerpo.

En tercer lugar, hay que revisar cómo se comprenden, dentro del discurso

médico, los estados de salud y enfermedad. Este problema ha sido tratado por Georges

Canguilhem, en Escritos sobre medicina y Lo normal y lo patológico. En el primero, por

ejemplo, el autor cuestiona la idea de que la salud, como meta de la medicina, sea el

39 Respecto al cáncer, Siddartha Mukherjee (2011) dice: “La mejor manera de «ganar» la guerra contra el cáncer consiste, quizás, en redefinir la victoria” (pág. 570). De esta manera, el ocologo quiere redefnir la compersnión que ha desplegado a lo largo de su biografía del cáncer.

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restablecimiento de un estado previo a un momento de crisis o enfermedad. Afirma que,

más que un concepto médico, la salud es un concepto vulgar (Canguilhem, 2004). Esto

es, un estado que se vive y que tiene que ver con la percepción que el hombre tiene de su

capacidad para llevar su existencia y desempeñar la función que le es asignada en una

sociedad determinada, y no una condición que pueda ser medida objetivamente en

pruebas diagnósticas o en tablas estadísticas. Por otro lado, define las enfermedades

como “un rescate que eventualmente han de pagar los hombres por habérselos hecho

seres vivientes sin que lo pidieran, debiendo aprender ellos que, desde su primer día,

tienden necesariamente hacia un fin a la vez imprevisible e ineluctable” (Canguilhem,

2004, pág. 46).

A partir de ambas definiciones, parece que salud y enfermedad no tienen que ver

solo con la realidad material del cuerpo y sus cambios. Para poder estudiarlos, es

necesario hacer una historia epistemológica de sus conceptos que tenga en cuenta no

solo los avances en teoría médica sino, también, las comprensiones culturales del

cuerpo, del envejecimiento y la muerte, las expectativas respecto a la vida de los sujetos

y las relaciones de poder que intervienen en ellas. De una comprensión más integral de

su naturaleza, se podrían elaborar nuevas aproximaciones a lo que es el cuidado del

cuerpo y la prevención de la enfermedad, sin necesidad de negar la vulnerabilidad del

hombre en la aceptación de los procesos naturales que conducen finalmente a la muerte.

En cuarto lugar, tras la redefinición de la salud y la enfermedad, se abre la

pregunta por la naturaleza de la labor médica y la curación. Abundan las aproximaciones

al problema de la medicina hoy que hacen un llamado a recordar la naturaleza de esta

disciplina como un arte más que como una técnica. Curar, de alguna manera, implica

una suerte de pedagogía de la curación (Canguilhem, 2004), esto es, de acompañamiento

en los procesos de la vida y la muerte en los que el balance entre enfermedad y salud va

mostrando el camino hacia la aceptación de la finitud y el esclarecimiento del modo en

el cual se desea vivir. En sus reflexiones, el doctor Kalanithi (2016) sugiere, tras su

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experiencia como médico y su contacto como paciente con la oncóloga que lo trata, que

la labor de un médico no es la de evitar la muerte, sino la de tomar entre sus brazos al

paciente y a su familia cuyas vidas se desintegran con los diagnósticos más graves, y

acompañarlos hasta que se puedan levantar y hacerle frente a su propia existencia.

En este sentido, Gadamer (2001) recuerda la figura del médico familiar que fue

dejada a un lado, en el último siglo, para darle paso al médico científico especialista y a

la atención a través de instituciones como hospitales y EPS. A diferencia de estas nuevas

figuras, en las que el trato entre médico y paciente suele ser impersonal, distante y

determinado por estrictas reglas de la burocracia moderna, el médico de familia era, con

frecuencia, un viejo conocido que se acercaba a la casa del paciente, conocía su historia

y la de sus familiares y los acompañaba en sus duras travesías por la vida. Estos médicos

cumplían una función de acompañamiento y de ocasión de reconocimiento en la

enfermedad del otro, que complementaban su labor de diagnóstico y cura.

Respecto a la curación de la enfermedad cabe la duda de qué es lo que, de hecho,

causa el efecto de sanación. En efecto, hay enfermos que sanan sin la ayuda de médicos,

y otros que no se curan aún tras su intervención (Canguilhem, 2004). La relación entre

médico y enfermo no es instrumental, como la que hay entre el técnico y sus máquinas.

En medio de ambos, se encuentra la naturaleza y sus procesos, cuyos movimientos

enmarcan la aparición y ausencia de la enfermedad. Por esto, en la medicina hipocrática

se pensaba que la naturaleza es la que cura. Aquí el médico cumple una función de

mediación al observar y obedecer la naturaleza, acompañando al paciente en su

experiencia de ello. La medicina contemporánea, que tiende a imponer su presencia

constante en la vida con el fin de la prevención, olvida que, en el quehacer del médico,

el verdadero éxito consiste en hacerse prescindible (Gadamer, 2001).

La importancia de la labor de acompañamiento se sustenta en la vulnerabilidad

propia del ser humano. Su fragilidad, lo hace un ser que tiende al contacto con el otro,

que busca en éste reconocimiento a modo de alivio y descarga. La función que cumple el

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médico en este proceso, abre una pregunta adicional que amerita investigación, esto es,

¿en qué consiste el cuidado del cuidador? El médico, en mayor medida que muchos

otros profesionales, se encuentra en contacto constante con la realidad de la

vulnerabilidad y el abismo que el dolor y la enfermedad produce en los pacientes y sus

familias. Esto sucede, sobre todo, en centros de atención a personas con enfermedades

terminales, donde la prevalencia de la muerte y la percepción del “fracaso” de la batalla

médica contra la enfermedad y el sufrimiento son constantes. Si aceptamos que, para

cuidar de otros, hay que primero cuidar de sí mismo, ¿qué tipo de rodeos metafóricos, de

descargas, necesita un hombre cuya profesión no le permite distancia y día a día lo pone

de cara a la inevitabilidad de la muerte?

Finalmente, esta dimensión del cuidado que se abre de una comprensión de la

vulnerabilidad del hombre, lleva a la necesidad de pensar también el sufrimiento social y

con los otros. Los conceptos de dolor, salud, enfermedad y muerte, si bien remiten a

experiencias esencialmente individuales, constituyen hoy igualmente interrogantes y

desafíos colectivos, que deben ser enfrentados en comunidad. Por su vulnerabilidad y la

conciencia de ella, el cuidado de sí y del otro no es solo una tarea necesaria para hacer la

vida llevadera, sino también una responsabilidad del hombre en sociedad. Sin embargo,

esto no se limita simplemente a la discusión, en el escenario público, de las regulaciones

e instituciones para el manejo de la salud. De manera similar a como sucede en la

reducción del dolor a sus manifestaciones fisiológicas por parte de la ciencia, en el trato

político e institucional del sufrimiento, se corre el riesgo de abstraerlo en datos y

estadísticas al punto de negarlo. Dado el impacto que hoy tienen las políticas públicas en

torno al manejo de los cuerpos y la enfermedad, es importante pensar en la articulación

de estos discursos con otras narrativas del dolor humano que permitan mantener en

perspectiva el deber que tenemos con el cuidado y el respeto de la vida del otro.

Sin embargo, no debemos olvidar que la oscuridad y el silencio del dolor serán

siempre el límite de todos los intentos de comprensión de su naturaleza. En cualquier

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caso, redefinir la victoria significa cambiar de rodeo, comprometerse con la interminable

tarea de encontrar mejores modos de hacerle frente a la finitud sin caer en una angustia

paralizante. Al final, este trabajo recae en el sujeto, para quien el modo en el que narre

su dolor y muerte, y comprenda sus victorias son determinantes, pues, en palabras de

Jünger (1995), “¡Dime cuál es tu relación con el dolor y te diré quién eres!” (pág. 13).

Esto nos lleva entonces a pensar en la forma en que hoy nos relacionamos con el dolor,

la enfermedad, el envejecimiento y la muerte en un momento cultural donde lo que

predomina es justamente la búsqueda desaforada de las experiencias positivas y el

consumo multiforme del bienestar. Retomar las tensiones que atraviesan nuestras

comprensiones del dolor es pues no solo una tarea de las llamadas ciencias de la salud,

sino también de la antropología filosófica que busca asumir la comprensión de lo

humano a la luz de la experiencia irreductible de la vulnerabilidad que nos constituye.

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TABLA DE IMÁGENES

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2 Estudio de Tiziano (1543), Portada de De humani corporis fabrica [Ilustración]. En: Vesalio (1543), De humani corporis fabrica. Tomado de https://commons.wikimedia.org/wiki/File:Vesalius_Fabrica_fronticepiece.jpg

3 Anónimo, Escuela Sevillana (Siglo XVIII), San Tadeo [Pintura, óleo sobre tela]. Colección Compañía de Jesús, Provincia Colombia. Tomada de: Banco de la República (2010), Habeas corpus: que tengas [un] cuerpo [para exponer]. Bogotá:

4

Descartes, R. (1664) Ilustración de Tratado del hombre [Ilustración]. Tomado de: https://arturogoicoechea.files.wordpress.com/2010/12/descartesdolor252812529.jpg

5 Gillray, J. (1799), La gota [Ilustración]. Tomado de: https://upload.wikimedia.org/wikipedia/commons/thumb/b/b8/The_gout_james_gillray.jpg/640px-The_gout_james_gillray.jpg